Bocetos californianos
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La maestra reconoció al primer golpe de vista a la dudosa madre de su anónimo discípulo. Contrariada quizá, tal vez enojada, invitola fríamente a entrar; arreglose instintivamente sus blancos puños y cuello, y recogió su corta falda castamente. Quizá esto fue motivo de que la turbada forastera, después de dudar un momento, dejase al lado de la puerta, plantada en el polvo, su llamativa sombrilla abierta, y se sentara en el extremo opuesto de un banco inconmensurable. Su voz, al comenzar, era ronca.
—Me han dicho que se va usted mañana a la bahía, y no podía dejarla marchar sin venir a darle las gracias por su bondad para con mi Tomasito.
En opinión de doña María, Tomasito era un buen chico y merecía algo más que el pobre cuidado que de ella podía esperar.
—¡Gracias, señora, gracias!—dijo la forastera, sonrojándose aún a través de los afeites, que Red-Gulch llamaba maliciosamente su «pintura de batalla», y procurando en su confusión arrastrar el largo banco más cerca de la maestra.—Le doy a usted las más cumplidas gracias. Y, sin ánimo de lisonja alguna, no hay muchacho viviente más dócil y cariñoso, ni mejor que él. Y... a pesar de lo poco que soy para decirlo, no existe maestra más paciente, más bondadosa, más angelical que la que él ha tenido la feliz estrella de encontrar.
Doña María, sentada muy peripuesta detrás de su pupitre, con una regla al hombro, abrió a esto sus ojos grises, pero guardó silencio.
—Bastante sé—prosiguió rápidamente aquélla,—que mujeres como yo no pueden halagarla. No debía tampoco entrar aquí en mitad del día, pero vengo a pedir un favor, no para mí, señora, no para mí, sino para mi pobre hijito.
Gracias al interés que observó en los ojos de la joven maestra, se animó, y juntando entre las rodillas sus dos manos, enguantadas de color de lila, continuó en tono confidencial:
—Señora, ya ve usted que nadie más que yo tiene derecho sobre el niño, y, sin embargo, yo no soy la persona que debiera educarle. El año pasado tuve intención de llevarle a la escuela, en Frisco, pero, cuando se habló de traer aquí una maestra, esperé hasta que la vi a usted y entonces creí la cosa arreglada y que podía guardar a mi hijo algún tiempo más... ¡Si supiese, señora, lo que él la quiere! Si pudiera oírle hablar de usted a su bonita manera, si él pudiera pedirle lo que ahora le pido yo, sería usted incapaz de oponerse a ello. Es natural—continuó con rapidez, con una voz que tembló extrañamente, entre orgullosa y humilde,—es natural que la ame, señora, pues su padre, cuando le conocí, era un caballero, y es forzoso que el niño me olvide tarde o temprano... así es que no voy a llorar por esto. En una palabra, vengo a pedirle que se encargue de Tomasito, y Dios le bendiga como al mejor, al más querido de sus hijos sobre la tierra... vengo a... pedirle que... le lleve en su compañía.
Y, esto diciendo, la forastera se había levantado, y postrándose de rodillas a sus pies, tenía agarrada la mano de la joven entre las suyas.
—Tocante a dinero, tengo mucho, y todo es de usted y de él, para que lo ponga en un buen colegio, donde pueda verle y ayudarle a... a... a olvidar a su madre. Puede usted hacer con él lo que le parezca; lo peor que haga será bueno, comparado con lo que aprenderá a mi lado. Con tal que no hiciese más que sacarle de esta mala vida, de este pueblo, de este hogar de pena y de vergüenza. ¿Lo hará? ¡Dígame que lo hará! ¿No es verdad? Lo hará; no puede, no debe negármelo. De este modo, mi hijo se hará tan puro, tan dócil como usted misma, y cuando haya crecido le dirá el nombre de su padre, el nombre que hace años no han pronunciado mis labios, el nombre de Alejandro Morton, a quien llaman aquí Sandy. ¡Doña María, no retire su mano! ¡Doña María, contésteme! ¿Se llevará a mi hijo? ¡No vuelva la cara! ya sé que no debería contemplar a una mujer como yo. ¡Pero por Dios, señora, sea clemente! ¡Que esta mujer me deja!
Doña María se levantó, y a la luz del expirante crepúsculo tentó su camino hasta la abierta ventana; allí permaneció en pie, apoyada contra el marco, con los ojos fijos en los últimos rosados matices del crepúsculo. Quedaba todavía algo de aquella luz en su pura y tersa frente, en su níveo cuello, con sus finas manos entrelazadas; pero todo desapareció lentamente. La suplicante se había arrastrado aún de rodillas hasta su lado.
—Ya me hago cargo de que se necesita tiempo para pensarlo. Aguardaré aquí toda la noche; pero no puedo marcharme sin que haya usted resuelto. No me lo niegue ahora. ¿Se lo llevará? lo veo en su hermosa cara, cara semejante a la que he visto algunas noches, soñando. Lo veo en sus ojos, doña María. Va a llevarse a mi hijo.
El postrer rayo del crepúsculo, que serpenteó hasta el cenit, reflejose en los ojos de la maestra con algo de su gloria, fluctuó y apagose desapareciendo en el ocaso. El sol se había puesto en Red-Gulch. En el crepúsculo y silencio la voz de doña María sonó majestuosamente.
—Me llevaré al niño; envíemelo esta noche.
Las manos de la afortunada madre alzaron hasta sus labios el borde de la falda de doña María, y de buena gana habría sepultado su ardiente cara en sus virginales pliegues, pero no se atrevió y se puso en pie.
—¿Ese hombre conoce su intención?—preguntó de repente la maestra.
—No; ni le interesa. Ni siquiera ha visto al niño para conocerlo.
—Vaya a verle en seguida, esta noche, ahora mismo. Comuníquele lo que ha hecho. Dígale que me he llevado a su hijo, y hágale saber que jamás debe ver... ver... otra vez al niño. Allí donde vaya éste, él no debe venir; dondequiera que me lo lleve, él no debe seguir. Basta, pues. Estoy cansada y... me queda aún mucha tarea.
Y la acompañó hasta la puerta. En el umbral, la mujer se volvió.
—Buenas noches.
Se hubiera echado a los pies de doña María, pero, en el mismo momento, la joven le tendió sus brazos, estrechó por un momento contra su puro pecho a la pecadora mujer, y después empujó y cerró la puerta con llave.
Sin poder librarse de un repentino sentimiento de responsabilidad, tomó el hereje Bill a la mañana siguiente las riendas de la diligencia Silio Gullon, pues aquel día uno de sus pasajeros era la maestra, doña María. Al enfocar en la carretera, obediente a una agradable voz del interior, refrenó de repente los caballos y esperó respetuosamente mientras Tomasito saltaba del coche por orden de la maestra.
—La otra mata: no aquélla, Tomasito.
El interpelado sacó su cuchillo nuevo, y cortando una rama de una alta mata de azalea, volvió con ella hacia doña María.
—¿Adelante?
—Adelante.
Y la portezuela de la diligencia cerrose sobre el Idilio de Red-Gulch.
DE CÓMO SAN NICOLÁS LLEGÓ A BAR SANSÓN
* * *
Estaba el tiempo muy metido en aguas en el valle del Sacramento. El North Fork se había salido de madre y la Rattlesnake Creek estaba impracticable.
Bajo una enorme extensión de agua que alcanzaba la base de las montañas desaparecían los gruesos cantos rodados que durante el verano habían señalado el vado en el cruce de Sansón.
El servicio ascendente de diligencias tuvo que parar en la casa Granger; el último correo fue abandonado en los túneles y su jinete salvó la vida luchando a brazo partido con la corriente.
Como observaba el Alud de la Sierra con cierto orgullo local, «un área» tan grande como el Estado de Massachusetts, está a estas fechas bajo el agua. Y en la sierra el tiempo no se presenta mejor.
El barro era denso en el camino de la montaña. En la carretera, galeras que ni la fuerza física ni el ingenio podían arrancar de los baches en que habían caído, obstruían el paso, y los tiros de caballos rezagados y las blasfemias mostraban más que otra cosa el camino de Bar Sansón.
A lo lejos, aislado e inaccesible, empapado en agua, azotado por un viento furioso y amenazado por la subida de las aguas, Bar Sansón, en la Nochebuena de 1862, colgaba de Table Mountain como el nido de golondrina que la borrasca sacude en los viejos triglifos de pétreo entablamento.
Mientras la noche descendía sobre el campamento, unas pocas luces brillaban, al través de la neblina, desde las ventanas de las cab
añas a entrambos lados del camino, surcado a la sazón por riachuelos desordenados y azotado por violentas ventoleras.
Afortunadamente, la mayoría de los vecinos estaban recogidos en el almacén de drogas de Daniel, alrededor de una roja estufa, en la cual escupían, silenciosamente con tan ostensible acuerdo de la comunidad social, que relevaba a todos de cualquier otra ocupación.
Como la crecida de las aguas había suspendido las faenas de las minas y del río, hacía ya mucho tiempo que los medios de diversión se habían agotado en Bar Sansón. Además, la subsiguiente falta de dinero y aguardiente quitaba el gusto hasta la más inocente diversión.
El mismo señor Perrín abandonó el Bar con cincuenta pesos en el bolsillo, única cantidad que alcanzó a realizar de las grandes sumas que llevaba ganadas en el lucrativo y arduo ejercicio de su negocio.
—Si me dijesen otro día, si me dijesen que señalara una bonita aldea en donde un jugador retirado, a quien no le importase mucho el dinero, pudiera divertirse a menudo y alegremente, diría que Bar Sansón; pero para un joven con una numerosa familia que depende de su trabajo, no produce lo suficiente.
Como la familia del señor Perrín la formaban únicamente damas elegantes, citamos esta observación más para dar una idea de su humor que de sus deberes.
Formando abigarrado conjunto, encontrábanse reunidas aquellas personas con la indiferente apatía que engendra la pereza y el fastidio.
Ni el repentino resonar de los cascos de un caballo a la puerta, les hizo volver en sí.
Sólo Federico Bullen se detuvo en la tarea de vaciar su pipa y alzó la cabeza, pero nadie más del grupo dio a conocer el menor interés hacia el hombre que entraba pausadamente, por cierto.
Era una figura bastante familiar a la sociedad que en Bar Sansón le llamaban «El viejo».
A pesar de esto, parecía aún de complexión fresca y juvenil, y su cabello escaso y entrecano denotaba al hombre de unos cincuenta años. De cara simpática y complaciente, tenía una aptitud así como la del camaleón para adoptar la sombra y el color de las opiniones y caracteres de los que entraban en su trato.
Acababa de dejar a unos compañeros de diversión, así es que, de momento, no observó la gravedad del grupo, pero golpeó amistosamente por la espalda al hombre más próximo, y se echó en una silla que vio libre.
—¡Acabo de oír la cosa mejor del mundo, muchachos! ¿Conocen ustedes a Melín? ¿El de allá abajo, Joaquín Melín, el hombre más divertido de Bar? Pues Joaquín nos estaba contando el cuento de más chispa que...
—¡Melín es un animal!—interrumpió una voz seca.
—Un cuadrúpedo—añadió otro, en tono sepulcral.
Y el silencio volvió a reinar después de estas declaraciones.
El viejo miró rápidamente en torno al grupo. Luego, su cara se transformó poco a poco.
—Es verdad—dijo, después de un momento de reflexión,—es realmente una especie de cuadrúpedo, algo tiene de animal, no puede negarse.
Y frunció el ceño, como en dolorosa meditación de la ignorancia e imbecilidad del impopular Melín.
—Hace un tiempo bien triste, ¿verdad?—añadió, engolfándose en la corriente del general sentimiento.—Mala la van a pasar los obreros y poco dinero corre esta temporada... Y mañana es Navidad.
Hubo un movimiento entre los concurrentes al anunciar esto, pero no se traslució claramente si era de satisfacción o de disgusto.
—Sí—continuó el viejo en el tono lúgubre que desde los últimos momentos involuntariamente adoptara,—esto es... se me ocurrió la idea, ¿comprenden? de que tal vez les gustaría venir a mi casa y pasar allí una Nochebuena. Ahora tal vez no les gustaría... ¿Quizá no están en buena disposición?—añadió con simpática solicitud, observando las caras de sus oyentes.
—No diré que no—respondió Tomás Flavio, algo más animado.—Puede que sí. ¿Pero y tu mujer, viejo? ¿Qué tal va?
El viejo titubeó.
Todo Bar Sansón sabía que las experiencias conyugales no habían sido felices para él.
Su primera esposa, una mujercita delicada y bonita, había sufrido las más vivas y celosas sospechas de su marido, hasta que un día éste convidó a su casa a todo el Bar para que su infidelidad quedase plenamente probada.
Pero al llegar los de la partida, encontraron a la tímida e inocente criatura tranquilamente ocupada en sus obligaciones caseras, y tuvieron que retirarse corridos y avergonzados.
La delicada sensitiva no se repuso fácilmente del choque de tan extraordinario ultraje.
Le costó trabajo recobrar el aplomo para dar suelta a su amante, de un armario en que estaba escondido y escaparse con él. Para consuelo del marido, le dejó abandonado un niño de tres primaveras.
La actual consorte del viejo había sido su cocinera: mujer corpulenta, de carácter brutal.
Antes que pudiera contestar, Juan Dimas expuso en breves razones que la casa era del viejo, y que, invocando el poder divino, si estuviera él en su casa convidaría a quien le pluguiese, aun cuando haciéndolo pusiera en peligro su salvación. Los espíritus malignos, añadió además, lucharían en vano contra él.
Todo esto dicho con una sequedad y vigor perdidos en esta traducción obligada.
—Naturalmente... seguro... esto es—dijo el viejo frunciendo también el entrecejo.—No hay nada de particular. Es mi casa; yo mismo he levantado todos sus maderos. No hay por qué temerla. Tal vez grite un poco, como hacen las mujeres, pero volverá a las buenas.
El viejo fiaba, para sus adentros, en la exaltación del licor y en el poder de un valeroso ejemplo para sostenerse en semejante situación.
Hasta aquel momento, Federico Bullen, oráculo y cabeza de Bar Sansón, no había hablado. Pero se quitó la pipa de los labios y prorrumpió:
—Viejo, ¿y cómo sigue tu niño Juanito? Se me figuró algo enfermizo la última vez que lo vi en el camino tirando piedras a los chinos, y no parecía interesarle eso en gran manera. Ayer pasó por aquí una tropa de ellos, ahogados en el río, y pensé en Juanito. ¡Oh! ¡cómo los echaría de menos! ¿Tal vez estorbaremos si está enfermo?
Visiblemente afectado, no sólo por este cuadro patético de la privación de Juanito, sino también por tan circunspecta delicadeza, se apresuró el padre a asegurarle que Juanito estaba mejor y que un poco de broma quizá le mejoraría algún tanto.
Entonces Federico se levantó, y desperezose diciendo:
—Ya estoy. Enséñanos el camino. En marcha.
Y con un salto y un aullido característicos, precediolos, saliendo a fuera.
Al pasar por delante del hogar agarró un tizón encendido, acción que repitieron los demás de la partida, siguiéndolo de cerca, codeándose, y antes de que Daniel, el asombrado propietario de la droguería, conociera la intención de sus huéspedes, la sala estaba completamente desocupada.
Hacía una noche más oscura que boca de lobo. Las improvisadas antorchas se extinguieron a la primera racha de viento y únicamente los rojos tizones oscilando en las tinieblas como fuegos fatuos iluminaban vagamente el estrecho sendero.
Este les conducía por la cañada del Pino arriba, a cuya entrada se escondía en la cuesta una ancha pero baja cabaña con un techo primitivo hecho de cañas y cortezas de pino.
Era el hogar del viejo y a la vez entrada de la mina en que trabajaba cuando lo hacía.
Una vez allí el acompañamiento, se paró un momento por delicada deferencia al anfitrión, que llegó de la retaguardia jadeante.
—Quizá hicieran ustedes bien en aguardar un segundo aquí fuera, mientras yo entro y veo si todo está corriente—dijo el viejo con una indiferencia que estaba muy lejos de su ánimo.
La indicación fue buenamente aceptada; la puerta se abrió y cerró tras del anfitrión, y sus compañeros, apoyando las espaldas contra la pared y cobijándose bajo el alero del tejado, esperaron con el oído atento.
Por algunos momentos no se oyó más sonido que el gotear del agua del alero y el de las ramas que luchaban contra el viento que las sacudía, crujiendo por encima de sus cabezas.
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br /> Los convidados principiaron a inquietarse y cuchichear indicaciones y sospechas que pasaron de boca en boca.
—Sospecho que para empezar ya me le ha roto la crisma.
—Le habrá metido en el túnel y allí le dejará emparedado, seguramente.
—Le tendrá en el suelo y estará sentada encima.
—Probablemente está hirviendo algo para echárnoslo; apartémonos de la puerta por lo que pudiera ser.
Pero en este momento el pestillo crujió, abriose despacio la puerta, y una voz dijo:
—Entren a cubierto de la lluvia.
La voz no era la del viejo ni la de su mujer.
Era una voz infantil, cuyo débil timbre quebrantaba aquella ronquera antinatural, que sólo pueden dar la vagancia y el abuso prematuro del alcohol.
Apareció ante ellos la figura de un niño, cuya cara podía haber sido bonita y aun distinguida a no oscurecerla de por dentro las maldades aprendidas y a no haber impreso en ella su sello la suciedad y el abandono.
Su cuerpecito estaba envuelto con una manta, y se conocía que acababa de levantarse de la cama.
—Entren—repitió—y no hagan ruido. El viejo está allí hablando con madre—prosiguió señalando un cuarto adyacente, que parecía ser una cocina, desde la cual la voz del viejo llegaba en tono de clemencia.
—Suéltame—añadió el niño refunfuñando y dirigiéndose a Federico Bullen que le había agarrado envuelto en la manta y fingía quererle echar al fuego del hogar.
—¡Déjame, maldito viejo loco! ¿oyes?
Puesto así a raya Federico Bullen, dejole en el suelo, mientras que los hombres entraron silenciosamente, colocándose en el centro del cuarto y alrededor de una larga mesa de toscas tablas.
Inmediatamente Juanito encaminose con gravedad hacia un armario y sacó varios objetos que colocó sobre la mesa pausadamente.
—Ahí tienen ustedes aguardiente y bizcochos, arenques ahumados y queso (y en su camino hacia la mesa dio una dentellada a este último). Y azúcar. (Sacó con mano muy sucia un puñado.) Hay también manzanas secas en la alacena; pero no me chocan. Las manzanas hinchan. Helo aquí todo—terminó.—Olvidábame el tabaco. Ahora a ello y sin temor: no hago caso de la vieja; al fin y al cabo, no me es nada ¡Ea, pues!