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The Poems of Octavio Paz

Page 5

by Octavio Paz


  en mi vida su muerte se prolonga:

  soy el error final de sus errores.

  Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.

  El pensamiento disipado, el acto

  disipado, los nombres esparcidos

  (lagunas, zonas nulas, hoyos

  que escarba terca la memoria),

  la dispersión de los encuentros,

  el yo, su guiño abstracto, compartido

  siempre por otro (el mismo) yo, las iras,

  el deseo y sus máscaras, la víbora

  enterrada, las lentas erosiones,

  la espera, el miedo, el acto

  y su reverso: en mí se obstinan,

  piden comer el pan, la fruta, el cuerpo,

  beber el agua que les fue negada.

  Pero no hay agua ya, todo está seco,

  no sabe el pan, la fruta amarga,

  amor domesticado, masticado,

  en jaulas de barrotes invisibles

  mono onanista y perra amaestrada,

  lo que devoras te devora,

  tu víctima también es tu verdugo.

  Montón de días muertos, arrugados

  periódicos, y noches descorchadas

  y en el amanecer de párpados hinchados

  el gesto con que deshacemos

  el nudo corredizo, la corbata,

  y ya apagan las luces en la calle

  —saluda al sol, araña, no seas rencorosa—

  y más muertos que vivos entramos en la cama.

  Es un desierto circular el mundo,

  el cielo está cerrado y el infierno vacío.

  Agua nocturna

  La noche de ojos de caballo que tiemblan en la noche,

  la noche de ojos de agua en el campo dormido,

  está en tus ojos de caballo que tiembla,

  está en tus ojos de agua secreta.

  Ojos de agua de sombra,

  ojos de agua de pozo,

  ojos de agua de sueño.

  El silencio y la soledad,

  como dos pequeños animales a quienes guía la luna,

  beben en esos ojos,

  beben en esas aguas.

  Si abres los ojos,

  se abre la noche de puertas de musgo,

  se abre el reino secreto del agua

  que mana del centro de la noche.

  Y si los cierras,

  un río, una corriente dulce y silenciosa,

  te inunda por dentro, avanza, te hace obscura:

  la noche moja riberas en tu alma.

  Más allá del amor

  Todo nos amenaza:

  el tiempo, que en vivientes fragmentos divide

  al que fui del que seré,

  como el machete a la culebra;

  la conciencia, la transparencia traspasada,

  la mirada ciega de mirarse mirar;

  las palabras, guantes grises, polvo mental sobre la yerba, el agua, la piel;

  nuestros nombres, que entre tú y yo se levantan,

  murallas de vacío que ninguna trompeta derrumba.

  Ni el sueño y su pueblo de imágenes rotas,

  ni el delirio y su espuma profética,

  ni el amor con sus dientes y uñas nos bastan.

  Más allá de nosotros,

  en las fronteras del ser y el estar,

  una vida más vida nos reclama.

  Afuera la noche respira, se extiende,

  llena de grandes hojas calientes,

  de espejos que combaten:

  frutos, garras, ojos, follajes,

  espaldas que relucen,

  cuerpos que se abren paso entre otros cuerpos.

  Tiéndete aquí a la orilla de tanta espuma,

  de tanta vida que se ignora y entrega:

  tú también perteneces a la noche.

  Extiéndete, blancura que respira,

  late, oh estrella repartida,

  copa,

  pan que inclinas la balanza del lado de la aurora,

  pausa de sangre entre este tiempo y otro sin medida.

  Virgen

  I

  Ella cierra los ojos y en su adentro

  está desnuda y niña al pie del árbol.

  Reposan a su sombra el tigre, el toro.

  Tres corderos de bruma le da al tigre,

  tres palomas al toro, sangre y plumas.

  Ni plegarias de humo quiere el tigre

  ni palomas el toro: a ti te quieren.

  Y vuelan las palomas, vuela el toro,

  y ella también, desnuda vía láctea,

  vuela en un cielo visceral, obscuro.

  Un maligno puñal ojos de gato

  y amarillentas alas de petate

  la sigue entre los aires. Y ella lucha

  y vence a la serpiente, vence al águila,

  y sobre el cuerno de la luna asciende.

  II

  Por los espacios gira la doncella.

  Nubes errantes, torbellinos, aire.

  El cielo es una boca que bosteza,

  boca de tiburón en donde ríen,

  afilados relámpagos, los astros.

  Vestida de azucena ella se acerca

  y le arranca los dientes al dormido.

  Al aire sin edades los arroja:

  islas que parpadean cayeron las estrellas,

  cayó al mantel la sal desparramada,

  lluvia de plumas fue la garza herida,

  se quebró la guitarra y el espejo

  también, como la luna, cayó en trizas.

  Y la estatua cayó. Viriles miembros

  se retorcieron en el polvo, vivos.

  III

  Rocas y mar. El sol envejecido

  quema las piedras que la mar amarga.

  Cielo de piedra, mar de piedra. Nadie.

  Arrodillada cava las arenas,

  cava la piedra con las uñas rotas.

  ¿A qué desenterrar del polvo estatuas?

  La boca de los muertos está muerta.

  Sobre la alfombra junta las figuras

  de su rompecabezas infinito.

  Y siempre falta una, sólo una,

  y nadie sabe dónde está, secreta.

  En la sala platican las visitas.

  El viento gime en el jardín en sombras.

  Está enterrada al pie del árbol. ¿Quién?

  La llave, la palabra, la sortija . . .

  Pero es muy tarde ya, todos se han ido,

  su madre sola al pie de la escalera

  es una llama que se desvanece

  y crece la marea de lo obscuro

  y borra los peldaños uno a uno

  y se aleja el jardín y ella se aleja

  en la noche embarcada . . .

  IV

  Al pie del árbol otra vez. No hay nada:

  latas, botellas rotas, un cuchillo,

  los restos de un domingo ya oxidado.

  Muge el toro sansón, herido y solo

  por los sinfines de la noche en ruinas

  y por los prados amarillos rondan

  el león calvo, el tigre despintado.

  Ella se aleja del jardín desierto

  y por calles lluviosas llega a casa.

  Llama, mas nadie le contesta; avanza

  y no hay nadie detrás de cada puerta

  y va de nadie a puerta hasta que llega

  a la última puerta, la tapiada,

  la que el padre cerraba cada noche.

  Busca la llave pero se ha perdido,

  la golpea, la araña, la golpea,

  durante siglos la golpea

  y la puerta es más alta a cada siglo

  y más cerrada y puerta a cada golpe.

 
Ella ya no la alcanza y sólo aguarda

  sentada en su sillita que alguien abra:

  Señor, abre las puertas de tu nube,

  abre tus cicatrices mal cerradas,

  llueve sobre mis senos arrugados,

  llueve sobre los huesos y las piedras,

  que tu semilla rompa la corteza,

  la costra de mi sangre endurecida.

  Devuélveme a la noche del Principio,

  de tu costado desprendida sea

  planeta opaco que tu luz enciende.

  El prisionero

  (D.A.F. de Sade)

  à fin que . . . les traces de ma tombe disparaissent de dessus la surface de la terre comme je me flatte que ma mémoire s’effacera de l’esprit des hommes . . .

  Testamento de Sade

  No te has desvanecido.

  Las letras de tu nombre son todavía una cicatriz que no se cierra,

  un tatuaje de infamia sobre ciertas frentes.

  Cometa de pesada cola fosfórea: razones-obsesiones,

  atraviesas el siglo diecinueve con una granada de verdad en la mano

  y estallas al llegar a nuestra época.

  Máscara que sonríe bajo un antifaz rosa,

  hecho de párpados de ajusticiado,

  verdad partida en mil pedazos de fuego,

  ¿qué quieren decir todos esos fragmentos gigantescos,

  esa manada de icebergs que zarpan de tu pluma y en alta mar enfilan hacia costas sin nombre,

  esos delicados instrumentos de cirugía para extirpar el chancro de Dios,

  esos aullidos que interrumpen tus majestuosos razonamientos de elefante,

  esas repeticiones atroces de relojería descompuesta,

  toda esa oxidada herramienta de tortura?

  El erudito y el poeta,

  el sabio, el literato, el enamorado,

  el maníaco y el que sueña en la abolición de nuestra siniestra realidad,

  disputan como perros sobre los restos de tu obra.

  Tú, que estabas contra todos,

  eres ahora un nombre, un jefe, una bandera.

  Inclinado sobre la vida como Saturno sobre sus hijos,

  recorres con fija mirada amorosa

  los surcos calcinados que dejan el semen, la sangre y la lava.

  Los cuerpos, frente a frente como astros feroces,

  están hechos de la misma substancia de los soles.

  Lo que llamamos amor o muerte, libertad o destino,

  ¿no se llama catástrofe, no se llama hecatombe?

  ¿Dónde están las fronteras entre espasmo y terremoto,

  entre erupción y cohabitación?

  Prisionero en tu castillo de cristal de roca

  cruzas galerías, cámaras, mazmorras,

  vastos patios donde la vid se enrosca a columnas solares,

  graciosos cementerios donde danzan los chopos inmóviles.

  Muros, objetos, cuerpos te repiten.

  ¡Todo es espejo!

  Tu imagen te persigue.

  El hombre está habitado por silencio y vacío.

  ¿Cómo saciar su hambre,

  cómo poblar su vacío?

  ¿Cómo escapar a mi imagen?

  En el otro me niego, me afirmo, me repito,

  sólo su sangre da fe de mi existencia.

  Justina sólo vive por Julieta,

  las víctimas engendran los verdugos.

  El cuerpo que hoy sacrificamos

  ¿no es el Dios que mañana sacrifica?

  La imaginación es la espuela del deseo,

  su reino es inagotable e infinito como el fastidio,

  su reverso y gemelo.

  Muerte o placer, inundación o vómito,

  otoño parecido al caer de los días,

  volcán o sexo,

  soplo, verano que incendia las cosechas,

  astros o colmillos,

  petrificada cabellera del espanto,

  espuma roja del deseo, matanza en alta mar,

  rocas azules del delirio,

  formas, imágenes, burbujas, hambre de ser,

  eternidades momentáneas,

  desmesuras: tu medida de hombre.

  Atrévete:

  sé el arco y la flecha, la cuerda y el ay.

  El sueño es explosivo. Estalla. Vuelve a ser sol.

  En tu castillo de diamante tu imagen se destroza y se rehace,

  infatigable.

  Paris, 1947

  from

  ¿Águila o sol?

  * * * *

  Eagle or Sun?

  [1949–1950]

  from The Poet’s Work

  III

  Everyone had left the house. Around eleven I noticed that I had smoked my last cigarette. Not wanting to go out in the wind and cold, I searched everywhere for a pack, with no luck. There was nothing to do but put on my overcoat and go downstairs (I live on the fifth floor). The street, a beautiful street with tall buildings of gray stone and two rows of bare chestnut trees, was deserted. I walked about three hundred yards against the freezing wind and yellowish fog only to find the shop closed. I turned toward a nearby café where I was sure to find a little warmth, some music and, above all, cigarettes, the object of my search. I walked two more blocks, shivering, when suddenly I felt—no, I didn’t feel it: it suddenly went by: the Word. The unexpectedness of the encounter paralyzed me for a second, long enough to give it time to go back into the night. Recovering, I reached out and grabbed it by the tips of its floating hair. I pulled desperately at those threads that stretched toward the infinite, telegraph wires that inevitably recede in a glimpsed landscape, a note that rises, tapers off, stretches out, stretches out . . . I was alone in the middle of the street, with a red feather in my cold blue hands.

  IV

  Lying in bed, I crave the brute sleep, the mummy’s sleep. I close my eyes and try not to hear that tapping in some corner of the room. “Silence is full of sounds,” I tell myself, “and what you hear, you don’t really hear. You hear the silence.” And the tapping continues, louder each time: it is the sound of horses’ hooves galloping on a field of stone; it is an ax that cannot fell a giant tree; a printing press printing a single immense verse made up of nothing but one syllable that rhymes with the beat of my heart; it is my heart that pounds the rocks and covers them with a ragged coat of foam; it is the sea, the undertow of the chained sea that falls and rises, that rises and falls, that falls and rises; it is the great shovelfuls of silence falling in the silence.

  VII

  I write on the twilit table, my pen pushing heavily on its chest that is almost living, that moans and remembers the forest of its birth. Great wings of black ink unfold. The lamp explodes and covers my words with a cape of broken glass. A sharp sliver of light cuts off my right hand. I keep writing with this stump that oozes shadows. Night enters the room, the opposite wall puckers its thick stone lips, great blocks of air come between my pen and the paper. A simple monosyllable would be enough to make the world leap. But tonight there’s no room for a single word more.

  XI

  It hovers, creeps in, comes close, withdraws, turns on tiptoe and, if I reach out my hand, disappears: a Word. I can only make out its proud crest: Cri. Cricket, Cripple, Crime, Crimea, Critic, Crisis, Criterion? A canoe sets out from my forehead carrying a man armed with a spear. The light, fragile boat nimbly cuts the black waves, the swells of black blood in my temples. It moves off further inward. The hunter-fisherman studies the gloomy, cloudy mass of the horizon, full of threats; he sinks his keen eyes into the angry foam, he perks his head and listens, he sniffs. At times a bright flash crosses the darkness, a green and scaly flutter. It is Cri, who leaps for a second into the air, breathes, and submerges again in the depths. The hunter blows the horn he carries strapped to his chest, but its mournful bellow
is lost in the wilderness of water. There is no one on the great salt lake. And the rocky shore is far off, far off the faint lights from the huts of his companions. From time to time Cri reappears, shows his fateful fin, and sinks again. The oarsman, fascinated, follows him inward, each time further inward.

  XII

  After chopping off all the arms that reached out to me; after boarding up all the windows and doors; after filling all the ditches with poisoned water; after building my house on the rock of a No inaccessible to flattery and fear; after cutting out my tongue and eating it; after hurling handfuls of silence and monosyllables of scorn at my loves; after forgetting my name and the name of my birthplace and the name of my race; after judging and sentencing myself to perpetual waiting and perpetual loneliness, I heard against the stones of my dungeon of syllogisms the humid, tender, insistent onset of spring.

  XIV

  With great difficulty, advancing by inches every year, I carve a road out of the rock. For millennia my teeth have worn down and my nails broken to get there, to the other side, to the light and the open air. And now that my hands bleed and my teeth tremble, wobbly, in a cavity cracked by thirst and dust, I pause and contemplate my work: I have spent the second part of my life breaking the stones, drilling through the walls, smashing the doors, and removing the obstacles I placed between the light and myself in the first part of my life.

  A Walk at Night

  The night draws from its body one hour after another. Each different, each solemn. Grapes, figs, sweet drops of quiet blackness. Fountains: bodies. Among the stones in the ruined garden, the wind plays the piano. The lighthouse stretches its neck, turns, goes out, cries out. Crystals a thought dims, softness, invitations: the night, immense and shining leaf plucked from the invisible tree that grows at the center of the world.

  Around the corner, the Apparitions: the girl who turns into a pile of withered leaves if you touch her; the stranger who pulls off his mask and is faceless, staring at you fixedly; the ballerina who spins on the point of a scream; the who’s there?, the who are you?, the where am I?; the girl who moves like a murmur of birds; the great tower destroyed by an inconclusive thought, open to the sky like a poem split in two . . . No, none of these is the one you wait for, the sleeper who waits for you in the folds of her dream.

 

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