Book Read Free

Dancing with the Devil and Other Stories from Beyond / Bailando con el diablo y otros cuentos del más allá

Page 7

by René Saldaña, Jr.


  And now I wished I’d taken my peek at the ice chest when I’d had the chance because it was most certainly his hand in there, but I’d loved to have seen a severed hand in person. I’d only heard such stories from my uncle Xavier from Rio Grande City in deep south Texas. But those were just stories to explain away why Texas Rangers were not so popular with Mexican Americans down there. An alleged bandido’s supposed to have been wrongly lynched by Rangers, and, as a souvenir, one Ranger cut the bandit’s hand off. The hand is supposed to have come to life on its own, in spite of its owner being six feet deep in the ground by then, but the hand’s purpose was to exact revenge on those who’d, in essence, murdered its owner. This would be the point in the story where Tío Xavier would get real quiet, then scream, “Boo!”

  Way up here in Lubbock, in west Texas, these were just that, little stories, or cuentitos as Tío Xavi called them. La Llorona, El Chupacabras, the cucuys, the Big Bird. La Mano Pachona or the severed hand. Boo! And here I’d missed my chance to see a hand for reals to describe it to Tío Xavier. Oh well. Next time.

  I looked at my watch and mentally kicked myself for passing up such an awesome opportunity. My watch read four o’clock now. The last hour had gone by quickly. If nothing else, I was glad for the distraction of Ronnie and his severed hand. I actually fell asleep thinking how I’d tell it to Tío Xavier next time I talked to him on the phone. I’d make it all scary and mysterious, like he did when he told stories around the campfires when we visited him on his ranch down south. Last thing I remembered thinking was that maybe Ronnie’s great grandpa had been a Texas Ranger and taken part in that lynching. Even if he wasn’t, that’s how I would tell it. Man, Tío Xavier was going to love this one.

  Then I was out. I dreamt some very vivid and scary stuff. Ronnie’s hand had indeed come back to life. It had gone after the doctor first, throttling him to death because of how long it was taking him to see patients. Then the hand went after the nurse, and then anyone else in the entire hospital who was PERSONAL. Finally, it came for the receptionist. For some reason the hand thought it was she who’d made that unforgivable spelling error. Death by strangulation. I remember thinking in my dream that having to write a misspelled word a hundred times over was a way better punishment than this. I’d never again complain to my teacher. In my dream I was sleeping in the waiting room, except that I was zonked out on my dad’s La-Z-Boy recliner, the Dallas Cowboys losing to the Pittsburgh Steelers on the TV. A real nightmare, right?

  At the same time that I was asleep, I was also awake, the way it happens in dreams. Now I could see Ronnie’s hand, about six feet tall, coming from behind the desk, waddling in my direction. My waking self couldn’t do anything to rouse my sleeping self, and my waking self was beginning to panic because my sleeping self was going to get all choked up, and my waking self laughed at his own pun. It was a loud, nervous laugh, another way of trying to wake my sleeping self. Ronnie’s severed hand, now back to normal size, was crawling across the floor, leaving behind him a trail of mustard. And that made perfect sense in my dream. Next, Ronnie’s hand had jumped up on my sleeping self’s lap and was gripping its way up my chest toward my throat. It then got hold of me tight, and I couldn’t breathe. But that was enough to wake up both my sleeping self and the real me asleep in the uncomfortable ER chair.

  I struggled for a breath and opened my eyes, and there was Mom in my face, trying to calm me. She had me by the shoulder with one hand, and with the other she was rubbing at my cheek.

  When I shook off the nightmare and the breathlessness that came with it, I wondered how Lucy was doing. “She’s fine,” Mom said. “Look for yourself.” Sure enough, my baby sister was up and about, full of life and energy, running up to the sliding doors, watching them open, then close, then making them open again. I looked at my watch and it was six in the morning.

  On my way out the doors, I took a look back, but the door for PERSONAL ONLY was closed shut. I had no clue about Ronnie and how he was doing. If they’d been able to save the hand and sew it back on, I would never know.

  In the car, I leaned the passenger’s seat back a bit to maybe catch some sleep on our way home. It’d be a long day at school. Yup, Mom was going to insist on my not skipping school. Not even a bad night’s sleep in an emergency room would get her to think otherwise. I was nodding off, thinking over the night’s goings-on and how I would tell it to Tío Xavier. He was going to absolutely love my story. He’d be so proud that I’d be following in his storytelling footsteps.

  At the next red light, I felt something wet on my neck. I gently rubbed the spot, and when I took a look at my fingertips, they were smudged with mustard.

  All of a sudden, I was wide awake and scared to look in the rearview mirror, just in case.

  Para mi esposa, Tina, y para nuestros pequeños cucuys, Lukas, Mikah y Jakob

  Para Nicolás Kanellos, Gabriela Baeza Ventura, Marina Tristán, Carmen Peña-Abrego, Ashley Hess y Lalis Mendoza, y resto del equipo de Arte Público Press, todos y cada uno crean lectores, cucuys de primer nivel.

  La Llorona canta una canción alegre

  Sin aliento, y con el cabello pegado a la frente por el sudor, Lauro y yo nos agachamos y nos recargamos en la pared del cobertizo que daba al callejón como a tres millas de donde habíamos corrido para salvar nuestras vidas. Lauro jadeó y se sobó el pecho, tragó aire y luego suspiró —¿Estás bien, Miguel?

  —Sí —dije, también batallaba para respirar—. Estoy bien, ¿y tú?

  Asintió desganado.

  Estábamos sentados hombro con hombro, no sabía quien de los dos estaba temblando, tal vez ambos. No era una noche fría, ni siquiera estaba fresco, pero los dientes me castañeteaban. Entre el dolor que sentía en mis dientes dije —¿Qué fue eso? ¿Una bruja?

  —Esa no era una bruja cualquiera, Miguel. Era la Llorona en carne y hueso. Lo mejor que podemos hacer por ahora es mantener los ojos abiertos y la boca cerrada. —Se llevó un dedo a la boca y exhaló un “shhh”.

  Dejé que mi mandíbula se relajara para que mis dientes no nos delataran. Sin embargo, escuchaba el latido de mi corazón palpitar fuertemente en mis oídos. Digo, no creía en esos cuentos tontos cuando estaba pequeño y no iba a empezar a hacerlo ahora, pero había algo en la ferocidad de los ojos de esa mujer, su cabello moviéndose como víboras, y ese llanto que sentíamos en nuestros cuellos, casi como un ruido del viento. Un viento furioso y triste. Tenía miedo.

  Anoche mi padre vino a nuestro cuarto, de Joselito y mío. Mi hermanito estaba bien dormido, yo pretendí que también lo estaba. Joselito estaba roncando ligeramente, sentía su aliento en mi espalda. Papá no intentó despertarnos. Se sentó al pie de la cama, dándonos la espalda. A pesar de la oscuridad me di cuenta de que estaba llorando, sus hombros subían y bajaban, subían y bajaban. Creo que se quedó sentado allí casi una hora, después alguien tocó suavemente a la puerta, supuse que fue Mamá, y Papá se levantó, se acercó sigilosamente hacia nosotros. Me pasó su mano tibia y húmeda por el pelo y después hizo lo mismo con Joselito, se metió la mano en el bolsillo y lo que sacó lo puso suavemente en el buró. Susurró —Adiós, mis hijos —y se fue. No dormí el resto de la noche. No lo sabía entonces, pero no volvería a ver a Papá.

  Lauro y yo habíamos dejado de jadear por aire, pero yo no había dejado de temblar. Especialmente cuando de algún lugar más allá de las sombras de los árboles se escuchaban crujidos y quejas. Lo miré a él, él me miró a mí y, en la oscuridad, los dos buscamos a la mujer que nos había perseguido desde el río.

  Habíamos estado allí más temprano con una cajetilla de cigarros que Lauro había tomado “prestada” de su hermano mayor. Ninguno de los dos nos habíamos atrevido a fumar antes, y esa tarde habíamos decidido que nos meteríamos de lleno en la madurez. Como todos los muchachos valientes. Después de la escuela, el autobús siempre nos recogía enfrente de la escuela secundaria y después se iba a la preparatoria.

  Llegábamos al gimnasio de la prepa por atrás, y allí se encontraban todos los
muchachos cool que conocíamos. Estaban en grupos pequeños y todos fumaban. Veían que los autobuses se acercaban pero no dejaban de fumar. Simplemente parecían apurarse tomando fumadas más profundas. Para cuando los buses llegaban al frente del gimnasio, cada uno de los estudiantes que había estado fumando ya estaba esperando a su autobús. La única seña de que habían estado fumando era la estela de olor que dejaban al caminar por el pasillo hacia sus asientos en la parte trasera del autobús. Siempre se sentaban encorvados y se ponían a hablar de las muchachas.

  Todos eran súper cool, y Lauro y yo queríamos ser como ellos. Por eso Lauro se había robado la cajetilla de cigarros del bolsillo del saco de su hermano. Saqué una cajita de cerillos del gabinete encima del microondas y nos fuimos a los mezquites que bordeaban la orilla del río en las afueras del pueblo. Allí trepamos a uno de los árboles más altos y encendimos un cigarro. Nadie nos podía ver. Compartimos el primer cigarro y por poco me ahogo con el humo. Lauro se rió, pero paró cuando chupó el palito de cáncer —no miento, así los llamaba la señora del súper— y casi se cae del árbol de tanto toser, por poco y se le sale un pulmón. Cuando ya quedaba la colilla del cigarro, Lauro la destrozó contra el árbol. Después cada uno tomó un cigarro y lo encendió. Yo no era un tonto —esta vez no tragué el humo. Lo detuve en mi boca e inflé el pecho para fingir que estaba fumando. No iba a dejar que Lauro viera que era un miedoso. Dejaría de ser cool y seguro que todo el mundo lo sabría. Lauro escondió el resto de los cigarros en una grieta en el árbol para la próxima vez, y luego saltamos al agua fresca para “limpiarnos de la pestilencia” dijo Lauro. Nuestros padres jamás serían tan listos como nosotros.

  Cuando salimos del agua fue cuando escuchamos sus pasos. Miré hacia arriba, y nos estaba llamando. —Hijos —dijo —Acérquense. Aquí tengo algo para ustedes.

  A la mañana siguiente, moví a Joselito para despertarlo, mi hermano podía dormir todo el día si lo dejábamos. Además, ya se estaba haciendo tarde, normalmente a esta hora ya estábamos despiertos y listos para trabajar en la granja. Pero Mamá no había venido a las cinco como solía hacerlo todas las mañanas excepto los domingos. Cuando nos vestimos y entramos a la cocina, estaba sentada en la mesa, tenía el cabello alborotado, la cara, las manos y los brazos sucios y los ojos rojos como si no hubiera dormido en toda la noche, como si hubiera estado llorando. Le pregunté —¿Dónde está Papá?

  En ese momento se dio vuelta y me miró con la mirada más maléfica que he visto. Se había enojado conmigo antes, sabía por su expresión en cada una de esas ocasiones que estaba molesta ya sea porque no había hecho alguna tarea u otra cuando se me pidió. Pero la mirada de ira de esta mañana estaba cargada de veneno, como si yo me hubiera atrevido a darle una cachetada y ahora me la estaba cobrando.

  Pero no se levantó ni me golpeó, no me gritoneó que era una especie de bruto por hacer una pregunta tan estúpida y tonta. En vez de eso, cambió la mirada maléfica por una sonrisa, pero los labios estirados y los dientes descubiertos me provocaron más miedo. Nos hizo una mueca a mí y a Joselito para que nos acercáramos —Hijos —dijo— acérquense. Tengo malas noticias sobre su papá. —Los ojos de Joselito se entristecieron y corrió hacia ella, saltó a sus brazos abiertos, y dijo —¿Qué pasa, Mamá? ¿Dónde está Papá? —Yo me quedé donde estaba, plantado como un árbol, y podía oler la tierra fresca en Mamá.

  La mujer parecía flotar en nuestra dirección. Era raro porque había todo tipo de maleza seca donde habíamos estado parados cuando nos llamó, y ella no se había roto el vestido. Y se estaba acercando muy rápido. Nos levantamos y corrimos lo más fuerte que pudimos. No teníamos que mirar atrás. Sabíamos que estaba allí. Justo a nuestras espaldas. Su aliento frío en nuestros cuellos, su gemido bajito nos gritaba al oído —¡Mis hijos! ¡Ay, mis hijos! —Sabía que estaba a punto de atraparme del pelo con sus fríos dedos. Agaché la cabeza y moví los brazos con rapidez. —Más rápido —le grité a Lauro—. Más rápido.

  Mamá nos mandó a Joselito y a mí al granero, dijo que ya le había dado de comer a los animales y que había ordeñado las vacas. Me dijo que no teníamos que preocuparnos, pero no debíamos salir de allí. Intenté preguntarle qué pasaba, me sonrió como lo había hecho antes y dijo —No te preocupes, mijo. —Le insistí, y me dio una cachetada, me dijo que era un ingrato, un niño tonto y que no tenía que meterme en donde no debía.

  Joselito lloriqueó y le dije que se callara. Tenía que pensar, le dije, tratar de entender lo que estaba pasando. Subí al granero y dejé a Joselito abajo limpiándose los mocos en la manga de la camiseta. Me asomé por la grieta en la puerta del segundo piso. Desde allí vi que Mamá salió apresuradamente para un lado de la casa y desapareció entre los manzanos. No pude ver más, así es que bajé a donde Joselito se había recostado y quedado dormido intranquilo. Me senté a su lado y le pasé la mano sobre el cabello como Papá lo había hecho la noche anterior.

  Sin detenernos, y batallando para respirar, Lauro me tomó por el brazo y me tiró hacia una de las casas en las afueras de la ciudad. No conocía bien esta parte, excepto que era la zona donde vivían todos los malhechores: narcotraficantes, drogadictos, mujeres que mi madre llamaba “callejeras” y que el sacerdote decía eran “mujeres de mala reputación”. Cuando aparecía un reporte en las noticias sobre una balacera, podías estar seguro que había pasado en alguna de esas calles, en un bar o en un motel de mala pinta.

  —Toma —Lauro le fumó al cigarro—. Agáchate.

  Lo hice y traté de respirar. Momentos después, Lauro dijo que La Llorona nos estaba persiguiendo, que me quedara tranquilo y que me callara.

  Pasaron unos minutos, y no había señas de la mujer, la bruja que había ahogado a sus dos hijos sin ninguna razón. Había sido condenada por Dios a buscar a sus dos hijos a quienes negaba haber ahogado sino que estos se habían marchado con su padre traidor. —Todos están podridos —dijo.

  Cuando estaba creciendo y oía que el viento soplaba tan fuerte que parecía llorar por el río, nuestros papás trataban de asustarnos diciéndonos que si no obedecíamos, nos sacarían a la oscuridad y La Llorona seguro nos llevaría. Muy pronto descubrimos que era tan real como Santa y el Conejo de la Pascua. Puras mentiras.

  Pero esta noche, después de ver las llamas en sus ojos, su cabello azotando, bueno, basta decir que si sobrevivimos para mañana, sí creeré en ellos.

  Por la tarde, Mamá vino por Joselito y por mí al granero. Dijo que ya se había encargado de lo que tenía que hacer y que podíamos regresar a casa. —La cena —dijo— está servida. —Se había bañado y cambiado de ropa, pero el olor a tierra estaba impregnado en ella. Se llevó a Joselito de la mano hacia la casa, estaba tarareando una melodía de mi infancia. Joselito me volteó a ver, estaba sonriendo, aparentemente se había olvidado del miedo que había sentido cuando Mamá me dio la cachetada. Pero yo no, aún sentía el ardor de la cachetada en la mejilla.

  Comimos en silencio, Mamá tarareó durante toda la cena. Para cuando terminamos, el sol se había puesto y Mamá había empezado a lavar los trastes. Nos dijo que podíamos regresar a nuestras habitaciones y ponernos nuestra mejor ropa. —Iremos a un lugar donde querrán verse bien —dijo—. ¿Adónde vamos? —pregunté—. Lo sabrán cuando lleguemos —respondió—. Apúrense y háganme caso.

  Cuando terminamos, recordé que Papá había sacado algo de su bolsillo la noche anterior y lo había puesto en el buró. Eran dos monedas de diez pesos, una para mí y otra para Joselito. Le dije a mi hermanito que Papá nos las había dejado, y sonrió al pensar en todo lo que podría comprar con ese dinero.

  Me metí la moneda en el bolsillo. Mamá nos llamó a la cocina, donde sirvió dos vasos de leche. —Tómense esto antes de irnos —dijo—. Es leche fresca. —Yo tenía sed y me la tomé de un trago. A Joselito le encantaba la leche más que cualquier cosa, así es que se la tomó a sorbitos, saboreando cada trago. —¡Apúrate! —ordenó Mamá. Joselito estaba a punto de llorar, pero hizo lo que le dijeron. —Ya es hora —dijo Mamá.

  Salimos a la oscuridad por la puerta de atrás, Mamá nos t
omó a los dos de la mano y caminó por delante. En la mitad del huerto de manzanas, me tropecé con algo y me caí de cara en un montículo de tierra fresca, olía igual como Mamá había olido todo el día. Cuando me senté vi que me había tropezado con el mango de la pala. Mamá me levantó del cuello y nos jaló hacia el río.

  La cabeza me estaba dando vueltas y de repente vi que Mamá estaba cargando a Joselito en un brazo. —No te me duermas tú también —me dijo, y sentí sus dedos fríos como el hielo en la muñeca—. Siempre te ensucias —me dijo—. Igual que tu padre. Sucio hasta la cuenca. Nunca apreció lo que hice por él. Se merece lo que le pasó. —Estaba sollozando, tenía el corazón partido. Estaba segura que el único hombre a quien ella había amado la había traicionado; que la había dejado por otra.

  La cabeza me daba vueltas, no tenía idea de lo que estaba diciendo Mamá, y ella estaba caminando más rápido. Estaba tan confundido que no me di cuenta en qué momento dejamos el camino y empezamos a caminar en las aguas caudalosas del río, luego el agua me llegó a la barbilla y Joselito estaba flotando de espalda, con los ojos cerrados porque estaba dormido. Mamá me hizo abrazar a Joselito por atrás, después nos ató un lazo alrededor del cuerpo y nos dio un beso en la cabeza a cada uno, respiró profundo y nos zambulló en el agua.

  Yo no había respirado suficiente, así es que mis pulmones ardieron inmediatamente, pero tenía demasiado sueño como para sacar la cabeza por encima del agua. Joselito no se había despertado, parecía un ángel durmiente. No se me ocurrió que era raro que a media noche, en medio de este río turbio aún pudiera distinguir la cara de mi hermanito. Pero lo podía hacer. Yo tenía que respirar, pero Joselito estaba tan pesado que tuve que usar hasta el último céntimo de energía para darle un beso en la mejilla y abrazarlo aún más fuerte. Después fue demasiado oscuro para respirar. Lo último que sentí fue el frío de la moneda en el bolsillo rozando mi pierna a través del pantalón.

 

‹ Prev