El Diccionario del Mago

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El Diccionario del Mago Page 14

by Allan Zola Kronzek


  En las antiguas civilizaciones babilónicas, sin embargo, los más temidos y odiados agentes de la magia maligna eran también conocidos como hechiceros. Estaban especializados en maldiciones, clavar agujas en figuritas de cera, convocar a los demonios malignos y resucitar a los espíritus de los muertos. En la Grecia y la Roma precristianas, los hechiceros practicaban la adivinación (la palabra «hechicería» procede del término latino facticius, que significa «hacer algo no fundado en la naturaleza»), pero la mayoría eran expertos en conjuros y pociones, y se recurría a ellos para hacer daño a un enemigo.

  Durante la Edad Media, que alguien fuera considerado un hechicero dependía más del resultado de la magia que de las intenciones del mago. Si los resultados eran beneficiosos, el que practicaba la magia era un brujo, si eran perjudiciales, era un hechicero. Pero no siempre estaban tan claras las cosas. ¿Qué pasaba si la magia practicada era un encantamiento o provenía de una poción destinados a curar a una persona enferma y esta, en lugar de mejorar, empeoraba? ¿Era entonces el mago un hechicero? Preguntas como esta se planteaban cuando se juzgaba a personas acusadas de «hechicería».

  Un granjero contrariado podía presentar cargos de hechicería contra un vecino, acusándolo de enfermar a los animales o a los niños, de provocar una tormenta o una sequía. A menudo, estos cargos se debían a riñas en el pueblo y estaban motivados por la venganza o por cuestiones económicas, pero si se encontraban pruebas de hechicería tradicional (como una figura de cera o una placa con una maldición), el veredicto más probable era el de culpabilidad.

  Aunque la hechicería seguía teniendo connotaciones negativas, durante el Renacimiento se comenzó a usar el término en sentido positivo, halagador incluso, en determinados círculos. Los eruditos y los médicos de quienes se creía que poseían el secreto de la magia «blanca» o beneficiosa, eran considerados hechiceros. También lo eran los alquimistas como Nicholas Flamel, que se encerraban en sus laboratorios para buscar la piedra filosofal, una sustancia capaz de convertir metales tan comunes como el mercurio, el plomo o el estaño en oro. Incluso Albus Dumbledore incluye el de Gran Hechicero entre sus muchos títulos que aparecen en el membrete de Hogwarts. En el uso común, un hechicero es cualquiera que entiende de magia.

  La imagen del hechicero como un súperbrujo que puede hacer cualquier cosa se popularizó en 1940 gracias a la película de dibujos animados Fantasía, en la que se narra la historia de El aprendiz de brujo. Basada en un relato del autor romano del siglo II Luciano (el escritor alemán Goethe volvió a contarlo posteriormente), el cuento nos habla de un aprendiz de mago que, en ausencia de su maestro, da vida a una escoba y le ordena que traiga agua de un arroyo. Aunque el aprendiz se equivoca al creer que puede controlar los poderes que convoca (la escoba no deja de traer agua del arroyo e inunda la casa), la hechicería se muestra como algo maravilloso, si bien solo al alcance de un maestro de la magia.

  Tener maña con las plantas puede ser de gran ayuda para un brujo. En un jardín bien provisto se pueden conseguir muchos de los ingredientes de las pociones mágicas, al igual que remedios para toda clase de dolencias tanto de origen natural como sobrenaturales, desde acné hasta picadura de serpiente o petrificación. Ciertas hierbas pueden incluso protegerte de las maquinaciones mágicas de tus enemigos. El secreto radica en saber qué hace cada planta, y cuál es la mejor manera de cultivarla y cosecharla. En eso consiste la herbología.

  Desde hace miles de años se han usado hierbas para la magia y la medicina. Los antiguos sumerios iniciaron el estudio sistemático de las hierbas, y hallaron usos medicinales para la alcaravea, el tomillo, el laurel y otras muchas plantas que hoy pueden estar creciendo en el jardín de detrás de tu casa. El primer libro de hierbas chino que se conoce fue escrito hacia el año 2800 a. C., y describe los usos medicinales de 366 plantas. Los antiguos griegos y romanos usaban plantas en la medicina, el condimento de comidas, la cosmética, las esencias y los tintes. Los más supersticiosos las usaban también como amuletos mágicos colgados al cuello en saquitos de tela, que servían para repeler a los malos espíritus, alejar la enfermedad o protegerse frente a las maldiciones de un vecino enojado. En la Odisea de Homero, dan al héroe una hierba que se llama moly para protegerle de los conjuros de la hechicera Circe. En toda la mitología, las hierbas mágicas se asocian con brujas como Hécate y Medea, que las usaban para preparar pociones que otorgaban grandes dones a los que gozaban de su favor, y aseguraban una muerte terrorífica a lo que querían destruir.

  Durante la Edad Media, la mayoría conocía a algún «hombre sabio» o «mujer sabia» que usaba hierbas para curar heridas y dolencias, y como solución para toda clase de dificultades personales, desde un pozo seco hasta una suegra pelmaza. Estas recetas, extraídas de las creencias populares sobre las propiedades medicinales y mágicas de las plantas, han pasado de generación en generación. Muchas de aquellas curas se basaban en la idea de que Dios ha impreso en cada hierba una imagen visible de su uso en medicina, de manera que con solo mirar la planta se puede saber para qué sirve. El color de sus flores o de sus frutos, la forma de la raíz o de las hojas, la textura de los pétalos o del tallo, todo ello aporta pistas sobre las propiedades medicinales de la planta. Por ejemplo, se decía que las plantas de flores amarillas, como la vara de oro, curaban la tez amarillenta que resulta de la ictericia, mientras que las plantas de hojas o raíces rojas se usaban para tratar heridas y desarreglos que tuvieran que ver con la sangre, y los pétalos púrpura del lirio se empleaban en la preparación de cataplasmas para magulladuras. Si una planta recordaba por su forma a un órgano del cuerpo humano, se creía que era beneficiosa para ese órgano. La pulmonaria, así llamada por las manchas en forma de pulmón que lucen sus hojas, se usaba en el tratamiento de dolencias pulmonares, mientras que la hoja trilobular de la hepática, que hay quien dice que se parece al hígado humano, se usaba para los problemas de este órgano. Las hojas del álamo temblón se usaban para tratar el temblor sintomático de la parálisis, y las flores que semejaran mariposas se recomendaban para curar picaduras de insectos.

  Ilustración del siglo XV de una de las reglas básicas de la herbología. El aspecto de la planta muestra cómo debe usarse. Las plantas que semejan dientes curan el dolor de muelas, las que tienen forma de corazón sirven para las dolencias de corazón, las que parecen ojos mejoran la vista y las plantas velludas ofrecen curas para la calvicie.

  (Fuente de la imagen 48)

  Se pensaba que muchas enfermedades tenían su origen en fuerzas sobrenaturales, y también había remedios herbales para esos casos. La mujer sabia, o herbóloga, del pueblo te podía recomendar colgar una guirnalda de zarzamora para alejar a los malos espíritus, o rellenar la cerradura de tu casa con semillas de hinojo para espantar a los fantasmas, o derramar jugo de la planta dedalera para protegerte de las hadas. También se esperaba que el poder mágico de las hierbas funcionara para una gran variedad de problemas más mundanos. Por ejemplo, un viajero que temiera quedarse dormido a las riendas de su carromato tenía que llevar encima un poco de artemisia, que tenía fama de alejar al sueño. O se le podía dar achicoria a un buscador de tesoros, pues se decía que esa hierba era capaz de abrir puertas y cofres cerrados con llave. Se podía también recomendar a una mujer que deseara tener hijos que plantara perejil alrededor de su casa, y a un joven que deseara conquistar a la chica de sus sueños se le podía decir que recogiera un poco de milenrama mientras recitaba un encantamiento de amor.

  Pero saber para qué servía cada planta era solo la mitad del trabajo. También resultaba crucial saber cuál era el momento más adecuado y la forma precisa en que había que recoger cada planta. Muchos herbólogos creían que las propiedades de las plantas, igual que las características de las personas, recibían directamente la influencia de los movimientos de las estrellas y los planetas. Los entusiastas de la botánica astrológica insistían en que «si no se recoge la planta aplicando las reglas de la astrología, tendrá poca o nula virtud». Por tanto, las plantas que se creían asociadas a Saturno, como la cicuta y la belladona, debían recogerse cu
ando Saturno estaba en la posición apropiada en el firmamento, y así con todas las plantas. Según una regla general básica, lo mejor es recolectar las hierbas por la noche, preferiblemente cuando hay luna llena, que es el momento en que las plantas tienen máxima potencia. Sin duda, esta es la razón por la que Hermione tuvo que seguir unas instrucciones detalladas cuando salió a recoger crisopos para la poción multijugos.

  Pero muchas plantas tenían reglas especiales. Si pretendías abrir candados con achicoria azul, tenías que cortarla con una cuchilla de oro al mediodía o a media noche del día de San Jaime, el 25 de julio. Y si pronunciabas una sola palabra durante este proceso, en teoría morías al instante. Por otra parte, si pensabas usar peonias para proteger al ganado y los cultivos de las tormentas, más te valía asegurarte de que no hubiera pájaros carpinteros cerca cuando salieras a cosechar. Cuenta la leyenda que si una de esas aves te pillaba en ese momento, te quedabas ciego. Con todas estas reglas, y tantos peligros mortales, no es de extrañar que los estudiantes de Hogwarts deban pasar tantos años estudiando herbología.

  Ron Weasley no es el único caminante que se ha visto hundido hasta la cintura en un charco de barro después de encontrarse con el tenue espíritu monópedo conocido como hinkypunk. El folklore del West Country de Inglaterra sostiene que los hinkypunk acechan por las noches en zonas apartadas, aguardando la llegada de algún viajero. En ese momento encienden su linterna y se dejan ver. El agotado paseante, contento al divisar un rayo de luz, se dirige hacia él creyendo que es el lugar al que se encaminaba o bien algún compañero de camino que va por delante. Pero entonces se cae en una zanja, se hunde en una ciénaga o cae por un acantilado, para delicia del hinkypunk.

  Muchos espíritus similares, caracterizados por su afición a deslumbrar con llamas a los viajeros crédulos para arrastrarlos al peligro, vagan, según se dice, por toda la campiña inglesa. En el folklore inglés abundan los cuentos sobre viajeros que caminan en círculos sin cesar, caen en zanjas, pierden la orientación y acaban en el norte cuando en realidad se dirigían hacia el sur. Quizás esto se deba a que gran parte del campo inglés está cubierto de marismas, ciénagas y pantanos, por los que resulta difícil transitar, sobre todo de noche. Pero en lugar de echarle la culpa al paisaje, siglos de tradición dirigen su dedo acusador a seres sobrenaturales. Se dice que algunos son demonios, se piensa que otros son fantasmas cuyas ánimas vagan sin descanso y de otros se comenta que son guardianes de algún tesoro a los que les gusta encandilar a los humanos mostrándoles la visión de una fortuna que nunca llegan a alcanzar.

  Resulta interesante que en muchas zonas de Inglaterra realmente se ven con frecuencia luces extrañas no sostenidas por mano humana, titilando en la distancia. Pero según el punto de vista científico, lo que ven los viajeros no es más que la ignición espontánea de los gases de los pantanos, una emisión común en zonas cenagosas. Sin embargo, durante siglos la gente ha creído que esas luces eran causadas por espíritus maliciosos y, en los sitios en los que dichas luces aparecían con mucha frecuencia, el folklore contiene invariablemente alguna historia sobre hinkypunk.

  Un viajero está apunto de caer cuando uno de los parientes próximos de los hinkypunk, el pwca galés, trata de atraerlo hacia un acantilado.

  (Fuente de la imagen 49)

  Cuando Harry y Hermione se montaron en Buckbeak, el querido hipogrifo de Hagrid, no tenían ni idea de la noble tradición en la que estaban participando. El hipogrifo es el extraño fruto de la unión entre un grifo macho (una criatura que es medio águila, medio león) y una yegua. Se cuenta que fue la montura preferida de los caballeros de Carlomagno, guerreros de los siglos VIII y IX, cuyas aventuras, muy romantizadas, transcribieron escritores posteriores.

  (Fuente de la imagen 50)

  Aunque el hipogrifo apareciera en estas fábulas heroicas como un animal poco común pero auténtico, en realidad esta bestia alada fue inventada en 1516 por Ludovico Ariosto, autor del poema épico italiano Orlando Furioso, que narra las hazañas de varios caballeros de Carlomagno. Al igual que un grifo, el hipogrifo de Ariosto posee cabeza y pico de águila, patas delanteras de león con garras y alas de rico plumaje, mientras que el resto de su cuerpo es el de un caballo. El hipogrifo fue domado y amaestrado por el mago Atlante, puede volar más alto y más rápido que cualquier pájaro, y es capaz de bajar en picado a la velocidad de un relámpago cuando el jinete está dispuesto a aterrizar. Semejante operación resulta algo temida incluso por los caballeros que normalmente no tienen miedo, pero estos se muestran encantados ante la capacidad del corcel de ir con facilidad de un lado del globo al otro.

  Aunque a los hipogrifos les gusta jugar con la gente que está intentando darles caza, por ejemplo, escapando de su alcance justo en el instante en que alguien está a punto de agarrarles por la brida, en cuanto el jinete se monta encima demuestra ser un compañero leal y colaborador. En manos del caballero Rogero, vuela por encima de los Alpes en su camino de Italia a Inglaterra, donde deja asombrados y embelesados a soldados y nobles al aterrizar en el campo en medio de ellos. Después despega de nuevo, y Rogero y su montura ponen rumbo a Irlanda, donde descubren a la bella doncella Angelina en las garras de un terrible monstruo marino. Al ver la sombra del hipogrifo cerniéndose sobre él por encima de las aguas, el monstruo abandona su presa para ir a por esta otra de mayor tamaño y más apetitosa. Pero cuando el hipogrifo diestramente hace un quiebro, Rogero desarma al monstruo con el resplandor cegador de un escudo mágico. Rogero y Angelina saltan a lomos del hipogrifo y, como Harry y Hermione, se alejan en busca de nuevas aventuras.

  Animales a juicio

  Por mucho que nos hayamos opuesto al Comité para la Eliminación de Criaturas Peligrosas por llevar a juicio al pobre Buckbeak, no podemos achacarles el haber sido los creadores de esta curiosa práctica. En la Europa medieval y principios de la moderna, era frecuente atribuir crímenes (normalmente asesinato o destrucción de la propiedad) a animales domésticos, así como a insectos, roedores y otras plagas comunes. Eran arrestados, encarcelados, juzgados, sentenciados y a veces ejecutados. Existen registros minuciosos de juicios, que datan de fechas tan lejanas como el siglo IX y tan recientes como el siglo XIX, que ofrecen datos sobre juicios a orugas, moscas, langostas, sanguijuelas, babosas, gusanos, ratas, ratones, topos, palomas, cerdos, vacas, gallos, perros, mulos, caballos y cabras.

  En el caso de los insectos, la ofensa solía ser la destrucción del grano. Dado que era imposible hacer comparecer una colonia de langostas, se capturaba una, se le asignaba un abogado defensor y se la sometía a juicio como representante de todas las demás. Si era declarada culpable, se ordenaba que todas las langostas abandonaran la ciudad, cosa que al final siempre solían hacer.

  Los animales que eran lo suficientemente grandes como para ser encarcelados eran confinados en las mismas celdas y recibían el mismo trato que las personas. Al igual que las personas, los animales llegaban a ser torturados para extraerles una confesión. Nadie esperaba conseguir que un animal confesara nada de nada, pero la tortura formaba parte del proceso judicial legal y algunos jueces creían que tenían la obligación de aplicarla. Esto puede haber beneficiado a algunos animales, ya que los criminales que no confesaban su fechoría bajo tortura solían recibir sentencias menores. Por otra parte, las sentencias podían reducirse o anularse como resultado de una apelación hecha ante una instancia superior. En un caso del que tenemos noticia, un cerdo y un burro condenados a la horca consiguieron al final el mero castigo de un golpe en la cabeza cuando otro juez revisó su caso. Sin embargo, a los animales a los que les fallaba el recurso de apelación solo les quedaba la esperanza, como le pasó a Buckbeak, de tener un buen amigo que pudiera ir a rescatarlos.

  En el folklore del mundo entero, el hombre lobo es un humano capaz de transformarse en un lobo especialmente feroz. Solo actúa de noche y, a menudo (aunque no siempre) cuando hay luna llena. Devora hombres, mujeres, niños y animales, a los que desgarra el cuello con sus colmillos y sus garras. En algunas historias, el hombre que se convierte en lobo es la víctima de malos genes, una maldición o
de la mordedura de otro hombre lobo (como en el caso de cierto profesor de Hogwarts). Por mucho que lamente el daño que causa, es incapaz de controlar sus acciones. En otros cuentos, un adepto a la magia negra toma la decisión consciente de convertirse en hombre lobo (suele ponerse un cinturón encantado o un ungüento especial) para llevar a cabo sus fechorías, casi siempre en asociación con el Diablo. Aunque los hombres lobo son casi siempre eso, hombres, también hay cuentos sobre mujeres y niños lobo.

  Los cuentos acerca de hombres lobo han existido desde la Antigüedad. En la mitología griega se habla de un tirano sediento de sangre llamado Licaón, que encolerizó a Zeus porque le sirvió la carne de un niño humano. Como castigo, Zeus convirtió a Licaón en un lobo, aunque este conservó algunas de sus características humanas. De esta historia proviene el término «licántropo», otra manera de referirse a un hombre lobo. Los escritores griegos del siglo IV a. C. describieron lo que la gente creía de los hombres lobo y, en el siglo IV a. C. describieron lo que la gente creía de los hombres lobo y, en el sigo I d. C., el historiador romano Plinio se refirió a la existencia de estas criaturas como un hecho probado.

 

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