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Avenida Hope - VERSIÓN BILINGÜE (Español-Inglés) (John Ray Mysteries) (Spanish Edition)

Page 16

by John Barlow


  Eso es lo que había contado Roberto, al referirse a Sugar. Un guardaespaldas, entre otras cosas. Y guapo, además, muy guapo. Y sí, podían pasarle el mensaje…

  –Gracias por venir enseguida –dice John.

  Sugar se acerca sigilosamente hasta él, mientras observa a Den. No hay nada desafiante en su mirada, pero tampoco amable.

  –Bien –dice, tomando una de las patatas del paquete de Den.

  –Sírvase, por favor –dice ella.

  Se mete la patata en la boca, y le dirige una sonrisa.

  –Bueno –dice John– para que quede claro, esta reunión no ha ocurrido nunca. Podemos contar con usted sobre esto, ¿verdad?

  Sugar mastica despacio antes de tragar.

  –Ya le he dado mi palabra, señor John Ray. Para su hermano y su padre, con una vez era suficiente.

  El comentario les sienta como un tiro. Sugar se reclina sobre el asiento y resopla.

  –De acuerdo, sí, esto no saldrá de aquí –dice mientras mira a John y luego a Den–. Lo prometo.

  Ya has hecho promesas antes, Sugar…

  John está a punto de hablar, pero es Den quien lo hace primero.

  –¿Conoce a Freddy?

  Sugar asiente. No añade nada más.

  –Está en comisaría –dice ella–. Arrestado por asesinar a Donna Macken, sin cargos todavía.

  –Lo sé. ¿Qué es lo que ha contado?

  Sugar se encoge los hombros y se reclina sobre el asiento.

  –No lo sé con exactitud.

  –¿De veras? He oído que está con Henry Moran, así que usted debe saber algo.

  –Yo no estoy en el caso –dice ella.

  –Ya. ¡Está jugando a ser la coartada de este tipo con suerte! Hablando de pruebas irrefutables.

  Toma otra patata.

  –Nada menos que el coche de su novio –añade, mientras sostiene la patata junto a la boca, hablando como si John no estuviese allí.

  –Hábleme de Donna –dice ella.

  Sugar pone la patata encima de la mesa.

  –La conocí cuando ella trabajaba en el Casino Dukes, en el centro. Trabajaba como camarera.

  –Pensaba que era croupier –dice John.

  –¿Quién le contó eso?

  –Su madre.

  –Trabajaba como camarera.

  –¿Y usted? –pregunta Den.

  –Soy guardia de seguridad. Nos llevábamos bien. Ya sabe, para trabajar en un sitio así tienes que ser amable con todos los cabrones que pasan por la puerta. Llegan a hincharte las narices. Especialmente a Donna.

  –¿Especialmente?

  –Es que a ella no le gustaba que le hablasen en un tono condescendiente.

  Se detiene y observa cómo juegan unos críos cerca, mientras arruga un lado de la boca. Al principio parece que está haciendo una pausa para pensar. Luego John nota un ligero temblor en su respiración. Un instante más tarde, ya ha pasado.

  –Llamaba más la atención que el resto de las chicas, por lo guapa que era –dice, los ojos todavía fijos en los críos–. Hay tipos que sólo con entrar en el casino y ver una chica como ella, ya se piensan que se les está ofreciendo. Tuvo tantas ofertas que al final aceptó una. Un tipo bien parecido, y joven.

  –¿Y cómo es que le pagaba por el servicio? –pregunta Den.

  Sugar se encoge de hombros.

  –¿Cree que los tipos guapos nunca pagan? Es algo curioso. Nunca he sabido por qué, pero se sorprendería. Lo cierto es que ella concertó una cita con este tipo. En un hotel de la ciudad. Yo los sigo y me pongo a esperar abajo en el bar. Sé en qué habitación está y la hora en la que se supone que ha de salir.

  –Por curiosidad… –dice John.

  –Doscientos. Eso por hora y media. Si necesitan algo más mientras están allí, algo de coca, anfetas, nada que sea muy fuerte, me llama y se lo subo.

  –¿Va incluido en el precio? –pregunta John.

  Los otros dos lo miran fijamente.

  –Está de coña, ¿verdad? –le dice Sugar a Den.

  –¿Sabemos quién era ese hombre, el primero? –pregunta ella, preparada para continuar.

  Sugar niega con la cabeza.

  –Volvió a verlo, eso sí.

  –¿Tenía muchos clientes fijos? –pregunta Den.

  –Sí, unos cuantos. Hace un año Dukes cambió de dueño, así que echaron a una docena de personas, incluyendo a Donna. Desde entonces sólo trabajaba como chica de compañía.

  –¿Y usted? ¿Ha practicado el sexo con ella?

  –Bueno… sí. Vamos, que sí.

  –¿Le sorprende que le pregunte? Es una de las ventajas de su trabajo, ¿no? Ser el chulo de una joven que vive sola en la ciudad. Atiborrarla de alcohol y hacer que venda su cuerpo como un animal.

  –Estamos hablando de Donna, ¿no? –dice, dirigiéndose a John por vez primera–. ¿Hablamos de la misma chica?

  –Donna Macken –dice Den, midiendo fríamente sus palabras–. Borracha, colocada, golpeada, posiblemente violada, un lado del cráneo destrozado, a la que dejan tirada muerta en la parte de atrás de un coche. ¡Vaya si estamos hablando de la misma!

  –Donna –dice él con tranquilidad– era la zorra más implacable que he conocido. Y yo no era su chulo. Trabajaba para ella. La esperaba en el bar del hotel. Me pagaba cuarenta libras.

  –Pero practicaba el sexo con ella.

  –A veces íbamos a la discoteca, si teníamos la noche libre. Una cosa llevaba a la otra, así que era ella la que me entraba. Para ser sincero, estaba muy caliente.

  Siguen sentados durante un rato, pensando.

  Den se come una patata fría. Ella lo controla todo, sin inmutarse, algo sorprendente… Todo lo que quiere John es volver a tenerla en su vida, estar con ella en un yate, a quilómetros de distancia de toda esta mierda.

  –¿Siempre lo llevaba a usted? –dice Den.

  –Hasta que estaba segura de un cliente, sí.

  –¿Siempre en hoteles?

  Responde afirmativamente.

  –¿Y los ucranianos? ¿La acompañaba cuando empezó a trabajar para ellos?

  La pregunta golpea a Sugar como una repentina arcada producida por la náusea, o como una quemazón en el corazón.

  –Se lo advertí.

  Se esconde detrás de un tono de desafío, como si estuviese reprendiendo a Dona, culpándola por lo que había hecho. Pero se le tensa la piel sobre los pómulos y los ojos se le salen un tanto de las órbitas.

  –¿De qué la advirtió? –dice Den.

  –De los dos extranjeros. Nadie sabía quiénes eran. Y ella se quedaba sola en una habitación con ellos.

  –Unos ucranianos, vendedores de tractores, por lo visto –dice John.

  Sugar se mueve inquieto en el asiento, y baja la voz.

  –Sí, ya lo he oído. ¿Y sabe qué más he oído? Cuando necesitaban algo, sabían exactamente a quién tenían que pedírselo. Y no hablo de ruedas para tractores.

  –¿Trabajaba para ella, cuando estaba con estos clientes?

  –Las últimas semanas no. Ella creía que no me necesitaría más. Tenía en exclusiva a los chicos de los tractores, ya no se lo montaba con otros clientes.

  –¿Pero usted la puso en guardia contra ellos?

  Asiente.

  –La acompañé hasta allí unas cuantas veces.

  –¿Para que viese lo bueno de corazón que era? –dice Den.

  –Algo así, agente. No me gustaba que trabajase allí. ¿Ha estado alguna vez dentro de ese lugar?

  –¿En el hotel?

  –Sí. Un buen sitio para morir.

  –¿Qué quiere decir con eso?

  –Incluso las chicas que hacen la calle te avisan del lugar al que se dirigen, el número de matrícula del cliente, la hora, una descripción, cualquier cosa. ¿Pero Donna? Se mete en la habitación de un hotel sin huéspedes, al menos por lo que pude ver, con dos extranjeros. ¿Qué va a hacer si algo sale mal?

  –Entonces, ¿por qué no se lo impidió?

  –Usted no conoce a Donna. Además, vi que ese tal Freddy andaba por allí. Los dos han estad
o juntos en la ciudad. Pensé que Freddy podría cuidar de ella. Y resulta que estaba equivocado.

  Una niña pequeña se acerca bamboleándose hasta la mesa y le extiende la mano a Den. En la mano lleva un sobre de kétchup.

  Den sonríe.

  –¡Vaya! ¿Es tuyo?

  La pequeña sonríe, y le enseña el sobre un poco más, agitándolo en el aire como una banderita. Luego se aleja.

  –Bien, Sugar –dice Den–. ¿Dónde estaba el viernes por la noche?

  Los polis desconectan y vuelven a conectarse…

  –Estuve en la discoteca hasta las dos.

  –¿Volvió a casa solo?

  –No.

  –Donna murió en el hotel el viernes, a media noche. Si no estaba allí, no hay nada que lo ligue a ella, ¿cierto?

  –Cierto.

  –Entonces mi consejo es que hable con la policía.

  –Dígales lo que nos acaba de contar sobre los ucranianos. Y sobre el hotel. Todo lo que recuerde. Ayúdeles a descubrir quién la mató.

  –¿El deber ciudadano? –dice con desdén.

  –Vamos –dice John–. Una prostituta conocida a la que encuentran muerta en el maletero de un coche robado, con drogas y alcohol en el cuerpo. ¿Cuánto tiempo cree que este caso va a ser prioritario? Si no se vio con ella aquella noche, no está implicado.

  Sugar parece confuso.

  –Sí la vi.

  –¿Qué? –dice Den, tomando el control.

  –La vi en el Majestic.

  –¿En la discoteca?

  –Sí. Fuera, en la plaza. Sobre las once. Salía cuando yo entraba. Estaba borracha perdida. Le habían dado un billete falso y había intentado utilizarlo en el bar.

  –¿Un billete falso? –pregunta Den.

  –Están por toda la ciudad, ¿o no lo sabe? Llegaron a la ciudad ayer por la noche. En cualquier caso, la última vez que la vi fue saliendo del Majestic. Iba refunfuñando algo sobre los ucranianos.

  Sugar parece aliviado por haber hablado. Durante un instante parece vulnerable, como si estuviese a punto de darle las gracias a Den.

  –De acuerdo –dice–. Hablaré. ¿A dónde tengo que ir?

  –A Millgarth.

  Echa la cabeza hacia atrás.

  –La única forma en que me verán entrar en ese lugar es atado con grilletes, amigo.

  –Conozco un lugar neutral –dice John–. ¿Estarán de acuerdo, Den?

  –No lo sé. Lo intentaré.

  Ella se pone de pie.

  –Bueno. Hemos acabado. Usted y yo no nos hemos visto –le dice ella a Sugar–. A ti –dirigiéndose a John– ya te llamaré. No vengan detrás de mí, caballeros. Por si acaso.

  Se detiene para despedirse de la niña que llevaba el kétchup, y se va.

  –Buena chica –dice Sugar mientras la ve marcharse–, para ser una poli.

  Siguen sentados en silencio durante un rato, viendo alejarse el viejo Golf blanco de Den.

  –¿Quién fue el que le dijo que debía cuidar a Donna?

  –Lanny Bride.

  –¿Lanny?

  –Cuando empezó a trabajar de chica de compañía. Tenía que vigilarla. Por lo que parece, tiene debilidad por ella.

  –¿De verdad? En estos momentos no debe de estar muy contento con usted, no hasta que todo esto se aclare.

  Sugar se enfada.

  –Averigüe quién cojones la mató. Del resto ya se encargará otro.

  Se detiene, paseando la vista por el restaurante.

  –Y otra cosa. Cuando me digne a hablar, querrá la verdad, y nada más que la verdad, ¿cierto?

  –No mencione el nombre Lanny, desde luego. Pero aparte de eso, sí. Van a colgarle esto a alguien y a otra cosa mariposa. Yo no quiero que se lo cuelguen a Freddy. Usted lo conoce. ¿Cree que es un asesino?

  –Oh, conozco a Freddy…

  Se detiene.

  –¿Qué es lo que conoce? –dice John.

  –El negocio de toda la vida de su padre es la falsificación de dinero, ¿verdad? Pensé que era mejor no mencionar el tema a su jodida novia.

  Actúa con normalidad. Deja que hable.

  –Dinero de pega. Freddy lleva tiempo a la caza de negocio, por lo que he oído.

  –Mejor mantenga el nombre de Freddy alejado de este asunto, del dinero, quiero decir.

  –¿Quiere que le cuente mentiras a la poli?

  –Mire, no creo que Freddy la matase. Sobre el otro asunto, estoy haciendo mis averiguaciones.

  Coloca una mano sobre la mesa. Debajo de ella hay un sobre blanco, de dos dedos de grosor.

  –Aquí tiene. Cinco de los grandes. Y otros cinco después de la entrevista.

  Desliza el sobre al otro lado de la mesa y lo deja delante de Sugar.

  Sugar lo toma, cuenta los cinco montones, cada uno de ellos adornado con una cinta de papel rojo.

  –Declare lo que tenga que declarar –dice John– y luego desaparezca. Si va a estar fuera de circulación una temporada, esto será suficiente.

  –¿No me estará engañando? ¿Cómo sé que la mataron en el hotel?

  –He visto el vídeo.

  –Porque si usted es…

  –Sí, ya sé. Llevo el mismo camino que mi hermano.

  –¿Qué coj…?

  –Lo siento. Últimamente he revivido algunas experiencias del pasado.

  –Mierda –dice Sugar, meneando la cabeza mientras se mete el dinero en el bolsillo.

  –Usted estaba relacionado con ella. Es posible que quieran arrestarlo. Si lo hacen, sólo serán veinticuatro horas. Ya sabe lo que hay. La compensación en dinero.

  Sugar se recuesta en la silla y se cruza de brazos.

  –Esto es lo que cuenta, ¿verdad? –pregunta, dándole palmadas al bolsillo de sus vaqueros.

  John sonríe.

  –No sé en qué líos se ha metido Freddy, pero no tienen nada que ver conmigo.

  Sugar se dispone a marcharse.

  –¿Me llamará, entonces?

  –Sí. Ya tengo el lugar perfecto para una cita. Gracias por haber venido.

  Sugar se abre camino entre los niños, que no se dan cuenta de su presencia. Pero sus madres sí, sin excepción.

  *

  –¿Agente Steele? –dice a través de su iPhone–. John Ray al aparato de nuevo. Quería saber: ¿Están teniendo problemas en localizar a un tipo llamado Sugar?

  Capítulo 25

  Han puesto juntas varias mesas en mitad de la sala de investigaciones. Baron está sentado allí mientras escucha el ajetreo de los policías trabajando a su alrededor. Así se atrapa a los delincuentes: enviando a la calle a equipos de investigación que sigan las pistas. Sospechosos, testigos, entrevistas, declaraciones, todo se va introduciendo en la base de datos HOLMES. Los oficiales más preparados leen los informes en cuanto llegan y rastrean todos los ángulos de los casos en busca de nuevas líneas de investigación. Poco a poco estos miles de palabras revelarán cómo y por qué Donna Macken fue asesinada y abandonada en el maletero de un coche.

  Aunque sólo ha dormido un total de dos horas desde la llamada de la mañana de ayer, ya tienen un sospechoso bajo rejas. ¿Culpable? Este tipo, Freddy, está asustado, eso parece obvio. ¿Asustado de saberse culpable de asesinato? No lo sé. No se comporta como un asesino. ¿Fue un accidente? Algo no salió bien, desde luego. Es como si estuviese negando la situación, como si no fuese capaz de asumir que está muerta. Además, la habían golpeado antes de matarla, y hay pruebas de que fue violada. ¿Freddy? Por alguna razón no parece capaz de haber cometido ninguno de esos dos actos.

  Tienes que seguir adelante, Steve, más sospechosos, más pistas, más oportunidades. Hay un matón llamado Sugar que está resultando difícil de localizar, y todavía tienen que encontrar a un ucraniano llamado Fedir. No te puedes detener. Seguro que resolverás este asunto fácilmente.

  A pesar de todo, el nombre que no se le va de la mente a Baron es el de John Ray. El hijo pródigo, que tiene Den como coartada, y con la que comparte el lecho. ¿Los Ray? Una familia de delincuentes. El nombre de Tony Ray todavía provoca una sonrisa sardónica en alguno
s de los oficiales más antiguos de Millgarth. Sus actuaciones en la sala de interrogatorios eran legendarias, como lo era su habilidad para evadir la cárcel. Cuando lo declararon inocente en el Tribunal de Old Bailey, hizo que enviasen una caja de Rioja a cada uno de los miembros del Departamento de Investigación Criminal de Leeds. Menudo hijo de puta.

  Observa a su alrededor las paredes blancas, y la puerta con su horrible cristal tintado de verde, lo que le recuerda dónde está. Millgarth, un monumento a la policía británica, con todas sus gloriosas contradicciones. En este edificio tienen a Tony Ray en más alta estima que a Rodney Baron, su padre. Después de treinta años de servicio, al sargento Rodney Baron todavía lo veían muchos de sus colegas como alguien poco de fiar, especialmente los que recordaban el caso Oluwale. De hecho, un año después de jubilarse murió de cáncer y sólo cinco policías acudieron al funeral.

  Se oye un sonido entrecortado que se acerca. No hay muchos tacones en este lugar.

  –Señora –dice cuando entra por la puerta la comisaria jefe Shirley Kirk.

  Se ha pasado por la sala varias veces el último día y medio, a la espera de que acusasen a alguien.

  –Steve, ¿qué tal llevas esa lesión deportiva?

  Él sonríe y se pasa la mano por la cara.

  –No me la habría perdido por nada del mundo.

  –¿Tenemos algo contra nuestro boxeador llorón?

  Él niega con la cabeza.

  –No estoy seguro.

  –Deja que se vaya, entonces.

  –Tampoco estoy seguro de eso.

  Derrrr-Da… Derrr….-Da…

  –Disculpe.

  Extrae rápidamente el teléfono móvil del bolsillo, aunque no puede evitar que su jefa oiga el tema central de Tiburón.

  –Henry, sí, otras doce horas. Tendremos tiempo hasta las tres de la mañana. Ya te llamo yo si vamos a juicio para entonces, ¿de acuerdo? Sí, nos vemos.

  Cierra el teléfono de golpe.

  –Era Henry Moran.

  Han prolongado la detención de Owen “Freddy” Metcalfe doce horas más, lo que le deja a Baron el resto del día para obligarle a confesar o para persuadir a un juez de que le conceda más tiempo.

  –De acuerdo –dice ella–. Veamos de nuevo las cintas del vídeo de seguridad del viernes por la noche.

  Baron enciende el ordenador portátil y abre un fichero.

 

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