Avenida Hope - VERSIÓN BILINGÜE (Español-Inglés) (John Ray Mysteries) (Spanish Edition)
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−Tengo una cierta noción −dice con calma−. ¿Qué me dices de la cámara?
−En todo el tiempo que llevo allí no he visto que funciona −dice ella, observándolo como si estuviese loco.
−¿Te preguntó la policía por ese asunto?
Ella responde afirmativamente.
−¿Qué les contaste?
−Nada. Ya te he dicho que lo que me pagan no es mucho, pero algo es algo.
Ella se detiene y le pone las manos en el cuello, sosteniendo su cabeza fijamente, como si estuviese inspeccionándola.
−¡No estás asustado! Ni una pizca. Hay algo de Joe en ti, a fin de cuentas.
Hay lágrimas en sus ojos.
−Haz lo que te diga, corazón. Sólo tienes que hacer lo que te diga.
−¿Por qué debería hacerlo? −pregunta él.
−Porque no entiendas un pimiento. Es… Donna.
Ella le da un beso en los labios.
¿Cómo es que no hiciste esto hace un cuarto de siglo?
Él respira despacio y profundamente mientras baja las escaleras a la calle.
Se detiene, al agarrar la puerta.
Está asustado. En su vida ha estado tan asustado.
Abre la puerta de un tirón.
−Hola, Lanny.
Capítulo 31
Con la vista fija en la carretera, Lanny se lo toma con tranquilidad, mientras el Land Cruiser apenas pasa de los cincuenta. Sentado junto a él, John observa la escena mientras siguen lo que parece una ruta al azar lejos de la ciudad, serpenteando en la oscuridad por los caminos arbolados de una zona residencial hasta que llega un momento en que no está seguro de dónde están. El asiento de atrás lo ocupan dos hombres jóvenes. Es difícil saber si son muy fuertes. Pero deben de serlo, y bastante.
Trata de no interrumpir el silencio para poder pensar, pero la situación es extraña.
–Pensaba que estabas en Malta –dice por fin, fijando la vista en el tablero de mandos del coche y sintiéndose ridículo, como si fuese un alumno al que hubiesen pillado haciendo novillos y ahora lo estuviesen llevando a casa.
–Lo estaba –dice Lanny, sin apartar la vista–. Y ahora estoy aquí.
Tiene unos cuarenta y cinco años y se conserva bien. De altura media, bien arreglado, lleva un polo amarillo y pantalones chinos. Nunca ha estado en la cárcel ni lo han acusado de delito alguno. Lanny Bride es la excepción que confirma la regla.
–¿Freddy sigue en comisaría?
–Sí.
–Y vas por ahí dándotelas de jodido Sherlock Holmes.
La respiración de Lanny es un tanto agitada y se esfuerza por mantenerse calmado.
–Simplemente intento sacarlo de la cárcel –dice John.
–La pregunta es, ¿fue él quien lo hizo? Porque alguien lo hizo.
–No fue Freddy. ¿Has oído hablar de un ucraniano llamado Bilyk?
–Pues claro que sí, joder.
–Trabaja para ti, ¿verdad?
–En realidad no. Me estuvo tanteando, necesitaba ayuda para establecerse. Yo me llevo un porcentaje, así de simple. El dinero de mentira no es lo mío. ¿Has visto los billetes que lleva?
John responde afirmativamente.
–¿Son buenos?
–Aceptables.
–Vienen de la Europa del Este –dice Lanny–. De casas de la moneda propiedad de los estados, todo muy corrupto. Principalmente euros, pero a alguien en Ucrania le dio por dedicarse a las libras esterlinas.
–Y les dijiste que metiesen a Freddy en el asunto. Así, en caso de que las cosas saliesen mal, la culpa recaería en la familia Ray.
–Freddy ya es mayorcito. Nadie le obligó a ello. Además, no sabía que lo iban a enjaular por asesinato.
–No fue Freddy. ¿Qué me dices de Mike Pearce?
Lanny da un resoplido.
–Es a Freddy a quien tienen en una celda. ¿Mike? Un perdedor con antecedentes por actos violentos, y estaba allí cuando la muchacha murió... Incluso, el muy tonto, les contó a los polis que había estado enredando con el vídeo.
–¿Te lo han contado?
–He visto el vídeo, amigo. ¿Te crees que eres el único que tiene amigos en Millgarth?
–¿Y Fedir? El más joven, el que le dio a Donna…
El Land Cruiser se para de golpe. Hay árboles a ambos lados. No hay un alma a la redonda.
–Como te acabo de decir, he visto el vídeo. Fedir recibió lo que merecía.
Todo su cuerpo está tenso, pero lo dice con satisfacción, como si saberlo le agradase profundamente.
–Tengo que saber a ciencia cierta quién la mató, John. Y tú me vas a ayudar.
Lanny se estruja las manos, y luego examina sus dedos.
–Déjame que te cuente. El hotel nos es útil –dice, con la mirada todavía fija en sus dedos–. Pero ya no seguimos allí. De vez en cuando necesitamos un lugar tranquilo. Fuller necesita el dinero. Todo el mundo está contento. Yo puse a Mike Pearce allí. Tiene un cerebro de mosquito. No es de los que nos vaya a crear problemas al mínimo signo de peligro.
–¿Lo mismo que Sandy?
–Necesitase toda una carrera universitaria para averiguar eso, ¿no? Todo lo que sepas, John, tienes que contármelo. No estoy de broma. Si sabes alguna cosa…
–¿Conoces a Freddy?
–Conocía más a Donna.
Lanny gira en redondo y observa a John por primera vez. Tiene los ojos inyectados en sangre, y su expresión es arrogante, desafiante.
–Todo lo que necesito es un nombre. Del resto nos encargamos nosotros.
–Pero…
–Dímelo.
–No lo sé –dice John, con las manos apoyadas sobre los muslos–. Y cuando sepa algo seguro, llamaré a la policía.
–Dios mío. Ya sé que te estás tirando a una, pero dime: ¿tienes que actuar como uno de ellos?
–Tu nombre no se verá involucrado en todo esto, te lo garantizo. Será mejor para todos que la policía resuelva esto –dice John.
Lanny respira lenta y profundamente, tratando de no perder la paciencia, como si estuviese hablando con un niño.
–Tienes razón. No habrá policía fisgoneando por el Eurolodge. El asunto se resolverá de inmediato. Sí, tienes razón. Lo que ocurre es que las cosas no van a ocurrir así.
Lanny busca algo en la espalda.
–El que mató a esa muchacha no irá a la cárcel, igual que Fedir no volverá a Kiev.
En la mano lleva una pistola, pequeña y gruesa, como hecha a medida. Deja la pistola sobre la pierna, el cañón apuntando la entrepierna de John.
–¿Qué vas a hacer, castrarme con un Luger?
John oye las palabras que le salen de la boca. Le resulta difícil creer lo que está diciendo.
Lanny sonríe.
–Hablan los nervios, ¿verdad John?
–¿Así que vas a impartir tu propia justicia, Lanny?
–¿Lo estáis oyendo, muchachos? ¡El pequeño Johnny Ray haciéndose el valiente conmigo!
Lanny se ríe en estos momentos, pero es como si sintiese dolor, o estuviese volviéndose loco, como si estuviese a punto de romper a llorar.
–¿Siempre aprietas el gatillo tú mismo, Lanny?
¿Qué cojones dices, John?
Lanny deja de reír.
–¿Qué quieres decir con eso?
–Lo que oyes. ¿Se lo pides a otro o lo haces tú mismo?
Lanny parece asentir con la cabeza lentamente. Pero parece desconcertado.
Ésta es la única vez que recibirás una respuesta clara. Vamos. Pregúntale. Ahora.
John siente cómo se le encoge el pecho. Intenta que la voz no le tiemble.
–Lo que te he preguntado es si normalmente eres tú quien aprietas el gatillo o se lo pides a otro.
Lanny echa la cabeza hacia atrás, como volviendo a observarlo con atención.
–¿Eso va por lo de Joe? ¿Es así? Me preguntas...
–Bueno, me ha venido a la mente. Nunca lo he sabido a ciencia cierta. Me refiero a que los tipos a los que dio una paliza y echó de aquellas casas de Harehills tr
abajaban para ti, así que no sé exactamente si…
No se da cuenta de lo que le viene encima.
Siente cómo la culata de la pistola le golpea la cabeza. Luego, justo encima del ojo, tres veces más. Luego en la mejilla, mientras Lanny lanza un gruñido con cada golpe. El ojo de John se llena de sangre caliente y nota más corriéndole por la cara.
Lanny se echa hacia atrás, jadeando, apoyando un brazo sobre el techo del coche mientras se dispone a patear el costado de John.
John se ha quedado sin aliento, hecho un ovillo en el suelo, mientras trata de respirar, con la cabeza junto a la puerta del coche. Lanny se acerca, dándole puñetazos sobre la coronilla y la oreja, golpes cortos pero punzantes, tres, cuatro, hasta que lo único que oye John es el bombeo de su propia sangre y el rumor apagado de la adrenalina y del miedo.
–Maté a tu jodido hermano, ¿verdad que sí?
Lanny se ha colocado sobre él, con una rodilla sobre el asiento delantero y la otra sobre el estómago de John. Le mete la pistola en la garganta con tanta fuerza que John siente arcadas.
A Lanny se le quiebra la voz mientras grita.
–¿Crees que fui yo?
Le tiemblan las manos mientras tantea con la pistola, le da la vuelta, y se la pone a John en la mano.
–Vamos.
Deja que los dedos de John estrechen con fuerza la culata de la pistola mientras acerca el cañón hasta sus propios labios, que tiemblan humedecidos.
–Dispara, hijo de puta. Vamos. Adelante.
John no puede moverse. Apenas puede respirar. La rodilla de Lanny, sobre la que descarga todo el peso de su cuerpo, le aprieta fuertemente el estómago. Por las mejillas de Lanny caen lágrimas, una línea bien dibujada a ambos lados de la cara.
Fijan la vista el uno en el otro como dos niños asustados y vulnerables.
Entonces la tensión en el cuerpo de Lanny se apaga. Se pone de pie y parece quedar parado, respirando con fuerza, como si no hubiese terminado pero le faltasen las fuerzas para continuar.
–¿Sabes cuántas veces pudo haber muerto si no fuese por mí? –dice entrecortadamente–. Las cosas que hacía, el muy idiota, siempre buscándose problemas.
Le ha desaparecido el temblor en la voz. Se limpia las lágrimas de la cara, recoge el arma de la mano de John y extrae el cargador, sosteniéndolo para que John pueda ver las balas de cobre dentro.
–No conocías a Joe como yo. Yo era su jodido hermano. Crecimos juntos, mientras tú tenías metida la nariz en los libros, tranquilo en la seguridad del hogar con tu madre. Pero los hechos pudieron más que él.
Agarra a John por la chaqueta y lo levanta hasta sentarlo. Con el pulgar saca la primera bala del cargador y la coloca en el bolsillo de la chaqueta de John, echando mano del forro para limpiar la bala.
–Es para ti, por ser quien eres. La próxima te atraviesa el cráneo. Ahora largo de aquí.
John trata de alcanzar la manilla de la puerta detrás de él.
–¡Largo de una puta vez!
La puerta se abre de golpe y Lanny lo echa a la calzada de una patada.
–Te crees con cojones, ¿eh? Si le hubiese hecho esto a Joe, me habría volado la cabeza.
John se pone de rodillas. Le tiembla el cuerpo. Está a punto de vomitar.
–Yo no soy Joe –consigue decir, con voz ronca, sintiendo el sabor salado de la sangre en la boca.
–Y que lo digas, amigo.
Oye el motor del Land Cruiser ponerse en marcha.
–Y otra cosa –dice Lanny a gritos, sosteniendo en alto la pistola, con una mirada de locura incontenible en sus ojos inyectados en sangre–. Aquí tengo una para esa novia policía que tienes. Conmigo no vale lo de ojo por ojo. Tiraré a dar tantas veces haga falta. Lo único que quiero saber es quién mató a Donna.
Tras esto el motor del coche se aleja dando un rugido, con la puerta del asiento del pasajero todavía abierta.
Capítulo 32
El río Aire serpentea por los tramos más bajos de la ciudad, moviéndose un poco más rápidamente de lo que cabría imaginar, recogiendo destellos de luz de los ventanales de ambas orillas. Siempre lo ha considerado un río oscuro y feo. Hay algo en él que es siniestro, especialmente en esta zona entre la destilería y la zona de The Falls, donde la parte trasera de los viejos almacenes llega justo hasta el agua. Aquí es donde encontraron el cuerpo de David Oluwale, después de que dos policías de Leeds lo matasen a patadas y lo tirasen al agua como un perro muerto.
–¿Estás seguro de que no necesitas hielo? –le pregunta ella mientras se acerca al pequeño balcón de acero suspendido sobre el río y le ofrece una copa de vino.
–No, gracias –dice él, haciendo pasar las puntas de los dedos por un lado de la cara. Aunque las magulladuras son muy recientes, no se aprecia hinchazón, y el corte sobre el ojo está cubierto por una costra.
–¡Ah, Único! ¿Lo conoces? –dice él, absorbido momentáneamente por el vino.
–¡Pues claro! –dice ella, tras haber mediado su vaso–. Uno de los mejores vinos de España.
–¡Del mundo! –dice él–. ¡Por Vega Sicilia!
Del interior del apartamento llega la voz de Sade.
–¿Has puesto esta música por mí?
–¿Smooth Operator?
–Ya sabes, música de los ochenta. Resulta que he tenido un par de encuentros un tanto violentos con el pasado.
–Smooth Operator… –dice ella, sonriendo mientras bebe el vino.
Se quedan contemplando el agua oscura justo a sus pies.
–¿Crees que Freddy la convenció para que dejase de trabajar como chica de compañía? –dice él–. ¿No le gusta verla con esos ucranianos e intenta rescatarla? ¿Y si ella acepta? ¿Tiene sentido?
–Sigue por ahí…
–Había dejado a todos sus otros clientes, y los ucranianos estaban a punto de marcharse. ¿Crees que simplemente estaba esperando a cobrar para comenzar de nuevo con Freddy?
–Sí. Eso encaja. Desde luego. Freddy tiene buen corazón. Una cosa así es típica de él. Pero esa no es la cuestión, ¿verdad?
Ella apura el vino en dos tragos medianos, y luego se mete dentro.
–Toma –dice ella, tras volver con la botella. Al ver su mejilla y su frente hinchadas, dice–: ¿Me vas a contar quién te ha hecho eso?
–No.
–Muy bien. Necesitas un poco más –dice, mientras le llena el vaso, como si fuese una enfermera repartiendo medicinas.
–¿De qué estamos hablando, entonces? ¿Tiene que ver con Freddy?
Ella levanta la mirada hasta el puente sobre el río, donde un autobús se dirige lentamente a la ciudad.
–Para empezar, ¿qué hacía Freddy con los ucranianos? –dice ella–. Es eso de lo que estamos hablando, ¿no?
Él estudia el vino, como si la respuesta estuviese allí.
Pasan los minutos. La calma de la noche se ve interrumpida por un claxon, los gritos de los niños jugando en el puente, el chirrido de los frenos de un autobús… Para Donna Macken, que creció en un edificio de apartamentos no lejos de aquí, se trataba de sonidos que conocía. Los sonidos de su vida. Y ahora está muerta.
Él se toma otro trago de Único, divertido ante la perspectiva de estarse bebiendo a toda prisa un vino que vale ciento cincuenta libras. Pero está bien bebérselo como si fuese un Cabernet barato. Ahora ya no es tan importante luchar por conseguir dinero ni tampoco gastarlo. A la mierda. Todo es menos importante. Hace media hora estuvo hablando con Henry Moran y todavía no se sabe nada de Freddy. La cosa está entre seguir detenido o que formulen cargos contra él.
–Por aquí tengo un revólver –dice él, mientras deja que ella llene los vasos con lo que queda del vino.
–¿De veras?
–Una mañana de hace unos años oí lo que hablaban Joe y Lanny Bride en el concesionario. El revólver se había disparado accidentalmente durante un trabajo. Dejó una bala en la madera. Tuvieron que deshacerse del revólver.
Se toma un trago por valor de diez libras.
–A mi padre no le gustaban las pistolas, pero a Joe sí. �
�Y a tu tío Enrique?
–Fue por eso que lo encarcelaron.
–¿Lo encarcelaron?
–Por asalto a mano armada. En 1974. Era joven. Después de la muerte de Franco, hubo una amnistía general. Salió en 1977.
–Tuvo suerte.
–No volvió a tocar un arma.
–¿Fue entonces cuando se dedicó al negocio de la cerámica?
Ella sonríe.
–Se dedicaba a montones de cosas. Sobre todo a la construcción. La mitad de los pisos en España se construyen con materiales robados. También se dedicaba a las copias ilegales de casetes y vídeos. Me puse a trabajar para él después de graduarme en la universidad.
–¿En la universidad?
–¿Crees que eres el único que ha estudiado una carrera? Estuve en la Escuela de Administración de Empresas de Madrid.
–Un título en administración de empresas y luego, directamente, a trabajar para un banda de…
–Sí. Lo de la cerámica era una tapadera, como el negocio de tu padre. Pero cuando me puse a llevarle la contabilidad, me di cuenta de que el negocio le estaba dando dinero.
–Una tapadera muy buena.
–Tanto como a ti el concesionario.
–Bueno, no creo que vaya a convertirme en millonario.
–No, porque no te pones a ello. Freddy consigue unas buenas ventas, pero tú dejas que los costes se disparen. Eres descuidado.
–¡Tengo el premio al mejor concesionario de coches usados del año!
–Toda tu buena voluntad te está costando dinero. El negocio podría dar más beneficios si te lo tomases en serio.
Se detiene al darse cuenta de que ha hablado más de la cuenta.
–Vamos a comer.
–Un momento –dice John–. Hoy, en el concesionario, ¿estuviste ojeando las cuentas?
Ella se encoge de hombres.
–Me aburría. ¿Quieres mi opinión?
–No.
–Freddy es bueno, pero a ti te importa un pimiento.
–Puedes repetir eso, pero por favor no lo hagas.
–De acuerdo. A comer.
La deja entrar, mientras él se queda solo en el balcón.
A sus pies la corriente del oscuro río aparece moteada de las luces amarillas de los apartamentos de ambos lados. La bala apenas hace ruido al caer al agua.