by Harte, Bret
—No; hace doce años que mamá no ha estado en California.
El tono de aquel título y la distinción que establecía era tan intencionado, que principió a interesar a Príncipe, después que se hubo repuesto de su primera sorpresa.
—Perfectamente, pero como ahora vengo de parte de su madrastra—prosiguió sonriendo,—tengo que rogarle que por algunos momentos vuelva a aquel punto de partida. Su señora madre, digo, su madrastra, reconoció que su madre, la primera Galba, era legal y moralmente su tutora, y aunque muy a pesar de sus inclinaciones y afectos, la colocó de nuevo bajo la tutela de aquélla.
—Mi madrastra se volvió a casar antes de cumplir el mes de la muerte de mi padre, y me envió a casa—dijo Carolina, alzando ligeramente la cabeza y con mucha intención.
El señor Príncipe sonriose tan dulcemente, y al parecer con tanta simpatía, que principió a gustar a Carolina. Sin contestar a la interrupción, prosiguió:
—Una vez realizado este acto de simple justicia, pusiéronse de acuerdo su madre y su madrastra para costear los gastos de su educación hasta que cumpliese diez y ocho años, época en que deberá usted elegir cuál de las dos ha de ser en adelante su tutora. Me parece que a la sazón se le comunicó a usted todo eso y que por lo tanto tiene reconocimiento del citado convenio.
Entonces, yo no era más que una criatura—dijo Carolina.
—Ciertamente—dijo el señor Príncipe, con la misma sonrisa.—Con todo, me parece que las condiciones jamás han sido molestas a usted ni a su señora madre, y la única vez que quizá le causen alguna inquietud, será cuando llegue a decidir en la elección de su tutora, lo cual será al cumplir los diez y ocho años... creo que el día 20 del mes corriente.
Carolina permaneció en silencio.
—Sentiría creyese que he venido aquí para conocer su decisión, aun cuando esté hecha ya. Tan sólo he venido a manifestarle que su madrastra, la señora de Ponce, estará mañana en la ciudad y pasará algunos días en ella. Si es su deseo verla antes de decidir, ella se alegrará de poder estrecharla en sus brazos, sin que ello implique la más remota intención de influir en su decisión, libre de todo punto.
—¿Sabe madre que ella viene?—dijo apresuradamente Carolina.
—No podría contestarlo—dijo Príncipe gravemente.—Sólo sé que si ve usted a la señora de Ponce será con permiso de su madre, pues ella sabrá respetar sagradamente esta parte del convenio hecho hace ocho años. Su salud es muy delicada, y el cambio de aires y quietud del campo durante unos días le serán altamente beneficiosos.
Príncipe posó la mirada de sus vivos y penetrantes ojos sobre la joven, y contuvo el aliento hasta que ella anunció:
—Madre llegará hoy o mañana.
—¡Ah!—dijo Príncipe con dulce y lánguida sonrisa.
—¿El coronel Roberto está aquí también?—preguntó Carolina después de una pausa.
—El coronel Roberto ha muerto; por segunda vez ha enviudado su madre.
—¡Muerto!—repitió Carolina.
—Sí—contestó Príncipe,—su madrastra ha tenido la singular desgracia de sobrevivir a sus afectos más caros.
No pareció comprenderlo Carolina, pero Príncipe, sin dar explicaciones, se sonrió con dulzura.
Dos lágrimas temblaron al poco rato en los párpados de Carolina.
El señor Príncipe aproximó su silla hacia ella dulcemente.
—Temo—dijo con extraño brillo en su mirada y retorciendo las guías de su bigote,—temo que se preocupa usted demasiado del asunto. Pasarán algunos días antes que se le pida una resolución. Hablemos de otra cosa; supongo que no se resfrió ayer noche.
El rostro de Carolina adquirió con una sonrisa su gracia peculiar.
—¡Le pareceríamos sin duda tan alocadas!... ¡Y dímosle tanta molestia!...
—En manera alguna, se lo aseguro. Mis sentimientos de las conveniencias sociales—añadió con gazmoñería,—se hubieran alarmado quizá con cierta justicia si me hubiesen propuesto que ayudara a tres señoritas a salir de noche por la ventana de la clase, pero ya que se trataba de entrar nuevamente en ella...
Sonó con fuerza la campanilla de la puerta de entrada y el señor Príncipe se puso en pie.
—En fin; tómese todo el tiempo que necesite, y reflexione bien antes de resolver.
Sin embargo, el oído y la atención de Carolina estaban fijos en las voces que sonaban en la entrada. De repente, se abrió la puerta y el criado anunció:
—La señora Galba y el señor Robinson.
V
Don Juan Príncipe se dirigía a través de los arrabales del pueblo hacia el hotel, mientras el tren de la tarde lanzaba en un silbido su habitual e indignada protesta al tener que pararse en Génova.
Estaba fatigado y de mal humor: un paseo de una docena de millas en coche a través de los pueblos circunvecinos nada pintorescos, y por entre pequeñas y económicas casas de labranza y otros edificios del campo que molestaban su delicado gusto, había dejado a este caballero en un pésimo estado de ánimo. Habría incluso evitado a su taciturno posadero a no acecharle en la entrada misma del hotel.
—Hay una señora en la sala que le está esperando.
Apresurose Príncipe a subir la escalera, y al entrar en el cuarto, la señora de Ponce voló a su encuentro.
A decir verdad, habíase desmejorado mucho en los últimos diez años. Su arrogante talle habíase reducido; las seductoras curvas de su busto y espaldas estaban quebradas o perdidas; el brazo, antes lleno de plasticidad, encogíase en su manga, y los brazaletes de oro que cercaban sus níveas muñecas casi se le escurrieron de las manos, cuando sus largos y huesosos dedos sacudieron convulsivamente las manos de Juan. Pintaba sus mejillas el abrasado calor de la fiebre; sus brillantes ojos aún eran hermosos, su boca sonreía dulcemente aún, pero en los hoyos de aquellas mejillas demacradas estaban sepultados los graciosos hoyuelos de antaño y los labios se entreabrían para facilitar la respiración fatigosa exponiendo los blancos dientes, más aún de lo que acostumbraba hacerlo en tiempos ya lejanos. La aureola de su rubio cabello persistía aún; era más fino, más etéreo y sedoso, pero, a pesar de su abundancia, no ocultaba los huecos de las sienes cruzadas de azules venas.
—Clara—dijo Juan en tono de reproche.
—¡Te ruego me perdones, Juan!—dijo, dejándose caer en una silla, pero asida aún de su mano,—perdóname, amigo mío, pero ya no podía aguardar más; me hubiera muerto. Juan, muerto sin que acabaran estos días. Te pido conmigo un poco más de paciencia; no va a ser largo, pero deja que me quede aquí. Sé que no debo verla, no le hablaré; pero es tan dulce sentir que por fin estoy cerca de ella, que estoy respirando el mismo aire que mi amada... Me siento mejor ya, Juan, te lo aseguro. Y ¿la has visto hoy? ¿Qué tal estaba? ¿Qué dijo? Dímelo todo, todo, Juan. ¿Estaba hermosa? Dicen que lo es. ¿Ha crecido mucho? ¿La hubieras reconocido?... ¿Vendrá, Juan? Acaso ha estado ya aquí; quizá...
Se había puesto de pie, excitada, trémula y miraba hacia la puerta de entrada.
—Acaso esté aquí ahora. ¿Por qué no hablas, Juan? ¡Por Dios! Explícate.
Unos penetrantes ojos se fijaron vivamente en ella, con una ternura que quizá ella sola era capaz de comprender.
—Amiga Clara—dijo afectando alegría,—tranquilízate. El cansancio te ha rendido y la excitación del viaje te ha puesto en un estado lamentable. He visto a Carolina; está buena y hermosa. Por ahora, esto es bastante.
El grave tono y suave firmeza con que subrayó estas palabras la sosegaron, como a menudo lo hacía en otros tiempos. Acariciando su delgada mano, dijo después de un corto intervalo:
—¿Te ha escrito alguna vez Carolina?
—Sí, en dos ocasiones, dándome las gracias por algunos presentes; no eran más que cartas de colegiala—- añadió impaciente, contestando a la interrogadora mirada de Juan Príncipe.
—¿Ha llegado alguna vez a saber tus penas? Tus aprietos, los sacrificios que hiciste para pagar sus cuentas, que empeñaste alhajas y la ropa...
—¡No, no!—interrumpió rápidame
nte aquélla.—¡No! ¿Cómo podía saberlo? No tengo enemigo bastante cruel para haberle hecho estas revelaciones.
—¿Pero si ella lo hubiese sabido por algún conducto? Si Carolina pensase que eres pobre para mantenerla, podría influir en su decisión. Los espíritus jóvenes gustan de la posición que da el dinero. Quizá tenga amigos ricos... puede que un amante...
A estas palabras, la señora de Ponce se estremeció.
—Pero—dijo ella con vehemencia, asiendo la mano de Juan,—cuando me encontraste enferma y sin recursos en Sacramento; cuando... ¡Dios te bendiga por ello, Juan! me ofreciste tu apoyo para venir a Oriente, dijiste que sabías algo, que tenías algún plan, que podía hacernos a Carolina y a mí independientes.
—Es verdad—dijo Juan, precipitadamente,—pero antes quiero que te pongas fuerte y buena, y ahora que estás más tranquila, quiero contarte fielmente mi entrevista con ella.
Y empezó Príncipe a describir la ya narrada entrevista, con singular acierto y discreción que harían palidecer mi propio relato sobre aquella escena. Sin omitir una palabra ni un detalle sin suprimir un sólo incidente, logró cubrir con poético velo aquel prosaico episodio, hizo lo posible para rodear a la heroína de conmovedora atmósfera, que, aunque no del todo falsa, dejaba entrever, no obstante, el genio que diez años antes hacía a la vez interesantes e instructivas las columnas de El Alud de Fiddletown. Tan sólo cuando vio el encendido color y notó la entrecortada respiración de su ansiosa oyente, sintió una repentina punzada de remordimiento, murmurando entre sus apretados dientes:
—¡Dios la ayude y me perdone! Pero, ¿cómo es posible que yo se lo diga todo ahora?
Aquella noche, al apoyar la señora de Ponce su cansada cabeza sobre la almohada, trató de imaginarse a Carolina durmiendo en aquel momento tranquilamente en la gran casa-colegio de la colina, y a la sola idea de que la tenía tan cerca sentía la infeliz pecadora inefable consuelo. Pero en aquel momento estaba Carolina inestablemente sentada en el borde de su cama; semidesnuda, y con un gracioso mohín en sus bonitos labios, enroscaba entre los dedos sus largos rizos leonados, mientras que su compañera, Catalina de Corlear, dramáticamente embozada en un largo cubrecama blanco, con su altiva nariz latiendo de indignación y sus negros ojos chispeantes, dominaba sobre ella como un enojado duende. Aquella noche había Carolina confiado sus desdichas e historia a Catalina, y esta excéntrica señorita, en lugar de prodigarle los consuelos de la amistad, mostrábase vehemente, indignada contra la indecisión de Carolina, y defendía las pretensiones de la señora de Ponce del modo más entusiasta y convincente.
—Ya ves, si la mitad de lo que me dices es verdad, tu madre y estos Robinson te están convirtiendo no sólo en una cobarde, sino en una ingrata mujer. ¡Vaya que respetabilidad! Mira, mi familia data de algunos siglos antes que los Galba, pero si mi familia me hubiese tratado alguna vez de esta manera y me hubiese pedido luego que volviera la espalda a mi mejor amiga, me llamaría andana.
Y Catalina castañeteó los dedos, frunció sus negras cejas, y echó miradas de indignación alrededor del dormitorio, como buscando algún cobarde en sus antepasados de Corlear.
—Tú hablas así, porque te ha caído en gracia ese señor Príncipe—dijo Carolina.
Según posterior manifestación de Catalina, empleando los ordinarios modismos de actualidad que habían penetrado hasta los virginales claustros del Instituto Crammer, aquél desde luego la embistió.
Catalina, sacudiendo altivamente la cabeza, echose sobre el hombro su abundosa cabellera de azabache, dejó caer una punta del cubrecama a manera de túnica vestal, y avanzó hacia Carolina a trágicas y exageradas zancadas.
—¿Y aunque así fuese, amiga? ¿Que si sé distinguir a primera vista un caballero? ¡Que si acierto a saber que entre un millar de entes tradicionales, cortados por un mismo patrón, incorrectas ediciones de sus abuelos como Enrique Robinson, por ejemplo, no encontrarías un solo caballero original, independiente, individualizado como tu Príncipe!... ¡Acuérdate, amiga, y ruega al cielo que realmente sea de veras tu Príncipe! Impetra del santo cielo que te dé un corazón contrito y reconocido, y da gracias al Señor por haberte enviado una amiga como Catalina de Corlear.
Con todo, después de esta imponente y dramática salida, rápida como un relámpago, asió la cabeza de Carolina, la besó entre las cejas y se retiró.
El día siguiente fue muy triste para Juan Príncipe. Estaba convencido en el fondo de su alma de que no conseguiría nada de Carolina. Sin embargo, era tarea dura y difícil ocultar esta convicción a la señora de Ponce, y alentar su sencilla esperanza con aparente optimismo y firmeza. Hubiera querido distraer su imaginación llevándola a dar un largo paseo en coche, pero ella temía que Carolina viniera durante su ausencia, y sus fuerzas decaían con rapidez. Cada vez que la miraba, se persuadía de que la decepción que la amenazaba extinguiría la escasa vida que latía en su debilitado organismo. Comenzó a dudar de la eficacia y prudencia de sus gestiones; recapituló los incidentes de su entrevista con Carolina, y casi atribuyó el mal éxito a su propia torpeza. No obstante, la señora de Ponce esperaba tan paciente y confiada, que llegó a quebrantar los presentimientos de Príncipe. Cuando el estado de la infeliz lo permitió, la llevaron, reclinada en una silla, al lado de la ventana, desde donde podía ver el colegio y la entrada del hotel. Trazaba a menudo agradables planes para el porvenir, en un imaginario hogar campestre. Incluso parecía que el pueblo le había caído en gracia; pero es de notar que el porvenir que bosquejaba era tranquilo y apacible. Creía que pronto estaría buena, decía que estaba ya mucho mejor, aunque acaso tardaría en encontrarse otra vez fuerte del todo. Solía proseguir de esta manera en voz baja hasta que Juan se echaba como un loco por la escalera abajo, y entrando en la sala común pedía licores que no bebía, encendía cigarros que no fumaba, hablaba con hombres a quienes no escuchaba, y su conducta era, en una palabra, la que es propia del sexo fuerte en períodos de prueba y de tribulación.
Terminó el día con el cielo encapotado y un viento penetrante y frío por demás. Algunos copos de nieve caían pausadamente. La señora de Ponce estaba aún tranquila y confiada, y cuando Príncipe hizo correr su sillón desde la ventana hasta el fuego, le explicó que como el año escolar terminaba, probablemente retenían a Carolina sus lecciones, y que no podía dejar el colegio más que por la noche, una vez terminadas aquéllas. Así es que permaneció levantada la mayor parte de la velada entretenida en adornarse y en peinar su sedoso cabello, tan bien como lo permitía su triste estado, para recibir dignamente a la suspirada visita.
—No he de dar miedo a la niña, Juan—decía como excusándose y con resabios de su antigua coquetería.
Transcurrido algún tiempo, recibió Juan un recado del posadero, diciendo que el médico deseaba verlo abajo un momento. Al entrar en el mal iluminado salón, Juan observó la figura embozada de una mujer cerca del hogar y disponíase a retirarse, cuando una voz, que recordaba muy agradablemente, exclamó:
—¡Oh! ¡no hay cuidado! El médico soy yo.
Y esto diciendo, se echó el capuchón hacia atrás, y Príncipe vio el negro cabello y los atrevidos ojos de Catalina de Corlear.
—No quiera usted inquirir más. Yo soy el médico, y he aquí mi receta.
Y señaló a Carolina que temblorosa y sollozando se acurrucaba en un ángulo del aposento.
—¡Debo tomarla inmediatamente!
—Pero, ¿es que su madre ha dado ya el permiso?
—No tal; ¡si yo comprendo los sentimientos de aquella señora!—contestó Catalina con resolución.
Pues entonces, ¿cómo se han escapado ustedes?—preguntó Príncipe gravemente.
—Por la ventana.
Cuando Príncipe hubo dejado a Carolina en brazos de su madrastra, volvió a la sala.
—¿Y bien?—preguntó Catalina.
—Se queda; también espero que esta noche nos dispensará el honor de quedarse con nosotros.
—Como no cumpliré diez y ocho años ni seré dueña de mí misma el día veinte, y como no tengo una madrastra enferma, no es de razón
que me quede.
—¿Me permitirá entonces que la acompañe otra vez hasta la ventana del Instituto?
Al volver media hora más tarde, Príncipe encontró a Carolina sentada en un taburete a los pies de la señora de Ponce. Con la cabeza sepultada en la falda de su madrastra, y sollozando, se había dormido. La señora de Ponce llevó un dedo a sus labios.
—¿No te dije que vendría? Dios te bendiga, Juan. Buenas noches.
Al día siguiente la señora de Federico, acompañada del Reverendo Asa Crammer, director del Instituto, y de don José Robinson, personas respetables en extremo, se presentó indignada a Príncipe, teniendo lugar una borrascosa entrevista para reclamar a Carolina.
—No, no podemos permitir en manera alguna tal intervención—decía la señora de Federico, mujer vestida a la moda y de dudosa apariencia.—El término de nuestro convenio no ha llegado aún, y en las actuales circunstancias no estamos dispuestos a dispensar de sus condiciones a la de Ponce.
—La señorita Galba debe sujetarse al reglamento y disciplina del Instituto, hasta que salga oficialmente de él.
—Esta conducta puede dañar el porvenir y comprometer la situación de la educanda en la sociedad—indicó el señor Robinson.
Fue en vano que Príncipe expusiera el estado de la señora de Ponce, que no tenía complicidad alguna en la fuga de Carolina, que la acción de ésta era perdonable y natural, y que podían tener la seguridad de que se someterían a su expontánea decisión. Después, subiéndole la sangre a las mejillas, y con desdeñosa mirada, pero con singular sangre fría, añadió:
—Permítame dos palabras más. Tengo el deber de informarles de una circunstancia que seguramente me justificaría, como albacea del finado Galba para rechazar sus pretensiones. Unos meses después de la muerte del señor Galba, un chino que éste había tenido a su servicio, descubrió que tenía hecho un testamento, que se descubrió más tarde entre su documentación. El valor insignificante del legado, en su mayoría de terrenos, en aquel entonces escaso de valor, impidió a sus ejecutores testamentarios llevar a cabo su voluntad, y aun abrir y hacer público el testamento con las fórmulas prescritas por las leyes, hasta hace cosa de dos o tres años, cuando el valor de la propiedad hubo ya aumentado considerablemente. Las disposiciones de aquel legado son sencillas, pero terminantes. Los bienes de Galba quedan divididos entre Carolina y su madrastra, con la explícita condición de que ésta última sea su tutor legal, provea a su educación y substituya y haga las veces de padre en todo lo que sea del caso.