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Avenida Hope - VERSIÓN BILINGÜE (Español-Inglés) (John Ray Mysteries) (Spanish Edition)

Page 4

by John Barlow


  –Va bien.

  –¡Un establecimiento con muchos años! ¿Cuándo abrió el concesionario original?

  –En el sesenta y tres.

  Eso dice el artículo.

  –¡Caramba! La de material que debemos tener sobre ese lugar, todos estos años. Seguro que hay ficheros repletos.

  –Sí, sí. Provengo de una familia de delincuentes –le hace notar John al agente Steele–. Por si no lo sabe, mi padre y mi hermano eran unos granujas. Eso me impide dirigir un negocio con éxito.

  Steele se muestra indiferente mientras lo observa con atención. Ha borrado el desdén de su rostro con tanta fuerza que se todavía se le ven las marcas.

  –¡Antonio Ray! –dice Baron, ignorando del sarcasmo de John–. Muy famoso por estos pagos. ¿Cómo se encuentra el viejo?

  –Babea bastante, y cree que yo soy su tío Alfonso. Dejó de hablar hace un par de meses.

  El rostro de Baron ni se inmuta.

  –Está en el hogar de ancianos de Oakwell. Con vistas al parque Roundhay. Si va allí alguna vez, lleve dinero. Cobran por respirar.

  –¡Con todas las cosas que hizo su padre y no le cayó ni un año entre rejas, por increíble que parezca! En este edificio es una leyenda –se detiene Baron–. Siento oír, bueno ya sabe, lo de su padre.

  –¿Y mi hermano? Tratemos ese asunto ya que nos hemos puesto a ello. Joe acabó todavía peor, una faena de lo más desagradable. Pero al él sí que lo detuvieron un par de veces, ¿no?

  Baron intenta no parecer muy ufano, después de haber conseguido mosquear a Ray. Mira sin querer la puerta, sabiendo que la agente Danson no ha de estar muy lejos, deseando saber qué es lo que pasa. La pobre Den, fuera del caso, y pasando por la indignidad de ser la coartada del hijo de Tony Ray. No parece justo. Ella fue la primera oficial de policía en la escena del crimen la noche del tiroteo en Hope Road. Fue ella misma la que recogió lo que quedó de los sesos de la cara de su hermano. Y ahora es su jodida coartada. Pobre Den.

  –Su familia no me interesa –dice Baron, moviéndose en su silla de plástico, intentando ponerse cómodo–. Es a usted a quien tenemos aquí.

  Enumera de memoria:

  –John Ray, familia de delincuentes, rompe con la tradición familiar, obtiene buenas calificaciones en el colegio, y luego en Cambridge. Pasa algunos años viviendo en España, antes de volver al Reino Unido para formarse como contable. Quince años en dos prestigiosas empresas de contabilidad, primero en Londres, luego en Manchester. Hace dos años lo deja todo para ocuparse del negocio familiar. Gana un premio vendiendo coches de segunda mano. No tiene antecedentes penales. Fin de la historia.

  John sonríe.

  –Hace que suene, no sé, aburrido.

  Sonríen los dos.

  –Lo curioso –añade Baron– es que después de todos esos años como contable, y además en grandes empresas, no le hayan hecho socio en ninguna.

  –No soy ambicioso.

  –¿Ningún puesto directivo?

  –Digamos que no se me da bien aceptar órdenes de nadie.

  Baron extiende los brazos para luego dejarlos caer a los lados, y dobla los dedos.

  –Una profesión segura la de contable. Una buena tapadera, ¿no?

  –¿Tapadera de qué?

  –No lo sé.

  John sonríe

  –¡Así que si en mi familia había delincuentes, yo soy un delincuente! Sí, me dedico a robar bancos en mi tiempo libre. Es una de mis aficiones…

  Baron se inclina hacia adelante, con los dos brazos sobre la mesa.

  –Señor Ray. Estamos hablando de una joven que encontramos muerta en el maletero de uno de sus coches.

  –¿Qué?

  Está de broma. ¿De qué cojones…?

  –Muerta. En el maletero. La golpearon hasta aplastarle el cráneo. Es posible que también fuese violada.

  –Pensé que se trataba de un coche robado.

  –Se trata de asesinato, señor Ray. De eso y de cuarenta mil libras en billetes escondidos dentro de la rueda de repuesto.

  Silencio.

  –Una chica muerta –dice Baron finalmente–, y cuarenta mil en billetes.

  ¿Cuarenta? No le hagas caso. No hagas caso del dinero.

  –¿Quién era? –dice John, confuso–. ¿Quién fue el que…? ¿Hubo, quiero decir quién, quién demonios era?

  –La víctima murió en algún instante entre las diez de anoche y las dos de esta mañana. ¿Puede dar cuenta de su paradero durante ese tiempo, señor Ray?

  Baron no aguarda por una respuesta. Abre una carpeta de color marrón y saca una fotografía de la chica muerta. Tiene la cabeza ladeada y la falda le llega casi a la cintura.

  –Dios –dice John en voz baja, sacudiendo la cabeza, contemplando incrédulo el frágil cuerpo hecho un ovillo.

  –¿La conoce?

  –No. No la conozco.

  Mira fijamente su rostro, los ojos entornados, las manchas oscuras de carmín, algo de hinchazón en las mejillas y alrededor de los ojos. Unas facciones marcadas. Bonita. Incluso muerta.

  Un rostro hermoso, muerto.

  Pero no la conoce. ¿Por qué habría de conocerla?

  ¿Qué demonios es todo esto? ¿Y Den? ¿Dónde está Den?

  –Anoche estuve allí, en los premios –dice, señalando el periódico, quizás para poder apartar la mirada de la chica, o quizás porque no da crédito a lo que ve.

  –¿Y el coche? –dice Baron sin prestarle atención.

  Piensa. Ponte a pensar…

  –¿El coche? Un Mondeo –le cuesta pensar. Una chica que no conoce, muerta en uno de sus coches, y no en un coche cualquiera–. Nos llegó hace poco –dice, tratando por todos los medios de centrarse y pensar con claridad–. Se lo compramos a un tipo de Kirkstall Road. Lo había dejado en la calle con un letrero de Se vende en el parabrisas.

  –¿Cuándo?

  –El lunes. El lunes sobre las doce.

  –¿No le parece raro que alguien venda un coche a esa hora?

  –No si no tienes empleo. Para mí eso es bueno. Conseguí que me lo vendiese más barato.

  –Kirkstall Road. ¿Qué hacía en ese lugar?

  –Volvía a casa desde el concesionario de Frazer.

  –¿Visita social?

  –Sí, y también estuve echando un vistazo a sus modelos, y a los precios. Ya sabe, todos lo hacemos.

  Baron se detiene cuando Steele se levanta y sale. Regresa en lo que parecen unos segundos.

  –El coche –dice Baron cuando su compañero vuelve a ocupar su asiento–. Dinos más cosas de él.

  –Un tipo joven, de unos veintitantos. Cabello castaño corto, cazadora de aviador. Estaba colgando el cartel de Se vende cuando lo vi. Me pedía 900 y yo le ofrecí 550 al contado. Parecía desesperado. Le di 575.

  –¿Así de simple?

  –Así de simple. Ahora lo venderé por 800. Incluso podría cambiarlo por otro mejor. Estos Mondeo tienen muy buena pinta.

  –¿No se rebaja un poco vendiendo cacharros como ese?

  –Le sorprendería saber que no todo el mundo busca un coche mejor que el que tiene. Si tienes un vehículo aceptable y puedes cambiarlo por otro barato en buen estado, ganas algo de dinero. Los vecinos te criticarán, pero tienes un vehículo de cuatro ruedas. Parte de nuestras mejores existencias de gama media nos llegan de ese modo.

  –Interesante. ¿Sabías eso, Steele?

  Steele niega con la cabeza, elevando las cejas, entrando en el juego.

  –Llevaba trescientas libras, así que me dirigí a un cajero que había a unos ochocientos metros de distancia, y saqué trescientas más. Compré el coche en el acto. Lo cerré con llave, volví en mi coche al concesionario, llamé un taxi y me traje el Mondeo.

  –¿Puede corroborar eso?

  –¿El taxi? Taxis Dereck. Eran las tres de la tarde o así. Aquí debe de estar. Consulta el listado de llamadas de su iPhone.

  –Sí. Las tres menos cuarto del lunes.

  Steele anota los detalles y sale de la sala el tiempo suficiente como para pasarle la información a otro.

  –En
contramos su tarjeta de visita en la guantera –dice Baron después de que Steele haya vuelto–. Pero no los documentos de matrícula a su nombre.

  –He estado ocupado tratando de adquirir más vehículos, y todavía no me he ocupado de eso. Tenía seguro para conducirlo. Vamos, que estoy asegurado conduzca el coche que conduzca.

  –Me alegra saberlo.

  Baron hace otra de sus pausas.

  John hace tamborilear los dedos sobre la pata de su asiento, con intención de tranquilizarse.

  Es una coincidencia. Casualidad. Pobre chica, quienquiera que fuese.

  –¿Y el viernes por la tarde, señor Ray? Antes de su tarde gloriosa en el Metropole.

  –Tomé el tren hasta Peterborough para ver un coche. Un Porsche 911 GT3. Me pedían cincuenta mil.

  –¿Lo compró?

  –No. Todavía estaban pagando un crédito por el coche. Los encuentras fácilmente en Internet. No es algo que me importe especialmente, pero cuando te gastas cincuenta de los grandes has de estar seguro. Lo que vi no me gustó.

  –¿Así de simple?

  –Más o menos. Tengo el número de teléfono del vendedor aquí.

  Steele toma nota de los detalles. Esta vez no sale de la habitación.

  –¿Y siempre viaja en tren? –pregunta Baron.

  –Siempre que puedo. Así puedo llevarme el vehículo en el acto. Y desplazarme en taxi me da ventaja sobre el precio.

  –¿Y eso?

  –Si llegas allí sin coche propio y les dices que quieres una venta rápida, al contado, les va a ser difícil rechazar tu oferta, por muy baja que sea.

  –Pero tiene el inconveniente de que hay que viajar por el país con una pequeña fortuna a cuestas.

  –Nunca he tenido ningún problema –John extiende ambos brazos, poniendo de relieve las impresionantes dimensiones de su torso–. Los atracadores no suelen fijarse en mí.

  –¿Y el dinero, los cincuenta mil?

  –En casa, en la panera.

  ¿Y el dinero en el coche?

  –¿Podríamos registrar su apartamento, señor Ray?

  –Sí.

  Baron da por terminada la entrevista y apaga la cinta.

  –¿El viejo instituto, al final de la avenida Whingate, no? –pregunta.

  –¿Mi apartamento? Sí. El estudio de arte en el piso de arriba. Y también el almacén.

  –Usted fue delegado del colegio, ¿no es cierto?

  John asiente con la cabeza.

  Baron recoge su Yorkshire Post y su carpeta y dice que sólo tardaran un minuto. Se ofrece a traerle un café, pero John ya ha probado el café de Millgarth una o dos veces.

  –¡Un estudio de arte! –dice Baron mientras se dirige con Steele a la puerta–. ¡Una vez me pillaron fumando en ese almacén!

  –¿Fue alumno del instituto?

  –Sólo en mi primer año de secundaria –dice Baron, que espera a que salga su compañero–. Sólo estuve un año.

  John no consigue percibir con claridad el tono de las palabras de Baron, pero no debieron de ser unos días de escuela felices.

  –Eso –dice– fue hace mucho tiempo.

  –Mi padre –continúa Baron, como si no hubiese oído a John–, fue un policía de uniforme toda su vida, principalmente aquí, en Millgarth, corriendo de un lado para otro tratando de capturar a estafadores y atracadores, la escoria de la sociedad…

  –Sí, tal y como dijo, somos todos unos delincuentes…

  Baron niega con la cabeza

  –Yo no dije eso.

  Se detiene, reflexiona, como si estuviese intentando acordarse de los hechos

  –Cuando llegué al instituto, con once años, leí su nombre en la lista de clase. Delegado del colegio. La gente todavía hablaba de usted. ¿Y sabe por qué?

  –¿Por mi talento académico, mi habilidad en los deportes y por ser un líder nato? –dice John, tratando de irritar a Baron, más por curiosidad que por otra cosa.

  –No. Porque usted era el hijo de Tony Ray. Fue delegado del colegio el mismo año en que su padre fue juzgado en el tribunal de Old Bailey. ¿Qué clase de mensaje estamos transmitiendo así a los adolescentes?

  –Así que tendrían que haberme metido en el mismo saco que a mi padre, a esa edad, ¿no? Quizás fui un buen delegado, ¿ha pensado en eso? ¿Está su nombre en esa lista, inspector Baron?

  No está. John tiene todas las listas puestas en las paredes de su cocina. El nombre de Baron no aparece por ninguna parte.

  Baron es demasiado listo como para enojarse por sus palabras.

  –¡El señor John Ray, delegado del colegio, cabecilla de un grupo de hombres! ¡La universidad de Cambridge! Se gradúa con unas notas excelentes, el hijo prodigio, el triunfador –hace una de sus pausas, esta vez más efectiva–. Y algo más de veinte años después todavía vende coches de segunda mano en un callejón de Leeds. ¿Coches de segunda mano? Chúpeme la polla, señor Ray. Eso es mentira.

  Dos ofrecimientos para hacer una felación de parte de agentes de la ley en poco más de veinticuatro horas, se dice a sí mismo John mientras la puerta cierra de golpe.

  Solo en la habitación, consulta su iPhone. Diez llamadas perdidas de Freddy. La primera a la una de la madrugada, la última a las siete y media. Freddy ha estado haciendo de todo menos dormir.

  Borra los mensajes. Se plantea llamar a Freddy. Cambia de idea.

  Baron y Steele están de vuelta.

  –Sólo un par de cosas –dice el inspector, volviendo a poner en marcha el engorro de las cintas–. ¿Sabe si alguien ha entrado en el concesionario?

  –Pues no.

  –¿Tiene alarma?

  –Sí.

  –¿Quién tiene las llaves?

  –¿Las llaves del Mondeo?

  –No. Las llaves estaban en el coche cuando lo encontramos. ¿Quién tiene las llaves del concesionario?

  No hay alternativa. No tienes alternativa.

  –Yo, Owen Metcalfe, mi vendedor, y Connie García, la recepcionista.

  –La señorita García es…prima segunda suya, ¿no?

  Gracias, Den.

  –No llega a eso. Una prima muy lejana. O quizás no.

  –¿Y el señor Metcalfe?

  –Freddy. Todos le llamamos Freddy.

  –Freddy. ¿Son él y Connie sus únicos empleados en estos momentos?

  –Pues sí.

  –Y están en el concesionario ahora, ¿no?

  –Supongo que sí.

  –¿Los ha visto a los dos en el concesionario esta mañana?

  –Sólo estuve allí un rato, a primera hora.

  –No estuvo allí tan temprano, señor Ray. Cuando lo llamamos a las nueve menos diez todavía no había llegado.

  –Bueno, las nueve menos cuarto es algo temprano para mí. Llegué allí un poco después.

  –Sólo se lo pregunto porque uno de nuestros oficiales no vio al señor Metcalfe a primera hora de la mañana cuando hicieron una visita, y todavía no lo han visto.

  –¿No?

  –Así que le vuelvo a preguntar, señor Ray. ¿Ha visto a Owen Metcalfe esta mañana?

  Freddy. ¿Dónde demonios estás?

  –No. No siempre llega temprano. Ya sabe, es joven, sale los viernes por la noche y no madruga los sábados…

  Baron se recuesta sobre el asiento.

  –¿Freddy…? –dice, mirando para el techo mientras habla–. Su padre también fue un delincuente común, ¿verdad?

  John suspira.

  –Freddy –le dice a Baron, tratando de ser cortés– jamás ha estado metido en líos. Su padre trabajó para el mío hace muchos años. Pero eso no tiene nada que ver con Freddy. Sus padres se divorciaron cuando tenía seis años. No ha vuelto a ver a su padre desde entonces.

  Baron asiente, como si estuviese paladeando la información.

  –¿Son amigos íntimos? He oído que él es como un hijo para usted.

  John se encoge de hombros.

  –Bueno, quizás nunca le han acusado de nada hasta ahora, pero yo, personalmente, lo considero el principal sospechoso de violación y asesinato. Menudo lío, ¿no cree?
–dice consultando el reloj–. No pasará mucho tiempo escondido. Quién sabe, cuando lo encontramos, es posible que tenga algo que decir sobre el dinero que había en el maletero de su coche, señor Ray.

  Se termina la entrevista y los dos detectives se levantan.

  El agente Steele le acompañará a la puerta –dice Baron, con cara de satisfacción no disimulada.

  *

  –¿Siempre es tan divertido, el inspector? –dice John mientras salen de la comisaría.

  Steele no hace caso de la pregunta. Su rostro deja claro que considera que el sentido del humor de John no es mucho mejor que el olor a pescado podrido.

  Llegan al vestíbulo.

  –Gracias por haber venido, señor Ray –dice el joven detective–. Si surge algo nuevo, llámeme.

  Le entrega una tarjeta.

  Agente Matthew Steele

  Policía del oeste de Yorkshire

  Departamento de investigación criminal

  Millgarth, LEEDS

  –Muy bien, gracias.

  Pero Steele ya se ha ido.

  Capítulo 7

  Le envía un mensaje de texto a Den, luego cruza la calle y compra un paquete de Malboro Lights en el puesto de periódicos de la estación de autobuses. Desde el mercado al aire libre que hay encima de la estación desciende un olor a cebolla frita y grasa de hamburguesa que le trae recuerdos de su niñez. Cuando era pequeño su madre le hacía recorrer el mercado mientras controlaba a los vendedores de perfumes de imitación y de productos electrónicos y vigilaba a la competencia. Hasta que no creció lo suficiente como para quedarse en casa solo, se pasaba las vacaciones escolares acompañándola de un lado a otro en mercados y tiendas de trapicheo. Una mierda de educación, se dice a sí mismo, mientras esboza una sonrisa recordando a su madre.

  Llama a Freddy. Nada. Regresa a Millgarth, tras encender un cigarrillo, el primero en semanas. Den aparece a través de las horribles puertas de aluminio y cristal de la comisaría, con el aspecto de alguien que no quisiera estar allí.

  Se apoya en la pared, mientras le da una buena chupada al cigarrillo.

  –¿Quieres uno? –dice mientras ella se acerca.

  –Lo he dejado. Igual que tú.

  Le pide uno de todas maneras, mientras saca un encendedor del bolsillo delantero de los vaqueros.

  –¿Lo has dejado y todavía llevas un encendedor?

 

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