Lord Tyger

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Lord Tyger Page 37

by Farmer, Phillip Jose


  La habitación contenía muchos montones de objetos, todos etiquetados. Ras quería un poco de ungüento para sus dedos y algo de comida. Encontró el ungüento después de haber estado buscando durante unos minutos, abrió un frasco y se lo esparció por las manos. Después tuvo que usar una pequeña palanqueta para abrir una caja y conseguir una lata de carne. Tras haber pasado unos segundos preguntándose qué‚ significarían las instrucciones escritas en la etiqueta, cogió el pequeño abrelatas que había en el fondo de la caja e insertó la lengüeta metálica en el orificio del abrelatas. El proceso le resultó tan nuevo y delicioso que tuvo que contener el impulso de abrir todas las latas. La carne estaba fría, algo grisácea y picaba demasiado para su gusto, pero se la comió toda, y cuando su vientre estuvo algo más cerca de encontrarse lleno Ras se sintió mucho mejor.

  Después de haberse comido una lata de melocotones, que tuvo que abrir con un abrelatas más grande y que, por lo tanto, requirió un tiempo más de meditación, examinó la armería. Contenía cajas de munición de todos los tipos, cajas con revólveres y pistolas automáticas, varias ametralladoras, y todo un surtido de rifles colgados de la pared. Ras cogió un M-15, el mismo tipo de rifle que Eeva le había enseñado cómo utilizar después de que llegaran al escondite de Yusufu. Lo inspeccionó para comprobar si estaba limpio, lo cargó, y cogió un recipiente de cargadores para llevárselo consigo. Después se instaló junto a la puerta y esperó.

  Los rayos del sol estaban empezando a entrar por la ventana en un ángulo más pronunciado, e hicieron relucir una máquina que antes no había sido más que un bulto borroso de muchos ángulos y esquinas. La máquina era más alta que Ras y tres veces tan larga como su altura, y poseía muchas ruedas dentadas y un enorme cilindro en el cual había enrollada una cuerda blanca, así como un largo cuello metálico en el que había ruedecillas y más cuerdas. La máquina estaba situada encima de una plataforma con ruedas y podía ser acercada a la ventana, por la cual el cuello sobresaldría aproximadamente un metro veinte. La soga que había en el rodillo estaba unida por un extremo a un gran rollo de cuerda del suelo, y este rollo iba unido a otro, y así a continuación hasta un total de veinte grandes rollos que formaban toda una serie completa.

  Esta era la máquina que Yusufu le había descrito, «la polea», que funcionaba mediante petróleo y que podía dejar caer por la ventana trescientos metros de cuerda que llegaban hasta la superficie del lago. Boygur la había concebido por si un día se quedaba atrapado en lo alto del pilar sin tener ningún helicóptero disponible. Junto a la máquina había varios botes de un metal grisáceo como las escamas de los peces: los botes estaban sostenidos por unos marcos y ganchos que se encargarían de sujetarlos mientras eran bajados al agua.

  Sin moverse de su sitio, Ras empezó a observar la máquina para pasar el tiempo. Después se olvidó de ella para pensar en otras cosas, tanto pasadas como presentes y futuras. Un águila pescadora que pasaba junto a la ventana acuchilló el aire con dos agudos gritos. Después de aquello no hubo ningún otro ruido hasta que, tan repentinamente que el corazón le dio un vuelco, oyó girar una llave en la cerradura. Fue corriendo hasta un gran montón de cajas de madera y se ocultó detrás. Un negro gordo y bajito que vestía camisa y pantalones marrones y llevaba un delantal blanco muy limpio entró en la habitación. Cerró la puerta a su espalda, se puso la llave en el bolsillo y pasó junto al montón de cajas. Se detuvo ante un rimero de cajas que le llegaba hasta la cintura y se inclinó sobre él, cogiendo una botella medio llena de algún líquido oscuro. Cuando Ras se le acercó por detrás y le pasó un brazo alrededor del cuello el negro acababa de llevarse la botella a los labios. La botella cayó sobre las cajas y, cuando el cuello del hombre se partió con un chasquido, aún seguía derramando el apestoso líquido ambarino. Ras arrastró el cuerpo detrás de las cajas y arrojó la botella sobre él.

  Después se limpió el ungüento de los dedos porque, si iba a manejar el cuchillo, necesitaría sentir la fricción. Tras abrir la puerta con la llave que cogió del bolsillo del muerto cruzó el umbral, volvió a cerrarla por fuera, y se metió la llave en el bolsillo de su camisa. Ante él había diez peldaños tallados en la roca. Los subió y se encontró en un corredor cuyo techo quedaba a tan sólo unos pocos centímetros por encima de su cabeza. El corredor terminaba bruscamente un par de metros a su derecha; tenía que ir a la izquierda. Unos cuantos pasos le llevaron a una puerta que iba desde el techo hasta el suelo, y unos doce pasos más lejos, a su derecha, había otra puerta. Las dos puertas estaban cerradas y su llave no entraba en ninguna de las dos cerraduras. Al final del pasillo, a su derecha, había una escalera de caracol tallada en la piedra y a su izquierda, justo enfrente de la escalera, una gruesa puerta de madera con una ventanilla en ella.

  Ras miró al interior y vio una ventana con tres barrotes de hierro al otro lado. En la pequeña estancia había un atril con una palangana metálica, una jarra y un vaso, así como un recipiente blanco con una tapadera en uno de los rincones del cuarto y una cama de madera con algunas mantas y almohadas. En la cama había una mujer, tendida de lado. Iba vestida con ropas de color marrón similares a las que había llevado Eeva cuando la vio por primera vez. La mujer estaba delgada, su cabellera amarilla se hallaba muy revuelta y su rostro, al menos lo que podía ver de él, parecía flaco y ceñudo. Esta mujer debía ser su jane, la mujer traída aquí contra su voluntad que ahora estaba dejándose morir de hambre. Mientras permanecía junto a la puerta y se preguntaba qué‚ debía hacer con ella—si es que debía hacer algo—oyó, procedente de la escalera de caracol que daba al exterior, el débil y lejano ruido del helicóptero. Aquel ruido le había asustado y emocionado tantas veces, como si fuera el batir de las alas de un demonio... Ahora sabía que sólo anunciaba la llegada de un objeto muerto, una máquina, y una parte del misterio y el terror había desaparecido, aunque no todo. Al oírlo esta vez sintió, más que nada, ansiedad y excitación. Si era el gran helicóptero que transportaba combustible y suministros podía ser utilizado para traer la muerte, la consternación y el pánico a sus enemigos.

  Decidió dejar a la mujer en su cuarto sin decirle nada. En aquel sitio estaría a salvo y le resultaría imposible estorbarle o traicionarle por accidente. Dejó atrás la puerta de la celda y se pegó a la pared justo al lado de la entrada del pasillo situado al final de la escalera. Podía oír a unos hombres que hablaban cerca de la parte superior de la escalera, y otros hombres que gritaban a lo lejos. Después oyó el ruido de metal chocando contra metal. Alguien estaba bajando los peldaños. Ras corrió por el pasillo y se ocultó en la escalera que llevaba al cuarto usado como almacén, pero unos segundos después asomó la cabeza lo suficiente para poder ver con un ojo. Un hombre blanco, bajo y delgado, que vestía ropas marrones, estaba irguiéndose tras haber dejado en el suelo una bandeja con platos y cacharros. Después sacó una llave de la anilla que llevaba en el cinturón y la metió en la cerradura de la puerta de la celda.

  El hombre estaba tan concentrado mirando por la ventanilla de la puerta que no vio a Ras, que caminó silenciosa y casi despreocupadamente por el pasillo hasta situarse a la distancia adecuada para lanzar el cuchillo. Entonces el hombre giró sobre sí mismo y su mano voló hacia su cinturón, pero no llevaba ningún arma encima, y aunque la hubiera llevado no habría conseguido cogerla a tiempo. El cuchillo se clavó en su plexo solar, hundiéndose casi hasta la empuñadura. El hombre retrocedió, tambaleándose, chocó contra la pared y empezó a resbalar por ella. Ras saltó hacia él y le arrastró por el pasillo para esconderlo a los ojos del hombre que estaba en lo alto de la escalera. Aquel hombre tenía un rifle pero en aquel momento estaba mirando hacia el cielo, quizá hacia el helicóptero, y no vio ni a Ras ni al muerto.

  Ras dejó el cadáver y extrajo el cuchillo, limpiándolo en la camisa del muerto. Después oyó cómo el centinela decía algo en un inglés que sólo pudo comprender a medias. El centinela había visto que el hombre de la bandeja no estaba allí y que la puerta seguía sin abrir. Quizá pensó que el hombre estaba dentro de la celda, haciéndole algo a la mujer, o quizá sabía
que no había tenido la vista apartada el tiempo suficiente como para que el hombre de la bandeja abriera la puerta y se metiera dentro. Fuera cual fuese su razón para ello, se alarmó. Los tacones de sus botas resonaron en los peldaños, el centinela apareció bruscamente en el pasillo y empezó a darse la vuelta para mirar hacia el otro extremo.

  Ras volvió a lanzar el cuchillo, y ‚éste se clavó en la garganta del centinela. El hombre cayó hacia atrás, con su rifle repiqueteando movido y tenía un color gris azulado, igual que un cadáver.

  El rugido del exterior se hizo más potente y después empezó a disminuir. Las palas cortaron el aire cada vez más débilmente y acabaron quedándose inmóviles. Ahora Ras podía oír con claridad las voces de los hombres, aunque parecían estar algo lejos. Volvió a examinar su rifle, subió los peldaños y atisbó por la esquina de la entrada. La entrada estaba rodeada por muros y tenía un tejado: Ras supuso que sería para protegerla de la lluvia. A la derecha había una caseta terminada en cúpula. Cuatro cables unidos a la parte central irradiaban de ella para acabar en ganchos metálicos empotrados en la piedra. Yusufu le había contado que servían para impedir que los grandes vendavales arrancaran las cabañas prefabricadas «quonset» de la cima de la columna. Pegadas al borde y colocadas a intervalos irregulares había varios edificios similares. El perímetro de la cima estaba rodeado por un muro que tendría unos ochenta centímetros de alto y estaba hecho con losas de piedra cortadas del pilar y unidas con cemento. Ras pudo ver varios recintos de piedra como aquel en el que se encontraba. Debían ser entradas a otras habitaciones talladas en la roca. En el otro extremo, a unos quinientos metros de distancia, había un gran espacio abierto parcialmente ocupado por un enorme helicóptero con la parte central abultada como un enorme vientre. A su alrededor había mangueras y cañerías, y aparatos que Ras supuso serían bombas de succión. Cuatro hombres estaban conectando unas mangueras al helicóptero, y dentro de él había otros dos que iban dándoles cajas y sacos a dos hombres que estaban junto a la abertura del costado metálico.

  Un objeto minúsculo que relucía al sol era otro helicóptero que se aproximaba.

  Ras examinó la zona tan concienzudamente como le fue posible sin asomar más la cabeza. No vio a nadie que encajara con la descripción de Boygur que le había hecho Yusufu. Los hombres que trabajaban alrededor de la gran máquina o dentro de ella eran blancos o negros, pero estos últimos con el cabello lacio y la nariz aguileña que Yusufu había llamado etíopes. Ante la entrada de una cabaña «quonset» con varios palos y muchos brazos metálicos asomando de su techo, situada a medio camino entre Ras y el otro

  extremo del lugar, había un hombre calvo, no muy alto y de tez clara. Estaba fumando un cigarrillo, pero cuando uno de los hombres que estaban junto al helicóptero le hizo una seña lo tiró al suelo y lo aplastó con el zapato. El hombre empezó a volverse hacia Ras, y éste se ocultó detrás del muro de piedra.

  Ras no tenía forma alguna de saber dónde estaba Boygur o cuántos hombres más había allí y dónde se encontraban. Tendría que actuar y seguir moviéndose como mejor le pareciera en respuesta a las circunstancias.

  Cuando volvió a mirar por la esquina vio a un hombre blanco con el estómago abultado y el rostro enrojecido que salía de un gran edificio cubierto por una cúpula situado a unos treinta metros de distancia. El hombre tenía la cabeza tapada por un sombrero blanco de forma cilíndrica y llevaba un delantal blanco. Probablemente iba a enterarse de qué había hecho retrasarse al primer cocinero.

  Ras le cogió cuando doblaba la esquina, apretándole el cuello con un brazo y arrastrándole por los escalones. Le hizo retroceder hasta la pared y colocó el filo de su cuchillo en su garganta. El hombre se había puesto gris bajo el rosado de su piel; tenía los ojos muy abiertos y estaba temblando.

  —¿Dónde está Boygur?—dijo Ras en inglés.

  El hombre empezó a parlotear en un lenguaje que Ras no reconoció como inglés hasta que no le hizo repetir más lentamente las palabras. Lo que decía continuaba siendo sólo medio inteligible, pero Ras pudo comprender lo suficiente de sus tartamudeos. Boygur se encontraba en el cobertizo de la radio, el edificio delante del que había estado fumando aquel hombre calvo y de tez clara, el operador de la radio.

  —Ras Tyger, ¿cómo has llegado hasta aquí?—jadeó el hombre.

  —Trepando—dijo Ras.

  Hizo girar bruscamente al hombre hasta dejarle con la cara pegada a la pared y le cortó la vena yugular, retrocediendo de un salto para evitar el chorro de sangre. Cualquier duda que hubiera podido tener en cuanto a si los demás hombres eran tan culpables como Boygur se había esfumado. Este hombre conocía su nombre y seguramente también sabía toda la historia de Ras, y también debía haber conocido al asesino de Mariyam.

  Arrastró el cuerpo una corta distancia pasillo abajo, dejándolo con los demás cadáveres, y volvió a lo alto de la escalera. Las mangueras seguían uniendo el gran helicóptero a las bombas y a varios discos de hierro levantados que debían ser las tapas de los tanques de combustible, situados en pozos tallados dentro de la roca. Ahora la tripulación del helicóptero era visible. Había un hombre blanco, alto y con un bigote negro, otro hombre blanco más bajo y con el cabello castaño, y un negro bastante corpulento. Los tres estaban yendo hacia el cobertizo de la radio.

  El otro helicóptero, mucho más pequeño, estaba más próximo, y al parecer iba a pasar por encima del gran helicóptero para aterrizar cerca del cobertizo de la radio.

  Ras comprobó nuevamente su rifle y salió del recinto de piedra.

  Llevando el rifle en una mano, caminó con paso tranquilo hacia el cobertizo. El hombre del bigote negro se paró y volvió la cabeza para decirle algo a los otros, que se encontraban a unos pasos por detrás de él, pero ninguno mostró señales de alarma. Ras siguió caminando hasta encontrarse casi en la puerta del cobertizo. Entonces se detuvo y por un segundo quedó fascinado, sin saber qué hacer. La música que brotaba del cobertizo no se parecía a nada de lo que había oído antes. Procedía de muchos instrumentos desconocidos cuyos sonidos individuales le hacían sentir una extraña emoción, y había en ella una complejidad y una magnificencia que le colmaron de éxtasis. Aquella música hablaba de las inmensas glorias que había en el mundo de más allá del cielo, y le hizo preguntarse qué clase de hombres podían crear una música semejante.

  Un instante después Ras se sacudió y se pasó la mano por la cara igual que si se limpiara una telaraña. El más pequeño de los dos helicópteros estaba aterrizando; su cuerpo transparente revelaba a un piloto y a otro hombre.

  Ras alzó el arma y disparó un chorro de balas. El arma ladró y partículas de piedra y polvo de piedra bailotearon en una línea que acabó alcanzando a los tres hombres que se encontraban cerca del cobertizo. Los tres hombres se habían detenido, con los rostros pálidos y las bocas convertidas en agujeros negros: las balas les hicieron caer hacia un lado y hacia otro, y Ras subió el cañón del rifle y paseó el chorro de proyectiles por el cuerpo transparente del más pequeño de los dos helicópteros. Mientras los tres hombres morían el piloto había hecho despegar la máquina y el otro hombre ya se encontraba detrás de los dos cañones de la ametralladora, haciéndola girar hacia Ras. Pero el piloto se sacudió bajo el impacto de las balas y el helicóptero empezó a caer de lado. Golpeó el borde del pilar, arrancó algunas de las losas que coronaban el muro, dio la vuelta sobre sí mismo y desapareció.

  Ras siguió disparando con la esperanza de que el rifle no se encasquillara, cosa que Eeva le había advertido que era posible que ocurriera. Los hombres que se ocupaban de la maquinaria que rodeaba al gran helicóptero y los cuatro hombres que lo estaban descargando se habían agazapado igual que si el asombro les hubiera caído encima como una gran mano. Algunos se habían arrojado de bruces sobre las piedras. Uno de ellos cayó cuando las balas le atraparon a mitad de su carrera.

  Ras disparó hacia las mangueras que transportaban el combustible y después empezó a dispararle al helicóptero, intentando colocar las balas (de cada diez una era incendiaria) cerca de los siti
os donde las mangueras quedaban conectadas al cuerpo del aparato. De repente, flechas de llama brotaron del helicóptero, haciéndose cada vez mayores y uniéndose entre ellas hasta convertirse en una sola que creció y empezó a correr hacia él. El humo se acumulaba igual que si saliera de una boca gigantesca. El vendaval era como el golpe de una cola de cocodrilo azotando su cuerpo. Ras se vio lanzado contra el costado del cobertizo de la radio con tal violencia que dejó caer su rifle y por un instante no supo quién era, dónde estaba o qué sucedía.

  El calor y el humo cayeron sobre él. Tosió. Estaba ciego y sordo, pero sus sentidos no tardaron en regresar y, aunque seguía sin ser capaz de ver nada, empezó a oír el rugido del combustible ardiendo. Rodó sobre sí mismo para ver algo por debajo del humo, pero no consiguió distinguir nada. Un instante después una caprichosa ráfaga de viento hizo que una de las nubes se apartara por un segundo, y Ras vio un cuerpo calcinado. El humo volvió a cubrirlo. Una puerta resonó con un golpe seco. Ras vio cómo unos zapatos aparecían por entre el humo, bajando hasta tocar la piedra, y cómo volvían a desaparecer en la humareda. El propietario de los zapatos estaba tosiendo. Los zapatos pasaron corriendo a unos pocos metros de él. Los tobillos pertenecían a un hombre blanco más bien flaco. El hombre volvió a toser y se esfumó.

  Otro par de pies apareció, desapareció, volvió a aparecer, y se marchó en la misma dirección que el primer par. Ras logró encontrar su rifle, le puso un cargador nuevo y se arrastró en la dirección tomada por aquellos pies. Tropezó con el recinto del que había salido. Se tendió en el suelo, luchó por dominar su tos y aguzó el oído. No consiguió oír nada. Los dos hombres podían estar esperándole, y también era posible que hubieran buscado refugio en algún otro sitio. También podían haber corrido hacia el almacén para bajar la cuerda de la ventana utilizando la máquina y descender hasta la superficie del lago. Y también era posible que ninguno de los dos le hubiera visto, Quizá creyeran que la explosión había sido un accidente. No, era imposible que creyeran eso, porque aunque no le hubieran visto habían oído el rifle. El helicóptero más pequeño había hecho bastante ruido al bajar, pero Ras estaba seguro de que el ruido no había sido suficiente para ahogar el sonido del rifle.

 

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