Dancing with the Devil and Other Stories from Beyond / Bailando con el diablo y otros cuentos del más allá

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Dancing with the Devil and Other Stories from Beyond / Bailando con el diablo y otros cuentos del más allá Page 8

by René Saldaña, Jr.


  Estaba tan oscuro que ya no podía ver la cara de Lauro. Me preguntaba si Mamá y Papá se habían dado cuenta que yo no había regresado de la casa de mi amigo. ¿Habría salido Papá al porche y gritado mi nombre? O, porque no era noche de escuela, ¿me dejarían quedarme media hora más? Mis dientes dejaron de castañear, y por fin pude controlar la respiración. También Lauro. En este nuevo silencio, noté que el viento había dejado de soplar. No me había atrevido a voltear a ver a Lauro desde que nos habíamos escondido, pero aproveché la quietud para hacerlo. Lentamente volteé la cabeza, y cuando quedamos frente a frente vi que tenía la cara pálida, tenía los ojos bien abiertos y estaba mirando por encima de mi hombro derecho, mascullaba algo que no se entendía “Lalalalalala”. En ese momento sentí un susurro frío en mi cuello —Mis hijos —dijo—. Por fin los encontré. —Y sentí que algo me apretaba el pecho, como si nos estuvieran atando a los dos. Lauro y yo estábamos tan cerca uno del otro que nos estábamos abrazando.

  Entonces el viento sopló suavemente, y en vez de un gemido, escuché el tarareo de una canción de cuna que recordé mi mamá me cantaba hacía mucho tiempo.

  Louie suelta la sopa

  Hoy Louie se sentía desganado. No era esa apatía de cuando estás a punto de enfermarte de una gripe. Ni la de una depresión o esa apatía que da cuando te deja tu novia, tampoco era una triste, patética y cansada pereza. De verdad se estaba moviendo súper despacio. Hacía dos días que había descubierto que se movía más lento que de costumbre. Era como si caminara en contra de un viento pesado y duro. No pensó que era señal de algo malo. Algunos días, sí, avanzaban más lentos que otros, pensó, y lo dejó así. Todo está en mi cabeza. Psicosomático.

  Cuando se levantó esa mañana se sentía bien. Empezó a prepararse para ir a la escuela y luego sintió que el estómago se le vaciaba. Como que iba a vomitar o como la vez que tuvo la peor diarrea de su vida, sentado en la taza sintió que el dique se rompió y sus tripas cayeron de sopetón en el escusado. Pero ni estaba vomitando ni haciendo nada. Estaba parado, vistiéndose y, de un segundo a otro, se sintió hueco. Se sentó en la orilla de la cama y se sobó la panza, pero no se sintió mejor, así es que se pegó en la cabeza para confirmar que no estaba inventando cosas. Se puso de pie y caminó hacia su escritorio, agarró la botella de Pepto Bismol y se tomó lo que quedaba. Normalmente le gustaba el sabor, pero hoy no. Parecía que ya no le estaba funcionando. Podría haberse tomado una botella tras otra, y de todos modos seguiría sintiéndose terrible. Estaba agotado. Miró su cara pálida en el espejo, y pensó, Esto está bien raro. Extraño.

  Después empezó a sentir una punzada en el muslo derecho que le bajó despacio por la pierna hasta llegar a los dedos. Y sabía lo que vendría después: si no levantaba la pierna rápido, la punzada se convertiría en una palpitación fuerte, especialmente en el dedo gordo, el que se había cortado con un cuchillo al principio de la semana. Se afirmó en la pierna buena y movió la otra, pensó que la inflamación y las punzadas se acabarían si hacía lo que el entrenador le decía a los jugadores cada vez que se sofocaban: cuántas veces habían escuchado al Coach decir: “Bien, Louie, sacúdete. Vas a estar bien, sólo sacúdete. ¿No hay miel sin hiel, verdad?” Y allí estaba Louie, sacudiendo la pierna derecha para atrás y para adelante, y parecía estar funcionando. Se sentó un momento, pero no por mucho tiempo. Hoy tenía que llegar a la escuela a tiempo. No podía llegar tarde tres días seguidos.

  Antes de ponerse los calcetines, Louie consideró cambiarse la improvisada venda del dedo gordo, pero vio que no estaba sucia. ¿Para qué arriesgarse a llegar tarde? Sonrió por la ironía de lo que había dicho. Ahorita no podía correr a ningún lugar con la pierna inútil. Consideró decirles a sus papás que se sentía mal, pero pensó que se le pasaría pronto. Probablemente ere sólo una cepa rara de la gripe, o algo parecido. Tal vez me picó una abeja africana o, en el peor de los casos, la herida infectada del dedo gordo se esparció, pero ni eso tenía sentido. Una infección no afectaría mi estómago como ahora. Así es que, sin quitarse la venda, se puso un poco de agua oxigenada sobre el dedo gordo vendado, y luego se colocó el calcetín y el zapato. Estaba listo. El sentarse le había ayudado aunque sólo un poco.

  Durante todo el día, Louie buscó lugares para sentarse en donde hubiera otro asiento vacío en un lado o enfrente para levantar la pierna. Eso parecía frenar la inflamación y disminuir las punzadas. Ocasionalmente tenía que mover la pierna, y eso le daba media hora de alivio.

  Camino a casa, cada vez que la pierna se le ponía pesada, Louie se detenía, encontraba un lugar en el suelo para sentarse y sacudía la pierna en el aire. En una de esas veces vio que don Armando, sentado en su mecedora en el porche, se estaba riendo de él. Así es que Louie le gritó al viejo —¿De qué se está riendo, viejillo apestoso? —Louie no tenía idea si don Armando apestaba ni mucho menos cuánto, pero eso era lo que se decía acerca del viejo viudo. Que apestaba tanto como un perro rabioso. Sin embargo, Louie no tenía ganas de averiguarlo esa tarde.

  Aunque lo hubiera querido, la pierna mala estaba tan fuera de orden que lo único que quería era llegar a casa. El porche del viejo apestoso no estaba en el camino a casa, así es que simplemente se detuvo en el camino de tierra enfrente de la casa de don Armando y le volvió a preguntar de qué se estaba riendo mientras sacudía la pierna.

  —Je, je, je. Es que cuando sacudías la pierna en el aire me recordaste a mi viejo perro, Leaky, que en paz descanse. Es que cada vez que iba al baño sacudía la pata trasera derecha como tú. Je, je, je.

  No es gracioso, pensó Louie. Yo podría ser un lisiado de verdad, y ese viejillo se ríe de mí como si nada. Y, ¿quién es él para reírse de los demás?

  Bajo otras circunstancias, Louie le habría respondido a don Armando con algo grosero o peor, pero esta vez sólo le hizo un ademán con la palma de la mano derecha y caminó con dificultad a casa. Empezaba a sentir náusea y vacío en el estómago otra vez. Esperaba que hubiera otra botella de Pepto en el botiquín. Tal vez algo más fuerte.

  Al caminar, se dio cuenta que estaba arrastrando la pierna como Igor, el horrible ayudante del doctor Frankenstein. Hasta se detuvo para confirmar que su zapato derecho estaba dejando un caminito en la tierra, así es que sacudió la pierna fuertemente, y otra vez escuchó que don Armando se reía a lo lejos.

  No soy un perro, pensó Louie. Por lo menos no tenía joroba como Igor. Sintió calambres en el estómago. Hoy habían servido pastel de carne, recordó. Podía ser eso, aparte de todo lo que había comido antes, lo que le estaba dando este problema. Se sobó el estómago, pero se sintió peor. Rudy no se refirió al pastel de carme como “carne misterio” por nada. Se rió de lo que su amigo había dicho hoy sobre la “alta cocina” de la cafetería.

  La verdad, sin embargo, es que había tenido la misma sensación de vacío camino a la escuela esa mañana, no tan aguda, pero de todos modos. Así es que no tenía nada que ver con la mala comida porque antes de salir se había comido dos tacos de papa, huevo y chorizo que preparó su mamá, lo que tendría que haber llenado los huecos en su estómago, además estaban deliciosos. Tampoco podía ser el pastel de carne. Lo que sentía era un vacío, no náusea. Bueno, un poco, pero no eran como esos mareos que le daban cuando le caía de sopetón en el estómago la bolsa de Fritos que se comía él solo. Lo de hoy era más como una revoltura de nada.

  No era algo que había comido. Era algo completamente diferente, pero ¿qué? No lo sabía.

  Durante la cena, ya no hubo forma de esconder la pierna mamut. Para disimular la pierna hinchada, Louie decidió no cambiarse los pantalones por shorts como lo hacía siempre. Aun así, la tela de los pantalones de la pierna izquierda le quedaba floja mientras que la otra parecía estar a punto de reventarse en las costuras.

  Su mamá inmediatamente quiso saber qué le pasaba. —Déjame ver —le dijo.

  —No es nada, Mamá. Probablemente sólo una picadura de abeja.

  —Eso no tiene sentido, Luis —dijo. Le dijo “Luis” en vez de Louie, que era algo que él odiaba, pero era su mamá, así es qu�
� importaba—. Te han picado abejas y avispas antes, y nunca has tenido una reacción semejante. Vamos a ver —era implacable.

  Tuvo que bajarse los pantalones enfrente de ella y le dio un poco de vergüenza. No había estado desnudo enfrente de su mamá desde que le ayudaba a bañarse. Hacía mucho tiempo de eso.

  Le inspeccionó cada centímetro de la pierna, pero no encontró ni una roncha de un aguijón. Movió la cabeza incrédula, exhaló preocupada, luego dijo, —Si no fue una abeja, ¿entonces qué pasó? ¿Qué es lo que no me estás diciendo? ¿Te pasó algo en la escuela? Háblame, Luis Carlos.

  Pues Louie no tenía ni idea qué decirle. No sabía cómo explicárselo. Había estado bien, tenía una pierna buena, nada como para presumir, pero tampoco era fea. Y al día siguiente, esto.

  —Mijo, ¿estás haciendo drogas? Vi en las noticias que unos beisbolistas estaban usando esteroides para hacerse más musculosos y más fuertes. ¿Estás inhalando algo?

  Quería reírse: inhalando esteroides. ¿De dónde sacaba su mamá esas cosas? Pero movió la cabeza. —Nada que ver, Mamá. No estoy tomando esteroides. Lo de mi pierna empezó por su cuenta hace unos días. Hace como tres días. —Trató de decírselo a su mamá, pero ella no escuchaba.

  Mamá dijo: —Mijo, súbete los pantalones. Te voy a llevar al hospital. —Casi lo empujó hasta el auto hasta que lo metió al asiento trasero. Ni siquiera habían terminado de cenar. Se regresó a la casa, dijo que volvería pronto, le iba a traer algo para que descansara la pierna.

  Regresó con tres cojines del sofá e hizo una torre con ellos. —Toma —le dijo—eleva la pierna. Tal vez tiene algo que ver con la mala circulación como tu tía Yoni. ¡Ay, ay, ay! —Se aseguró de que estuviera cómodo, se subió al auto y empezó a conducir.

  Así era Mamá, pensó, hacía mucho de nada. Aunque estaba contento con la atención que le estaba dando.

  Recostado de espalda, Louie no podía ver hacia dónde iban. Sintió que dieron hacia la izquierda, después derecho, luego a la izquierda otra vez, o a la derecha. Siguió en su mente más o menos hacia donde iban, pero fueron demasiadas izquierdas y derechas. Lo único que podía ver por la ventana era el cielo. No tenía idea de dónde estaban.

  —¿Te puedes quitar el zapato? —le preguntó su mamá—. Tal vez eso ayude con la inflamación.

  Batalló un poco al doblar la gargantuesca pierna, pero sí se pudo quitar el zapato.

  —¿Se ve muy mal? —Mamá preguntó—. Ay, espero que no sea diabetes como tu tía Lupita. Casi le tuvieron que amputar la pierna. En vez de eso, cortó las tortillas y otra comida chatarra de su dieta. Así es que no más tortillas ni frijoles refritos para ti, mijo.

  Louie se quitó el calcetín, estaba un poco preocupado. Sería demasiado que encima de que le cortaran la pierna tuviera que cortar también las tortillas de su mamá.

  —¿Qué tienes en el dedo gordo?

  —Una venda —le dijo.

  Ella miró rápidamente sobre su hombro. —Eso no es una venda. Eso es una garra, de hecho, es una garra sucia. Pero, ¿por qué tuviste que vendarte?

  —Mamá, es sólo una cortadita. No tiene nada que ver con mi pierna. ¡Ya déjame!

  En realidad no era una cortadita. No quería decirle más que eso, así es que dijo —Es un raspón. —Si le decía la verdad, sabía lo que ella le diría. Las mismas supersticiones de siempre, cuentos de viejas.

  ¿Pero qué si era cierto lo que ella le había advertido hace mucho tiempo? Si sólo le hubiera hecho caso cuando le dijo que no jugara con navajas, entonces no estaría acostado en el asiento trasero del auto camino a la sala de emergencias. Era una tontería lo que ella siempre le decía desde que era chico: “Si te cortas por andar haciendo tonterías, como jugar con navajas cuando tu mamá te ha dicho más de un millón de veces que no, se te van a salir las tripas por la cortada. ¿Y luego qué? Las hormigas se darán un festín con tus intestinos”. ¿Qué pensaría un niño sobre algo tan sangriento pero tan suave? Exacto, así es que toda su vida (hasta hacía un par de días) jugó con navajas.

  Durante el fin de semana, Louie había estado jugando a la gallina con la navaja nueva de Rudy; tú sabes cuales: esas que se abren con un movimiento de la muñeca y luego se traban y quedan abiertas, tienen un mango café claro grabado con la imagen de un águila. La navaja medía casi cuatro pulgadas.

  El juego era así: los muchachos se paraban a tres yardas de distancia uno del otro frente a frente. El de la navaja la tiraba hacia los pies del otro, tratando que cayera lo más cerca del pie como fuera posible sin ensartarla en el pie. Si el muchacho que lanzaba la navaja le daba en el pie al otro, terminaba el juego. También se acababa si al que le lanzaban la navaja se movía. Entre más cerca de los dedos quedaba la navaja, sin tocarlos, mejor.

  Pero había otra forma de ganar: el que sostenía la navaja la lanzaba hacia el otro pero esta vez trataba de darle a una marca en el suelo. El otro niño se tendría que torcer, voltear o estirar hasta poner una mano sobre el lugar donde la navaja tocó el suelo, y luego le tocaría a él su turno. Como el juego de Twister. Eventualmente uno de los dos quedaba tan torcido y estirado que terminaba cayéndose, y así perdía el juego. Simple, ¿verdad? Bueno, no era tan simple si el lanzador le daba con la navaja al pie del otro. Que fue lo que Rudy hizo en uno de sus turnos. La navaja estaba tan afilada que atravesó la lona del zapato de Louie y le cortó el dedo gordo. Hubo sangre y mucho dolor.

  Eso pasó hace cuatro días. Había sido más o menos el mismo tiempo desde que había empezado a sentirse cansado y luego mareado un día después. Hoy había empeorado la cosa. Su mamá se había enterado y ahora iban camino al hospital donde las enfermeras lo examinarían al derecho y al revés, le harían todo tipo de preguntas para las que él probablemente no tendría respuesta, a menos de que admitiera que había estado jugando con navajas.

  —Déjame ver la cortada —le dijo Mamá. Ajustó el espejo retrovisor, y luego torció el cuello para ver mejor.

  —Mamá, fíjate por donde vas —le dijo.

  Pero antes de estrellarse contra un árbol o un auto, y antes de que él se pudiera quitar la venda, entraron al estacionamiento del hospital.

  Después de llenar unos formularios, enseñar la tarjeta del seguro médico y después de que Louie le mostrara la pierna a la enfermera, lo llevaron directamente a un cuarto para examinarlo. Le dijeron que el doctor estaría con él en un ratito, le pidieron que levantara la pierna en varias almohadas como Mamá le había indicado que lo hiciera en el auto. La inflamación no había disminuido nada, pero ya no sentía tantas punzadas, y se estaba acostumbrando a la sensación de vacío en su estómago. No les mencionaría esa parte. ¿Qué si se reían de él porque pensaba que las tripas se le iban a salir por el dedo gordo? Sacudió ese tonto pensamiento de su cabeza. No estoy tan chico como para creer en tonterías, pensó. Era una tonta superstición.

  En biología, aunque no había puesto mucha atención al capítulo sobre la parte interna del cuerpo, aprendió que los intestinos estaban pegados a su estómago sí o sí. Estos no se saldrían a menos de que, claro, alguien le rajara el estómago de costado a costado. Pero, ¿salírsele por un dedo? Imposible.

  La enfermera entró y dijo que había que quitar la venda. Fue la primera vez que Louie vio sangre en la venda. De hecho, toda la venda estaba cubierta de café, de sangre seca.

  —Veamos qué tenemos aquí. Puede ser una infección. —Luego le dijo a mi mamá—, Los niños ahora no saben lo serias que pueden ser las infecciones. —Hizo un chasquido con la lengua y empezó a desenredar la garra sucia de mi dedo.

  En ese momento entró el doctor y se asomó por encima de la enfermera. Louie los observaba y esperaba a lo que verían cuando el dedo quedara descubierto. Todo lo que vio Louie fueron sus bocas y ojos bien abiertos. Luego la enfermera saltó y alcanzó la gaza que estaba en una charola a un lado de la cama.

  —Rápido, rápido —dijo el doctor.

  Louie sintió que algo corría por su pierna. Escuchó que la enfermera dio un grito ahogado, y luego él se desmayó. No del dolor, o al ver su propia sangre
(porque no podía verla), pero al escuchar el chillido de su mamá cuando se acercó a la cama y vio lo que había hecho que la enfermera saltara tres pies para arriba y tres para atrás, y el doctor que decía: —Ay Dios, ay Dios. ¿Qué es esto?

  Cuando volvió en sí, lo primero que pensó fue, Esto no está bien. Es como si estuviera colgando por los dedos de los pies. —Oigan, ¿qué está pasando? ¿Mamá, estás aquí?

  Pero no estaba colgando por los dedos. Estaba amarrado a la cama y toda la cama parecía estar inclinada en un ángulo de 90 grados. Llevaba puesta una bata de hospital, lo que no importaba porque estaba toda enredada sobre su pecho y se le veían los calzones. ¿Y la pierna? Híjole, pensó. Ya no está tan inflamada. ¿Qué pasó? Y más allá del muslo y la rodilla, en lo alto, vio que el dedo gordo estaba cubierto por un yeso. Un yeso limpio y blanco. Ya no era una garra llena de sangre y ya no sentía punzadas.

  —Luis, mijo, ay, Dios mío —dijo Mamá—. Qué susto nos metiste.

  —¿Por qué estoy colgando al revés, Mamá? ¿Me puedes tapar, por favor?

  —No te preocupes de eso. Sólo estamos tú y yo en el cuarto. Y la enfermera que viene cada media hora para bajar la cama una o dos pulgadas. Y el doctor, que sólo ha venido unas cuantas veces desde la operación, pero lo desconcertaste. Viene, mira tu dedo, te revisa el estómago, mueve la cabeza, luego se va sin decir nada. Está anonadado.

  —¿Operación? ¿Qué operación?

  —En tu dedo, mijo.

  —¿Mi dedo? ¿Qué le pasó? ¿Y mi estómago? ¿Me operó el estómago?

  —Pues, mijo, no lo habría creído si no lo hubiera visto con mis propios ojos. Digo, cuando estabas chiquito, sólo te decía que se te iban a salir las tripas para asustarte cuando jugabas a las luchas, pero, híjole . . . —se abanicó con la mano—. ¿Quién lo diría?

  —¿Qué estás diciendo, Mamá? ¿Qué pasó con mis tripas?

 

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