—¿Sabe disparar?—preguntó Eeva.
Había hablado en inglés, pero Yusufu no comprendió su forma de pronunciarlo. Ras tuvo que traducirlo a su tipo de inglés para que el hombrecillo la entendiera.
Yusufu contestó que hubo una época en que se ganaba la vida tirando al blanco, pero que no había tenido un arma en sus manos desde antes de que naciera Ras. Eeva le mostró cómo hacer funcionar uno de los rifles, y le dijo que era un M-15. Ras, muy interesado, les miró y dijo que a él también le gustaría probar uno de los rifles, pero Eeva se negó firmemente a dejarle manejar uno. Dijo que un hombre acostumbrado a las armas podía disparar uno de esos rifles sin tener demasiada práctica con ellos, pero Ras no sabía nada de armas, y no tenían ni el tiempo ni las municiones necesarias para que practicase.
Cuando terminaron de hablar, el helicóptero ya estaba suspendido encima de los cadáveres, y los siete hombres y los cuatro perros bajaban por la colina. Eeva le dijo algo a Yusufu, pero éste seguía sin comprenderla, y Ras tuvo que traducir sus palabras. Yusufu no parecía demasiado convencido. Pensaba que debían alejarse de allí tan rápidamente como les fuera posible antes de que el helicóptero dejara caer otra bomba de napalm, pero unos instantes después dijo que quizá tuviera razón. Tenían que conseguir un poco de tiempo, y nunca volverían a encontrarse en una posición tan buena para tender una emboscada. ¡Si al menos el helicóptero se acercase un poquito más!
Y se acercó. Al parecer los hombres que iban dentro no querían esperar hasta que los hombres que iban a pie acabaran de bajar la colina. El helicóptero se situó a unos seis metros por encima del cadáver más cercano al bosque y empezó a girar lentamente sobre un eje vertical mientras el hombre de la ametralladora examinaba el bosque..., o lo intentaba. Cuando el helicóptero se hubo posado, el rugido se fue apagando y las aspas que giraban sobre él acabaron haciéndose visibles.
Eeva dijo que indudablemente el piloto había informado a la columna de lo que estaba ocurriendo, y si había disponible otro helicóptero pronto estaría aquí para unirse a la cacería.
Ahora que el helicóptero estaba posado en el suelo, la hierba era lo bastante alta como para ocultarles. Eeva fue hacia un lado y Yusufu hacia el otro. Ras se quedó en el bosque, subido a una rama de un árbol, y puso una flecha en su arco. Desde aquella posición podía ver cómo iban avanzando Eeva y Yusufu. Eeva puso una rodilla en tierra y empezó a disparar, mientras Yusufu empezaba a hacerlo unos pocos segundos después que ella. Sus disparos no tenían tanta precisión como los de Eeva, su chorro de balas trepó por el aire y se malgastó sin dar en ningún blanco. Pero Yusufu dejó de disparar y, cuando reanudó su fuego, dio adonde apuntaba.
El piloto, un hombre blanco con una espesa barba color castaño, cayó casi en cuanto Eeva empezó a disparar. El ametrallador, un hombre blanco bastante flaco con una larga cabellera color naranja corrió hacia el helicóptero y su arma, pero no consiguió llegar. La máquina estalló con una gran detonación, una cortina de llamas y una espiral de humo. El fuego empezó a extenderse hacia fuera y atrapó a dos hombres que también habían estado corriendo hacia el helicóptero. La segunda intentona de Yusufu derribó a otros dos hombres. Los tres supervivientes empezaron a devolver los disparos, pero Eeva y Yusufu ya habían cambiado de posición. Yusufu se encontraba entre el árbol y la colina, y Eeva volvió al bosque, arrastrándose a cuatro patas. Ras la llamó, y Eeva no tardó en estar a su lado en la rama. Estaba sonriendo y llorando al mismo tiempo, pero su puntería no parecía demasiado afectada por sus emociones. Ahora podía ver a los tres hombres, y con seis disparos los dejó tendidos a todos sobre la hierba. Después, ella y Ras bajaron del árbol y se acercaron cautelosamente a los cadáveres. Yusufu se reunió con ellos. Descubrieron que tres hombres y un perro seguían con vida. Yusufu mató a los cuatro con dos ráfagas de su rifle.
Eeva estaba llorando porque el helicóptero se había incendiado.
—¡Podríamos haber salido de aquí!—dijo—. ¡Podríamos habernos marchado! ¡Ahora estamos atrapados!
—El otro helicóptero se acerca—dijo Yusufu.
Ras podía oírlo, aunque muy débilmente. Se lo dijo a Eeva, y ella respondió que debían salir inmediatamente de aquella zona. Al principio Ras había pensado lo mismo que ella, pero ahora dijo que tenia otro plan. Sería muy peligroso, sobre todo para él en las primeras etapas, pero si los demás estaban de acuerdo quizá pudieran capturar a este helicóptero. O, al menos, conseguirían librarse de él. Pero no había tiempo para hacer planes detallados y cuidadosos; tendrían que improvisar, y si no querían hacer lo que les sugería Ras no pensaba culparles por ello. Ya habían vuelto al bosque, y Yusufu llevaba la radio que le había quitado a uno de los cadáveres.
Eeva y Yusufu le escucharon, y después Yusufu dijo que el plan le parecía excelente. Era arriesgado, pero había bastantes probabilidades de que tuviera éxito. Después de todo, Boygur y su gente debían creer que Ras estaba muerto..., y verle les daría un buen susto. De momento no habían hecho ningún esfuerzo por matar a Ras; y, si lo que decía Ras era cierto, cuando intentaron matar a Eeva siempre se habían asegurado de que Ras no se encontraba por los alrededores.
Ras no tenía tiempo de hablar. Salió corriendo al claro y se tendió en el suelo, a unos veinte metros de donde empezaba el bosque. Se colocó de bruces, con la cabeza en dirección al bosque, igual que si hubiera estado corriendo hacia él antes de que le sucediera algo.
Oyó el helicóptero encima de él y, por un instante, sintió el frío de su sombra. El helicóptero dio varias vueltas sobre Ras mientras que sus ocupantes parecían estudiar la situación. Descubrir lo que le había ocurrido a sus hombres debía haberles dejado bastante impresionados. Estarían hablando con el hombre de la cima del pilar —Boygur, le había llamado Yusufu—, describiéndole cuál era la situación y pidiéndole órdenes.
Yusufu había dicho que podía escucharles, así que debía tener cierta idea de lo que pretendían hacer.
Pasados unos minutos, el helicóptero aterrizó lo bastante cerca de Ras como para que la hierba que había junto a él se inclinara bajo la ráfaga de aire, y Ras pudo sentir cómo el vendaval enfriaba el sudor de su espalda. Su ruido casi ahogó los sonidos de los rifles al disparar. Al escucharlos, Ras rodó sobre sí mismo. Uno de los hombres que había viajado en el helicóptero se encontraba a unos tres metros de distancia. Estaba tendido de espaldas, con un objeto reluciente cerca de su mano abierta. El objeto era pequeño, de forma cilíndrica, transparente y con una aguja en un extremo.
El piloto del helicóptero había permanecido a los controles e hizo que la máquina despegara, pero de repente se derrumbó sobre sus aparatos y el helicóptero empezó a girar de lado y acabó golpeando el suelo. No se incendió, pero sus palas estaban dobladas y tenía el morro medio agrietado. El piloto no hizo esfuerzo alguno por salir de él. Ras corrió hacia la máquina y descubrió que estaba muerto. Eeva lloró un poco más porque el helicóptero estaba averiado. Yusufu no parecía pensar que las cosas anduvieran tan mal. Estaba vivo y libre, mientras que diez minutos antes había sido un prisionero al que aguardaban la tortura y la muerte. Además, tenía junto a él a su amado Ras sano y salvo, cuando no había esperado volver a verle nunca más.
Y, aparte de eso, cuanto debían hacer ahora era permanecer con vida y pronto podrían abandonar aquel valle para siempre. Un avión militar etíope había pasado por el valle diez días antes—cuando Ras y Eeva se encontraban en el antiguo lecho del río subterráneo—, y se había visto sorprendido por fuego de ametralladora cuando se acercó demasiado al pilar del lago. El avión se había estrellado en el lago, pero Yusufu estaba seguro de que habría otros aviones buscándole. Eso explicaba por qué‚ Boygur, que de todas formas pensaba que Ras había muerto, se preparaba frenéticamente para abandonar el valle y su proyecto. Pero antes había necesitado destruir a Jib para que nadie pudiera seguirle la pista a sus huellas dactilares, y tenía que encontrar y matar a Yusufu para que su boca quedara cerrada para siempre.
—Hay tantas cosas que no entiendo...—dijo Ras. Tenía la se
nsación de que el mundo era como una gran trampilla que se había abierto de repente, y ahora él estaba cayendo a través de la oscuridad.
—Después habrá tiempo para explicarlo todo —dijo Yusufu—. Hay muchas cosas que yo tampoco sé. Vayamos a mi campamento, que está bastante más cerca que el vuestro, y allí lloraremos por Mariyam y hablaremos de cómo podemos vengarnos de Boygur.
Por el camino Ras le preguntó qué‚ pretendía hacer el hombre de la jeringuilla hipodérmica (Eeva le había explicado qué‚ era aquel objeto).
—Oí su conversación—dijo Yusufu—. No sabían qué‚ había pasado, pero estaban asustados, y también sentían la ira que llega con el miedo. Te vieron tendido de bruces sobre la hierba. Boygur no lograba creer que estuvieras ahí; pensaba que habías muerto en la caverna. Se alegró mucho y dijo que eras un auténtico héroe, que era imposible matarte. Ahora, en vez de marcharse, tendría que permanecer en el valle y llevar a cabo sus planes. Estaba seguro de que las autoridades etíopes quedarían satisfechas si repartía una gran cantidad de dinero allí donde pudiera ser más efectivo. Y quizá tuviera razón. De todas formas, le dijo al helicóptero que aterrizase, y el ametrallador debía comprobar si estabas vivo. En ese momento Boygur pareció algo preocupado; se le acababa de ocurrir que tu presencia allí no quería decir que estuvieses vivo.
»Johann, el ametrallador, tenía que examinarte. Si estabas herido tenía que curarte las heridas si es que eran ligeras, y si eran graves tenía que llevarte a la cima del pilar para que recibieses tratamiento. Si estabas bien pero inconsciente tenía que pincharte con la hipodérmica para asegurarse de que no despertabas en un buen rato y después volverían al pilar, recogerían a la chica, la que se supone que ha de ser tu jane, y la traerían hasta aquí. Tenían que darle una oportunidad de escapar y luego fingirían que andaban buscándola, y después regresarían. La chica te encontraría y todo iría tal y como se esperaba. Boygur dijo que ya iba siendo hora. La chica había iniciado una huelga de hambre, y si seguía sin comer no tardaría mucho en morirse. Tenía la esperanza de que tú serías justamente lo que le hacía falta.
»Rudi dijo que a él la situación le parecía amenazadora; estaba bastante seguro de que todas esas muertes y la destrucción del helicóptero no eran algo que hubieras podido hacer sin ayuda. No quería aterrizar, pero Boygur dijo que si no obedecía sus órdenes le mataría.
Yusufu se quedó callado durante un rato y luego dijo:
—Boygur debe saber desde hace mucho que las cosas no iban tal y como él quería, y que nunca saldrían bien. Pero no quiere admitirlo. ¡Ese hombre está loco!
—Y ahora—le dijo Ras en voz baja—, cuéntamelo todo..., desde el principio.
Dios atrapado por un lazo
El día siguiente lo pasaron escondidos en el bosque, cerca de la orilla, y desde allí observaron el pilar de piedra que se alzaba en el centro del lago. Desde que Mariyam le explicó su origen —una explicación que ahora sabía era falsa y que, en realidad, nunca había llegado a creer—, Ras siempre pensó que aquellos trescientos metros de roca negra y reluciente eran bastante siniestros, pero ahora, sabiendo la verdad, el pilar parecía el doble de amenazador. Incluso su negrura se había vuelto más oscura.
Todo estaba tranquilo e inmóvil. No vieron señal alguna de vida, salvo dos águilas pescadoras que revoloteaban alrededor del pilar. Yusufu le indicó el sitio donde solía ponerse Boygur para mirar por su telescopio hacia lo que ocurría más abajo y, sobre todo, para observar al mismo Ras. Ras forzó al máximo sus ojos, pero no pudo ver nada.
—Habrá pedido ayuda por radio, puedes estar seguro de eso —dijo Yusufu—. Mañana o pasado mañana vendrá otro helicóptero. Quizá sea el gran helicóptero que trae el combustible y los suministros. Entonces la cacería volverá a empezar. Boygur no se rinde nunca. Conozco a ese demonio.
—Cuéntame más cosas sobre ese sitio—dijo Ras—. Cuéntamelo todo sobre él, cuéntame todo lo que necesite saber un hombre que quiera ir allí para matar a Boygur.
Yusufu pareció sobresaltarse.
—¿Qué? Hijo, debes estar bromeando, ¿no?—Pero le obedeció.
Ras escuchó y le hizo muchas preguntas, y después le contó lo que pensaba hacer. Tuvo que aguantar las protestas y los argumentos de Yusufu y Eeva, formulados con un vigor tal que a veces llegaba a la histeria.
—No malgastes tu aliento y no te canses más—acabó diciéndole Yusufu a Eeva—. Conozco esa mirada. Está decidido a ir. Nada salvo la Muerte podrá detenerle.
El resto del día lo pasaron haciendo preparativos, lo que significó hacer un viaje hasta la caverna de los acantilados. Ras durmió una hora por la tarde y después, al anochecer, se metió en la canoa con Eeva y Yusufu. Fueron remando por entre la negrura aún no iluminada por la luna hasta encontrarse en la base del oscuro pilar. Una vez allí Ras besó tanto a Eeva como a Yusufu, calmó sus lágrimas y sus últimas protestas y, armado solamente con su cuchillo, saltó de la canoa.
Sin verlos, Ras se agarró a los salientes que había agarrado tantas veces antes, encontró más asideros, e inició su lenta ascensión a ciegas. Por primera vez no resbaló, quizá porque todo su ser ardía de impaciencia y ese fuego quemaba la roca creando sus propios medios de sujetarse, o eso le pareció a él. Aunque su ascensión era tan lenta como difícil, le fue apartando de la borrosa silueta de la canoa con excesiva rapidez. La canoa seguía allí, a unos pocos metros de la base, con Eeva y Yusufu esperando para asegurarse de que no caía. Estarían allí hasta muy poco antes del amanecer, a menos que Ras apareciera antes de ese momento y le ayudaran a subir a la canoa, vivo, o metieran su cadáver en ella.
La luna no tardó en salir, y Ras pudo ver la embarcación y las minúsculas figuras que había dentro de ella. Las saludó con la mano, pero las dos siluetas no le devolvieron el saludo porque para ellas Ras resultaba invisible, o quizás estuviera tan arriba que ya no podían distinguir sus manos.
Ante él se extendían el lago de aguas plateadas, los oscuros muros del bosque y la pluma blanca de una catarata. La luna siguió subiendo por el cielo y Ras subió con ella, aunque mucho menos deprisa y sin tanta seguridad. Cuando ya llevaba un rato trepando empezaron a enfriársele los dedos. Llevaba unos mocasines hechos con piel de gamo, pantalones y una camisa pero el viento, que primero pasaba por encima de los acantilados y luego bajaba por ellos como si le obligara inclinarse el peso de las partículas heladas que llevaba dentro, era muy frío.
Siguió subiendo, asidero por asidero, grieta por grieta, peldaño a peldaño. De vez en cuando tenía que desplazarse en ángulo y en otras ocasiones tenía que bajar un poco antes de que le resultara posible seguir subiendo. Por dos veces descubrió que había dado un cuarto de vuelta al pilar y tuvo que encontrar algunos asideros para volver al lado que le llevaría hasta su objetivo.
Llegó un momento en el que tuvo la sensación de que sería incapaz de seguir izándose ni un segundo más; pero no podía parar, y se negaba a volver. Había trepado sin ayudarse con picos, pitones o cuerdas; había utilizado sus dedos y sus pies, y a menudo había tenido que mantenerse agarrado con sólo sus dedos para soportar el peso de su cuerpo, mientras los nudos o protuberancias de la roca parecían a punto de ceder. Aunque tanto sus manos como sus dedos estaban cubiertos de gruesos callos ya llevaban bastante rato sangrando, y eso hacía que fuera fácil resbalar. Se limpió las manos en la camisa hasta que los lados de ésta quedaron teñidos de rojo. Finalmente decidió que debía ponerse los guantes que Yusufu y Eeva habían hecho para él. Atenuarían la sensibilidad de las yemas de sus dedos cuando comprobara lo resistentes que eran los salientes rocosos, pero no podía soportar por más tiempo el dolor, la pérdida de sangre y la falta de fricción entre sus manos y las rocas que ocasionaba.
Llevaba bastante tiempo sintiéndose pesado, pero de repente empezó a sentirse ligero y ágil, como si el viento hubiera entrado en él convirtiéndole en un globo. Se daba cuenta de que las causas de aquella peligrosa sensación eran la fatiga, el hambre y el frío, pero no podía hacer nada al respecto. Siguió trepando. Poco antes del amanecer,
mientras el cielo palidecía anunciando la proximidad del sol, la mano de Ras descubrió un hueco y una cornisa de piedra que eran demasiado lisos y regulares para ser naturales. Acababa de encontrar la ventana descrita por Yusufu. Y la había encontrado justo a tiempo. Tuvo que hacer acopio de todas las fuerzas que le quedaban para izarse encima del alféizar, y cuando lo hubo hecho tuvo que permanecer durante largo rato doblado sobre sí mismo y con las rodillas pegadas al pecho, igual que si la ventana fuese un útero y él un bebé aguardando a nacer. Lo cierto es que se encontraba tan débil como un bebé antes del nacimiento.
Y, mientras mantenía los ojos medio cerrados a causa del sol, el pánico se apoderó de él durante un segundo. La hendidura que había en lo alto del acantilado, hacia el este, daba la impresión de estarse moviendo, y Ras tuvo la sensación de que el mundo entero se deslizaba, apartándose de él. Entonces se dio cuenta de que no era aquella hendidura la que se movía a un lado y a otro. Era él quien se movía. O, mejor dicho, tal y como le había contado Yusufu años antes, era el pilar de piedra el que se movía, oscilando, empujado por el viento hasta allí donde podía ser empujado, quizá no más de unos treinta centímetros, y volviendo luego lentamente a su posición original para ser empujado nuevamente hacia el norte. Era increíble que una masa tan enorme y sólida pudiera responder a la presión del aire, débil e invisible, pero eso hacía. Había estado haciéndolo desde que se convirtió en una columna de trescientos metros de altura, y seguiría balanceándose hasta que el movimiento la hiciera resquebrajarse por algún punto y la parte superior se desprendiera del resto.
Ras entró en la habitación a la que daba la ventana, se estiró, se inclinó y empezó a explorarla. Yusufu le había dicho que aquella estancia había sido tallada en la roca viva un año antes del nacimiento de Ras. Era un almacén. Ras probó la gran puerta, hecha de una madera muy gruesa, y descubrió que estaba cerrada. Tendría que esperar hasta que alguien la abriera. Según Yusufu, un cocinero la abriría poco después del amanecer para coger los alimentos con que preparar el desayuno.
Lord Tyger Page 36