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Lord Tyger

Page 35

by Farmer, Phillip Jose


  Ras seguía teniendo la sensación de que su mente estaba algo trastornada, pero cualquier hombre que hubiera visto lo que había visto él podía esperar sentirse así durante algún tiempo.

  Pasó el brazo alrededor de los hombros de ella, y los dos empezaron a caminar por entre la oscuridad. Eeva no paraba de temblar y le dijo que tenía mucho frío, no sólo porque las piedras estaban muy húmedas, sino también por el miedo que sentía. De vez en cuando Eeva usaba el encendedor para asegurarse de que ante ellos no había ninguna sima o para identificar algún obstáculo, que normalmente resultaba ser un gran peñasco arrastrado a lo largo del lecho seco por la violencia del río, muerto desde hacía mucho.

  Caminaron durante un tiempo imposible de calcular, y de vez en cuando bebieron del arroyuelo, cuya agua parecía ser pura. Ras dijo que su situación podría ser peor. Al menos no tenían que preocuparse por la posibilidad de morir de sed. Eeva no se rió.

  Llegó un momento en el que Eeva insistió en que necesitaba dormir. Estaba tan agotada que no podía seguir despierta, por mucho frío que sintiera y pese a las punzadas del hambre. Se tendieron sobre una áspera cornisa de piedra que parecía estar algo más seca que las rocas cercanas al arroyo y, aunque se despertaron con frecuencia, lograron dormir un poco. Cuando ninguno de los dos fue incapaz de seguir durmiendo se apartaron el uno del otro, deshaciendo su abrazo, y se levantaron con el cuerpo envarado para reanudar su lento y agotador avance. Aun así, podían avanzar con una rapidez mayor de la que habría sido posible de no existir el arroyo. Ras le dijo que mientras estuvieran caminando por el agua no debían preocuparse por la posibilidad de caer en ningún abismo. Sus pies estaban entumecidos por la corriente y el frío hacía que les dolieran las piernas, pero era el camino más seguro para viajar. Además, el agua se movía, por lo que estaba fluyendo cuesta abajo y el hecho de que ellos estuvieran subiendo les animaba bastante. No tenían ninguna razón lógica para creerlo, pero pensaban que seguir cuesta arriba acabaría llevándoles al exterior de la caverna. Y sólo tenían una ruta que seguir.

  Ras se decía a sí mismo que no podían perderse, cierto, pero que podían acabar encontrando su perdición. Si la fuente del arroyo resultaba ser un pequeño agujero en el muro de piedra, y si no podían seguir avanzando..., bueno, esperaría hasta que eso ocurriera, pero realmente no creía que fuera a suceder.

  Siguieron avanzando hasta que Eeva dijo que necesitaba volver a descansar un poco. Se detuvo y volvió a usar el encendedor para echarle un rápido vistazo a los alrededores sin gastar demasiado combustible, pues ya quedaba muy poco. Y soltó un grito y se refugió en los brazos de Ras. A un par de metros de distancia, en lo alto de una roca y produciendo la impresión de que eran el esqueleto de una gigantesca mano, había los huesos de un murciélago.

  Ras dejó escapar un grito de alegría y se lanzó hacia delante mientras le decía a Eeva que no apagara el encendedor. Mientras corría oyó el distante rugido que había sido su esperanza durante todo el viaje. La llamó, y recorrieron otro centenar de metros. El rugido se fue haciendo más potente, y ante ellos apareció una débil claridad que fue aumentando y haciéndose más brillante, con la atmósfera volviéndose tan húmeda que era como estar dentro de una nube, y pronto se encontraron ante un agujero que tendría unos doce metros de ancho y unos nueve de alto. La fuente del arroyo era el agua que goteaba por la pared en una serie de hilillos que convergían para formar un estanque situado justo detrás de la entrada. Ahora estaban metidos en lo que casi parecía agua sólida, en medio de un estruendo ensordecedor.

  Ras acercó su boca al oído de Eeva y gritó:

  —¡He estado aquí antes! ¡Esta cueva se encuentra detrás de una de las cataratas! ¡La descubrí cuando era niño, y la había explorado hasta el sitio donde se encuentra el esqueleto del murcilago! ¡Casi estamos en casa! ¡Hemos ido en circulo!

  Siete días después, a media mañana, estaban detrás de un arbusto situado en lo alto de una colina. La pendiente, escarpada y llena de rocas, tenía poca vegetación: maleza y árboles no demasiado grandes. A su pie se encontraba una extensión de terreno bastante despejado que tendría unos sesenta metros de ancho por trescientos de largo. Más allá se alzaba la enredada masa del bosque, y desde algún punto de él se oían gritos y algún que otro disparo de rifle, sonidos que trepaban por la colina hasta llegar hasta ellos muy debilitados.

  Tanto Ras como Eeva habían recuperado un poco de peso y sus ojos estaban menos hundidos en las órbitas. Iban vestidos con pieles de antílope y en su caverna de los acantilados, su refugio para la noche, había más pieles de antílope, mono y leopardo con que mantenerse calientes. Los dos llevaban arcos y flechas que Ras había cogido de la casa del árbol junto con otras cosas que necesitaban. A Eeva le había dado miedo que Ras se acercara a ella, pues temía que el hombre de lo alto de la columna hubiera puesto vigilancia a su alrededor o que tuviera cámaras de televisión ocultas por la zona. Los dos se aproximaron cautelosamente a las dos casas y estuvieron recorriendo la zona durante cuatro horas antes de acabar decidiendo que no había ni hombres ni cámaras. Pero mientras tomaban lo que les hacía falta no hablaron entre ellos, porque Eeva le había dicho que los aparatos para escuchar a distancia resultaban muy fáciles de esconder o disimular.

  Los primeros cuatro días los pasaron muy ocupados encontrando una base caliente, segura y bien escondida, así como algo con que vestirse y comida. Ras había tenido bastante éxito en la caza, y ahora disponían de más comida de la que podían consumir. Los últimos tres días los habían pasado observando el ir y venir de los dos helicópteros de la columna, así como de los grupos de búsqueda que registraban el bosque y las colinas.

  Eeva había dicho que algo les había puesto nerviosos; actuaban igual que si se hallaran bajo presión o tuvieran algún límite de tiempo. Un helicóptero se pasaba todo el día encima de la zona, y resultaba evidente que el otro estaba explorando la parte sur de la meseta. También había un tercer helicóptero, mucho más grande que los otros, que venía una vez al día por encima de los acantilados, y Eeva le dijo que debía traer combustible y suministros y, a juzgar por el número de partidas de búsqueda, también más hombres. Eeva dudaba de que pudiera haber alguna razón para tener a tantos hombres en lo alto de la columna durante todo ese tiempo; se habrían encontrado muy incómodos y, además, habrían tenido un

  grave problema de suministros.

  Los recién llegados eran diez. Cinco de ellos eran negros, parecidos a los wantso pero mucho más altos. Tres tenían la piel igual de oscura, pero sus narices eran aguileñas y su cabello lacio. Dos eran hombres blancos, uno mucho más moreno que el otro, que era tan alto como Ras y tenía la cabellera pelirroja, los ojos azul claro y una gran cicatriz que le bajaba por la mejilla derecha. El más moreno de los dos era el jefe de un grupo de búsqueda; el pelirrojo mandaba el otro. Los grupos se ponían en marcha cada día partiendo de una cierta distancia, y se iban aproximando el uno al otro durante la jornada.

  Cada grupo tenía también dos animales a los que Ras reconoció como «perros» porque había visto ilustraciones suyas en varios de los libros que había dentro de la cabaña del lago antes de que se quemara. Eeva dijo que eran dos pastores alemanes y dos doberman.

  Ras no lograba entender por qué‚ registraban el bosque. Deberían estar convencidos de que el río de la caverna se los había tragado.

  —Si cree que estás muerto tanto da que regrese al sitio de donde ha venido..., supongo que Sudáfrica—dijo Eeva—. Pero quizá no puede hacerlo porque aún siguen quedando pruebas de lo que ha hecho, o quizá sea porque alguna persona enterada de sus acciones sigue estando viva.

  —¿Quién podría ser esa persona?—preguntó Ras.

  Eeva se encogió de hombros.

  —No lo sé—dijo—. Puede que alguien se disgustara con él e intentara marcharse, o puede que algún prisionero haya logrado escapar. Por lo que me has contado sobre las alusiones que se les escapaban a tus padres, y por lo dijo ese muñeco llamado Wizozu, se suponía que iba a proporcionarte una mujer. Es posible que consiguiera traerla
hasta aquí pero que escapara, y quizás ahora la están buscando. Puede que llegaran otros exploradores y les ocurriera lo mismo que me sucedió a mí y a Mika. No hemos visto ningún avión estrellado, pero eso no quiere decir nada: resultaría muy fácil esconderlo en algún sitio del bosque o de la meseta, y también podría haber caído en el lago.

  Gran parte de los animales más grandes de la zona habían huido ante aquellos ruidosos intrusos y se habían marchado a otras partes de la meseta o habían subido a las colinas. De momento, los dos grupos habían matado un leopardo y a tres gorilas, aparentemente por ninguna otra razón que el deseo de matar, porque un leopardo jamás atacaría a tantos hombres a no ser que se viera acorralado, y los gorilas no atacarían salvo bajo circunstancias que no era nada probable que fueran a producirse con unos cazadores tan ruidosos.

  Eeva pensaba que aquello era significativo. Esas muertes innecesarias no habrían sido permitidas a no ser que ahora ya no fuese necesario seguir preservando a los animales del valle.

  —Si lo único que le interesa es matar a la persona que busca, sea quien sea, y no capturarle, tan pronto como localicen a esa persona mandar un helicóptero para que le deje caer encima una bomba de napalm.

  Ahora Eeva y Ras estaban en la colina e intentaban divisar a los cazadores y a su presa. Los gritos se hicieron más fuertes, y el ladrido de los perros se volvió más frecuente y estrepitoso. A juzgar por los ruidos, Ras pensó que los dos grupos estarían acercándose y que tendrían acorralada a su presa entre los dos.

  Entonces una figura emergió de entre la vegetación a la luz solar que bañaba el claro.

  —¡Jib!—dijo Ras, con un jadeo de sorpresa.

  Jib era una cabeza más bajo que Ras: estaba muy delgado e iba totalmente desnudo. Su barba negra surcada por hebras grises le llegaba hasta las rodillas y la cabellera le medio cubría el rostro, tan larga que caía por su espalda y acababa llegando hasta la parte trasera de sus rodillas. Cruzó el claro a la carrera y empezó a subir la colina, perdiéndose de vista durante unos instantes al quedar oculto por los peñascos esparcidos de la pendiente.

  Ras se puso en pie para hacerle una seña a Jib, esperando poder dirigirle hacia el sitio donde se habían escondido ellos. No estaba muy seguro de que su presencia no asustara a Jib tanto como la de los hombres que le perseguían. Aunque había jugado muchas veces con él cuando era pequeño, después de cada ausencia prolongada siempre había tenido que restablecer una nueva relación. Jib era tan tímido y asustadizo como los gorilas con los que vivía.

  Pero Ras se olvidó inmediatamente de Jib. Otra figura había salido del muro formado por la vegetación y ahora estaba corriendo a través del claro, llevado por unas piernas arqueadas y patéticamente cortas. La figura tenía la piel negra, llevaba una camisa que en tiempos había sido blanca, y tenía una larga barba gris.

  —¡Yusufu! ¡Yusufu!—gritó Ras.

  Su primera emoción fue una alegría tan grande que casi se volvió loco de alivio. Su siguiente emoción fue un miedo tan intenso que casi rozaba la locura.

  Se inclinó para recoger su lanza.

  —¿Qué piensas hacer?—preguntó Eeva.

  —¡Voy a ayudarle!

  —¡Es demasiado tarde! ¡Ahora no puedes hacer nada, y si te ven no pararán hasta descubrir si yo también estoy viva o no!

  Ras giró la cabeza para mirar hacia la dirección indicada por el tembloroso dedo de la mujer. Dos perros habían salido del bosque e intentaban correr, pero los hombres que sujetaban sus traíllas no les dejaban. Otros hombres corrían detrás de Yusufu, y tres negros de largas piernas se encontraban a tan sólo unos pasos de él. Entonces Yusufu se dio la vuelta, y algo que el sol hizo brillar con un destello metálico salió despedido de su mano, y las piernas del primer negro que le perseguía parecieron fallarle: un instante después extendió los brazos y cayó de bruces. Yusufu volvió a correr, pero el segundo negro ya estaba encima de él, y los dos cayeron rodando por encima de la hierba. El tercer negro golpeó la cabeza de Yusufu con la culata de un revólver, y después se lo llevaron entre los dos. El resto del grupo siguió subiendo por la colina en persecución de Jib.

  Jib reapareció tras un peñasco medio inclinado. Estaba subiendo a saltos por la pendiente, y a cada momento miraba hacia atrás con expresión desesperada. Ahora sus gritos ya resultaban audibles.

  —¡Conserva el aliento!—dijo Ras, y dio unos pasos hacia él, pero se detuvo. No amaba a Jib; pero sí a Yusufu. Si ahora se ponía en peligro para salvar la vida de Jib, quizá después no pudiera ayudar a Yusufu. Si dejaba que Jib siguiera adelante con los dos grupos pisándole los talones, los dos hombres que vigilaban a Yusufu se quedarían rezagados y solos. Y Ras podía encargarse de ellos.

  Eeva señaló hacia uno de los hombres, que llevaba un gran objeto negro y reluciente a la espalda y que estaba hablando por algo que sostenía en la mano.

  —Está llamando al helicóptero. ¡Estará aquí dentro de unos minutos!

  —Sígueme—dijo Ras, y empezó a bajar por la colina, alejándose del perseguido y sus perseguidores. Cuando hubieron llegado al bosque le dijo que le esperase. Eeva dijo que no quería hacerlo, que los dos hombres que vigilaban a Yusufu estaban armados y que era bastante hábil con el arco. Ras no quiso discutir con ella.

  Se encontraban detrás de un árbol situado casi junto al claro y a sólo veinte metros de Yusufu y los dos negros cuando oyeron el helicóptero. No podían verlo y el follaje atenuaba el ruido, pero sabían que debía estarse acercando rápidamente desde su base sobre la columna.

  Eeva lanzó una maldición.

  —Yo le dispararé al de la derecha—dijo Ras—. Tú encárgate del de la izquierda. Después echaremos a correr, y yo me ocuparé de Yusufu mientras que tú coges los rifles. Los del helicóptero no esperarán encontrarse con nosotros. Podemos cogerles por sorpresa, y tú puedes volver a dispararles y hacer que su máquina estalle, como en el lago.

  Los dos se incorporaron, apuntando con mucho cuidado mientras el ruido del helicóptero iba en aumento. Ras dio la señal, y los dos soltaron las cuerdas de sus arcos para coger la otra flecha que habían dejado clavada en el suelo junto a sus pies. La flecha de Ras se clavó en el muslo del hombre que tenía como blanco y éste cayó al suelo, chillando. La flecha de Eeva dio en su objetivo, pero rebotó en las costillas y salió disparada por los aires. Su hombre se tambaleó durante un momento; después puso una rodilla en tierra y cogió un rifle. La segunda flecha de Eeva se hundió en su frente. La segunda flecha de Ras volvió a quedar demasiado baja; esta vez acabó clavándose en el suelo a un par de metros delante del hombre con la flecha en el muslo.

  El hombre se irguió, gritando, y de pronto calló, se dejó caer sobre su costado izquierdo y empezó a arrastrarse hacia algo medio oculto entre la hierba: seguramente un rifle. Ras lanzó un grito, dejó caer su arco, cogió su lanza y cargó contra él. En ese instante la sombra del helicóptero cayó sobre Ras; el rugido le golpeó los oídos. Ras no le hizo ningún caso y siguió corriendo. El herido estaba sentado en el suelo y se había llevado el rifle al hombro: en ese instante dos piececitos negros brotaron de la hierba junto a él y le golpearon en el hombro con tal fuerza que el herido soltó su rifle y cayó de lado.

  Yusufu, con las manos atadas a la espalda, había logrado incorporarse y había saltado por el aire. El negro volvió a sentarse con el tiempo justo para recibir en el mentón el impacto de dos pies cuyos callos eran tan duros como el hierro. Volvió a derrumbarse, y esta vez no se levantó.

  Ras alzó los ojos hacia el helicóptero. Se encontraba encima del claro y estaba subiendo en ángulo. Ras comprendió inmediatamente que los hombres del helicóptero no se habían dado cuenta de lo que ocurría debajo de ellos; toda su atención estaba concentrada en coger primero a Jib.

  Cortó las cuerdas que rodeaban las muñecas de Yusufu y después sonriendo, cegado por las lágrimas, le dio un empujón y dijo:

  —¡Luego, padre! ¡Tenemos que marcharnos de aquí!

  Eeva recogió los rifles. Ras tomó las cartucheras que habían llevado los dos hombres. Yu
sufu cogió sus cuchillos y lo que encontró en sus bolsillos. El hombre con la flecha en el muslo estaba muerto o a punto de morir debido a la conmoción y la pérdida de sangre; lo asombroso era que hubiese sido capaz de recuperarse lo suficiente como para buscar su arma.

  De repente, y sin decirles nada, Ras le entregó su carga a Yusufu y Eeva y cruzó el claro a la carrera hacia el hombre al que Yusufu había derribado con su cuchillo mientras le estaban persiguiendo. Sacó el cuchillo del plexo solar del cadáver. Volvió al bosque sin que ninguno de los que estaban en la colina le hubieran visto, o al menos eso le pareció. Una vez bajo la protección de la sombra y el verdor dejó caer su carga y abrazó a Yusufu. Los dos gritaron, se besaron e intentaron contarse al mismo tiempo lo que les había ocurrido, pero apenas si habían empezado cuando se apartaron el uno del otro y se quedaron callados, mirando fijamente hacia la cima de la colina.

  La cima parecía haberse cubierto de flores llameantes. Las llamas empezaron a subir hacia el cielo; un humo tan negro y denso como una nube de tormenta brotó hacia las alturas. El helicóptero se había desviado hacia un lado y ahora se movía en círculos para escapar al calor. Los hombres del suelo se habían refugiado detrás de las rocas.

  —Querían cogerme vivo, no sé por qué razón—dijo Yusufu—. Quizá fuese porque Boygur quería hablar conmigo y descubrir lo que estaba ocurriendo, o quizá fuese porque deseaba torturarme. Pero Jib no le servía de nada; lo único que deseaba era destruirle para que nadie pudiera conseguir sus huellas dactilares.

  —¿De qué estás hablando?—quiso saber Ras.

  —Tengo muchas cosas de qué‚ hablar, pero ahora no tenemos tiempo para ello—dijo Yusufu—. Ese helicóptero y esos hombres volverán, y tan pronto como descubran los cadáveres empezarán a buscarme. Y también os buscarán a vosotros, porque no creerán que haya podido llevarme todos los rifles yo solo.

 

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