Bocetos californianos

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Bocetos californianos Page 20

by Harte, Bret


  —Señora, honran sobre manera a su sexo, pero es preciso también considerar los sentimientos, la situación de una madre, y, al propio tiempo, mi misma situación.

  El coronel hizo aquí una pausa y, sacando un pañuelo blanco, lo pasó descuidadamente sobre su pecho y luego se sonrió cínicamente a través de sus bordados pliegues.

  Luego añadió:

  —¿Por qué una leve sombra ha de nublar la armonía de dos almas que mueve un solo pensamiento? ¡Ciertamente, la niña es hermosa, es buena, pero, al fin y al cabo, es hija de otro! Fuese la niña, Clara, pero no todo se fue con ella. ¡Clara, considera, querida, que siempre me tendrás a mí a tu lado!

  Clara se levantó con energía.

  —¡Usted!—gritó con una nota de pecho que hizo vibrar los cristales.—¡Usted, con quien me casé para que mi querida niña no muriese de hambre! ¡Usted, perro al que llamé a mi lado para alejar de mí a los hombres! ¡Usted!...

  No pudo continuar. Precipitose en el cuarto vecino, que ocupaba Carolina; luego pasó rápidamente a su propio dormitorio, y apareció de repente ante él, erguida, amenazadora, con un fuego abrasador en los pómulos, fruncidas las cejas y contraída su garganta. Pareciole al coronel que su cabeza se achataba y se deprimía su boca como la de un ofidio.

  —¡Roberto!—dijo con voz ronca y enérgica.—¡Oiga, coronel! Si desea alguna vez fijar su vista en mí, tráigame antes a la niña. Si alguna vez quiere hablarme o acercarse, tiene que devolvérmela. Donde ella esté, estaré yo, ¿oye? ¡Allá donde ella ha ido, me encontrará a mí!

  Y otra vez pasó por delante de él furiosa, echando hacia fuera los brazos desde los codos abajo, como si se librase así de vínculos imaginarios, y, penetrando en su cuarto, cerró la puerta y dio vuelta a la llave con violencia.

  El coronel Roberto, aunque no era cobarde, sentía para una mujer enojada un miedo supersticioso; retrocedió para dejarle libre el paso y fue a rodar impotente por el canapé. Allí, después de uno o dos esfuerzos infructuosos para ponerse en pie, permaneció inmóvil, profiriendo de vez en cuando blasfemias mezcladas con protestas incoherentes, hasta que, por fin, sucumbió al cansancio de la emoción y al narcotismo del alcohol ingerido.

  Mientras tanto, la señora de Ponce recogía excitada sus joyas y hacía su maleta, como ya otra vez la había hecho en el transcurso de su accidentada existencia. Quizá un recuerdo de aquella escena vagaba por su mente, pues repetidas veces se detuvo para apoyar las encendidas mejillas en su mano, como si otra vez debiese aparecer la figura de la niña, de pie en el umbral y repitiendo con voz angelical la consabida pregunta de:—¿es mamá?—Mas este nombre le atormentaba ahora cruelmente. Apartolo de su imaginación con un rápido y apasionado gesto y enjugó una lágrima que rodaba por sus mejillas.

  Después quiso la casualidad que, removiendo sus ropas, diese con una zapatilla de la niña, con una de las cintas estropeada. Un agudo grito salió de su pecho, el primero que había proferido aquel día, y la estrechó contra sí, besándola apasionadamente una y otra vez; meciola con ese movimiento maternal propio de la mujer, y después la llevó hasta la ventana, para verla mejor a través de las lágrimas que nublaban sus pupilas. De repente sufrió un fuerte ataque de tos que intentó ahogar llevando el pañuelo a sus labios rojos como la grana. Y luego sintió que desfallecía; pareciole que la ventana huía delante de ella, que el suelo se hundía bajo sus pies, y tambaleándose llegó a la cama, cayó boca abajo sobre ella, estrechando convulsivamente contra su pecho el pañuelo y la zapatilla. Su rostro estaba horriblemente pálido, las órbitas de sus ojos se oscurecían, y en sus labios primero, luego en su pañuelo y por fin sobre el blanco cubrecama aparecieron unas gotas de sangre.

  Levantose el viento con fuerza, sacudió las celosías y agitó las blancas cortinas de un modo fantástico; luego, una niebla gris se deslizó suavemente por encima de los tejados, acariciando las paredes barridas por el viento y envolviéndolo todo en luz incierta e imponente quietud...

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  Clara yacía inmóvil; a pesar de todas sus desdichas, era una bellísima desposada, pero al otro lado de la puerta cerrada con cerrojo, el coronel roncaba con violencia en su lecho improvisado.

  IV

  El pequeño pueblo de Génova, en el Estado de Nueva York, ponía de manifiesto la semana anterior a la Navidad del año 1870, aún más que de costumbre, la amarga ironía del nombre que le dieron sus fundadores. Una copiosa nevada blanqueaba matorrales, plantas, paredes y palos de telégrafo; ponía estrecho cerco a la dulce capital italiana, arremolinábase alrededor de las enormes columnas dóricas de madera en la casa de correos y en el hotel, suspendíase de las persianas verdes de las mejores casas y empolvaba las siluetas angulosas, rígidas y oscuras de sus vías. Las naves de las cuatro principales iglesias de la ciudad, se alzaban abruptas rompiendo la línea de las casas, y escondían en el bajo torbellino sus deformes torres. Cerca de la estación, la nueva capilla metodista, semejante a una enorme locomotora, precedida, a manera de salvavidas, de su piramidal escalinata, parecía esperar que algunas casas se le agregaran para irse a un lugar más placentero. Y el orgullo de Génova, el gran Instituto Crammer, para señoritas, dominaba la avenida principal con su extraña fachada de ladrillo y su alta y majestuosa cúpula. Desde cualquier punto de la ciudad, se divisaba fácilmente el Instituto Crammer; así es que, bajo este punto de vista, no desmentía su carácter de establecimiento público en el que no faltaba nunca un visitante en su escalera y una cara bonita asomada a sus ventanas.

  El silbido de la locomotora del expreso septentrional de las cuatro, atrajo a la estación a muy poca de su habitual y desocupada concurrencia. Sólo un pasajero bajó y se dirigió en el solitario trineo hacia el Hotel de Génova. En seguida el tren huyó indiferente como todos los trenes expresos, por la curiosidad humana; volvió el vacío furgón de equipajes a su cochera y el jefe de la estación cerró la puerta con llave y se fue a retiro.

  El chillido de la locomotora despertó la culpable conciencia de tres señoritas del Instituto Crammer que en aquel momento se regalaban en una calle vecina, en la dulcería de doña Brígida, comiendo pasteles. Las reglas del Instituto dejaban amplio desarrollo a la naturaleza física y moral de sus alumnas; en público se conformaban con sus excelentes reglas de dieta, pero privadamente se permitían extrarreglamentarios festines con las golosinas de su abastecedor particular del pueblo; asistían a la iglesia con formalidad ejemplar, pero coqueteaban durante el oficio divino con la dorada juventud del pueblo; en las clases recibían severa y moral instrucción y durante el asueto devoraban las novelas más edificantes. El fruto de esta doble enseñanza era una agrupación de jóvenes robustas, alegres y encantadoras que daban al Instituto infinito crédito. Doña Brígida, a pesar de que le debían importantes sumas, alababa el buen humor y belleza juvenil de sus parroquianas y declaraba que la vista de estas señoritas la rejuvenecía, pero se sospechaba de ella que favoreciese sin escrúpulos las clandestinas incursiones que aquellas hacían.

  —¡Amigas! las cuatro; si no estamos de vuelta para las oraciones, daremos que hablar—dijo levantándose la más alta de estas vírgenes locas, muchacha de nariz aguileña y maneras resueltas que revelaban a la inteligente directora del cotarro.

  —¿Tienes los libros, Adelaida?

  Adelaida enseñó debajo de su impermeable tres libros de no muy santa apariencia.

  —¿Y las provisiones, Carolina?

  Carolina mostró de su saquito un paquete de aspecto sospechoso.

  —Todo está corriente. Chicas, en marcha. Póngalo en la cuenta—añadió saludando con la cabeza a la huéspeda, mientras se adelantaban hacia la puerta.—Le pagaré cuando llegue el trimestre a mi poder.

  —No, Catalina—repuso Carolina, sacando su portamonedas,—déjame pagar, me toca a mí.

  —De manera alguna—dijo Catalina, arqueando soberanamente sus negras cejas,—ya sé que tienes ricos parientes en California que te envían puntualmente fondos, pero
no quiero permitirlo. Vamos, chicas, ¡adelante!

  Al abrir la puerta, una fuerte ráfaga de viento penetró violentamente en la tienda, lo cual asustó a la bondadosa doña Brígida.

  —¡Por Dios, señoritas, no deberían ustedes salir con este tiempo! Será mejor que me dejen mandar un recado al Instituto y les arreglaré aquí una buena cama.

  Mas la última frase se perdió en el coro de chillidos medio ahogados que arrojaban las niñas, agarradas de la mano, lanzándose en mitad del temporal, y muy pronto fueron envueltas en el torbellino huracanado.

  Anochecía, y las breves horas de aquel día de diciembre, que no alumbraban los vivos colores de la puesta del sol, terminaban rápidamente. La temperatura era fría por demás y en el aire giraban densos copos de nieve. La inexperiencia, y sobre todo los bríos de la juventud, daban a las muchachas resolución; pero osaron atravesar el campo por un atajo para evitar los recodos de la calle Mayor, y la risa expiró en sus labios y las lágrimas comenzaron a apuntar en los ojos de Carolina. Retrocedieron, y al llegar al camino, estaban abrumadas de fatiga.

  —Volvámonos—dijo Carolina.

  —No nos sería posible ya atravesar otra vez el campo—dijo Adelaida.

  —Parémonos, pues, en la primera casa—repuso aquella.

  —La primera casa—dijo Adelaida, mirando a través de la naciente oscuridad,—es del squire Robinson—dijo y echó a Carolina una mirada picaresca que hasta en su inquietud y miedo hizo que las mejillas de la niña se tiñeran de carmín.

  —¡Eso es! Sí—dijo Catalina irónicamente,—por supuesto, detengámonos en casa del squire, y nos convidará a cenar, y luego nos llevará a casa en coche tu querido amigo Enrique, con formales excusas del señor Robinson, suplicando que por esta vez se nos perdone. No—prosiguió Catalina con repentina energía,—eso puede que te plazca a ti; pero yo me vuelvo como he venido, por la ventana, o bien me quedo en este mismo lugar.

  Y cayó repentinamente sobre Carolina, que lloraba sobre un montón de nieve, y la sacudió con fuerza.

  —Luego dormirás. ¡Chito! ¡Callemos! ¿qué es eso?

  Se oían los cascabeles de unas colleras y en la oscuridad venía hacia ellas un trineo con un solo conductor.

  —Escondámonos, chicas: si es alguien que nos conozca, estamos perdidas.

  Afortunadamente, no lo era, y antes de que pudiesen poner por obra su pensamiento, una voz desconocida a sus oídos, pero bondadosa y de agradable timbre, preguntó si podía serles útil en alguna cosa. Era un hombre envuelto en una hermosa capa de piel de foca, cubierta la cabeza por una gorra de la misma piel, y con la cara medio tapada por una bufanda también de pieles, dejaba ver solamente unos largos bigotes y dos ojos negros de gran viveza.

  —Es un hijo del viejo San Nicolás—dijo en voz baja Adelaida.

  Las muchachas, conversando en voz natural, recostadas en el trineo, recobraron su anterior tranquilidad.

  —¿A dónde voy a llevar a ustedes?—dijo tranquilamente el incógnito sujeto.

  Hubo, entre ellas, una rápida consulta, y por fin, Catalina dijo con decisión:

  —Al Instituto Crammer.

  Ascendieron en silencio la cuesta hasta que el largo y ascético edificio se destacó ante ellas. El desconocido tiró repentinamente de las riendas y preguntó:

  —¿Por dónde entran ustedes? Ustedes saben el camino mejor que yo.

  —Por la ventana posterior—dijo Catalina con repentina y asombrosa franqueza.

  —¡Ya comprendo!—contestó el extraño guía sin inmutarse.

  Y apeándose al momento, quitó de los caballos los sonoros cascabeles.

  —Ahora podemos aproximarnos tanto como ustedes quieran—añadió a modo de explicación.

  —Seguramente es un hijo de San Nicolás—dijo en voz baja Adelaida,—¿no podríamos pedirle noticias de su padre?

  —¡Silencio!—dijo Catalina con decisión,—puede que sea un ángel.

  Y con deliciosa incoherencia perfectamente comprendida por su femenil auditorio, prosiguió:

  —Estamos hechas tres visiones.

  Saltaron cautelosamente los cercados y finalmente pararon a pocos pies de distancia de un sombrío muro. El desconocido ayudolas a apearse. La confusa y escasa luz de poniente reverberaba en la nieve, y a medida que el guía presentaba la mano a sus bonitas compañeras, cada una de éstas se veía sometida a un examen detenido, aunque respetuoso. Revestido de la mayor gravedad, ayudolas a abrir la ventana, retirándose luego discretamente al trineo hasta que terminó el difícil y un si es no es descompuesto acceso al interior. Después volvió hasta la ventana.

  —Gracias: buenas noches—murmuraron las niñas a un tiempo.

  Una de las tres figuras permanecía aún en la ventana, y el desconocido inclinose sobre el pretil.

  —¿Permítame que encienda aquí este cigarrillo, pues la luz del fósforo ahí fuera podría llamar la atención?

  Con la ayuda de esta luz pudo ver a Catalina bonitamente encuadrada en la ventana. Consumiose la cerilla lentamente entre sus dedos, y una sonrisa picaresca asomó en los labios de Catalina. La astuta joven había comprendido tan pobre subterfugio. ¿De qué le había de valer, pues, el ser primera en su clase, y para qué si no, habrían sus padres satisfecho la matrícula durante tres años consecutivos?

  Al día siguiente la tempestad había cesado, y el sol resplandecía vivo y alegre en la sala de estudio, cuando Catalina de Corlear, que tenía su sitio junto a la ventana, llevose patéticamente la mano al corazón y se dejó caer sobre el hombro de su vecina Carolina, simulando un repentino desvanecimiento.

  —Está aquí—suspiró.

  —¿Quién?—preguntó con interés Carolina, que no comprendía nunca claramente cuándo Catalina hablaba formal.

  —¿Quién? ¡Pues el hombre que nos salvó anoche! Acabo de verle hace un instante llegar a la puerta. Calla: dentro de un momento estaré mejor.

  Y la hipócrita se pasó patéticamente la mano por la frente con ademán trágico.

  —¿Qué es lo que querrá?—preguntó Carolina con curiosidad cada vez más acentuada.

  —Pregúntaselo—dijo Catalina en tono despreocupado.—Quizá poner en el colegio a sus cinco hijas. Tal vez quiera perfeccionar la educación de su mujer y ponerla en guardia contra nosotras.

  —Pues chica, no parece viejo, y menos casado—contestó Adelaida doctrinalmente.

  —¡Pobre muchacha! ¡Eso nada significa!—contestó la escéptica Catalina.—No puede una nunca decir nada de estos hombres... ¡Son tan falsos! Además, yo siempre tengo tan mala fortuna.

  —¡Pues... Catalina!—comenzó Carolina.

  —¡Silencio! La señora va a decir algo—dijo Catalina, con una sonrisa.

  —Las educandas harán el favor de prestar atención—dijo pausadamente una voz indolente.—En el locutorio preguntan por la señorita Carolina Galba.

  Don Juan Príncipe, nombre estampado en la tarjeta y en varias cartas y credenciales sometidas al Reverendo señor Crammer, se paseaba impaciente por el severo aposento designado oficialmente con el nombre de sala de recepción, y privadamente entre las alumnas con el de purgatorio. Con escrutadora mirada examinaba los rígidos detalles de la sala, desde el pulimentado calorífero de vapor parecido a un enorme soda-cracker barnizado, que calentaba un extremo del cuarto, hasta el busto monumental del doctor Crammer, que daba escalofríos en el opuesto, desde el padrenuestro dibujado por un ex maestro de caligrafía, con tal variedad de elegantes rasgos de escritura, que disminuía notablemente el valor de la composición, hasta tres vistas de la población, tomadas del natural desde el Instituto, por el profesor de dibujo, y que nadie hubiese sido capaz de reconocer; desde dos citas ilustradas del Antiguo Testamento, escritas en letra inglesa, tan horriblemente remotas que helaban todo humano interés, hasta una gran fotografía de la clase superior, en la cual las niñas más bonitas tenían el color etiópico, sentadas, al parecer, unas sobre las cabezas y hombros de las otras. Hojeó maquinalmente las páginas de catálogos escolares, los Sermones del doctor Crammer, los Poemas de Henry Kirke White, las Leyendas
del Santuario y Vidas de mujeres célebres; su ya viva imaginación, nerviosamente acrecentada por su situación especial, le representó las tiernas reuniones y conmovedoras despedidas que debían haber tenido lugar allí, y extrañose de que el aposento no guardara algo que pudiese expresar tales humanos sentimientos, y hasta había olvidado casi el objeto de su visita, cuando se abrió la puerta para dejar paso a Carolina Galba.

  El rostro del visitante que había vislumbrado la noche anterior, le pareció más bonito aún de lo que le había parecido entonces, y sin embargo, estaba como desorientado o descontento, aun cuando no podía esperar encontrarse con tan bella criatura. Conservaba su abundante y ondulado cabello el tinte dorado metálico de antes; su color, de extraña delicadeza como el de una flor, y sus ojos, castaños del color de algas marinas en aguas profundas. No era, pues, su belleza la que le desilusionaba.

  Carolina se encontraba, por su parte, como violenta, sin ser tan impresionable como él. Ante sí tenía a uno de estos hombres a quien su sexo califica en términos vagos de simpáticos, esto es, correcto en todos los superficiales accesorios de moda, vestido, ademanes y de figura agradable. Sin embargo, había en él una distinción excepcional; no se parecía a nadie que ella pudiera recordar, y como la originalidad suele tan a menudo asustar a las gentes como atraerlas, no se sintió predispuesta en su favor.

  —No puedo apenas esperar—principió en amable tono,—que me recuerde usted. Hace once años era una niña muy pequeña. Tal vez ni siquiera pueda reivindicar en mi favor el haber disfrutado de la familiaridad que podía existir entre una niña de seis años y un joven de veintiuno. Creo que no era muy amigo de los niños. Sin embargo, conocí muy bien a su madre, pues cuando ella le llevó a San Francisco era yo editor de El Alud en Fiddletown.

  —Quiere usted decir mi madrastra; ya sabe usted que no era mi madre—interpuso Carolina con viveza.

  —Quise decir su madrastra—dijo gravemente.—Nunca he tenido el gusto de encontrarme con su madre de usted.

 

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