by John Barlow
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–¡Perfecto! –susurra él, con agrado.
Un jamón de pata negra, listo para ser cortado, aparece fijado a un armazón de madera que ha sido colocado en una mesa de cristal en el centro de la habitación. Poniéndose casi de rodillas, John lo olisquea como si fuese un perro en celo verificando el trasero de una perra. Junto al jamón hay algo de queso de cabra muy curado y una barra de pan, además de otra botella de Único.
Connie se sienta a su lado en la alfombra y los dos se turnan en cortar rodajas finas de jamón, haciendo oscilar cada una de las tajadas delante de la nariz, comprobando su olor antes de introducirlas en la boca, con los ojos cerrados, gimiendo de placer. No hacen ningún intento por mantener una conversación, y al sonido relajante y evocador de Sade sólo se añade el murmullo de dos personas que están comiendo y bebiendo lo mejor que el mundo puede ofrecer.
Cuando cesa la música, el jamón va por la mitad y el vino casi se ha terminado.
–¿Enrique? –dice él, destrozando de forma poco hábil el queso con un largo cuchillo similar a una espada–. Menudo tipo, ¿no?
–Y que lo digas.
–¿Y era medio tío mío o algo así?
Ella se apoya en él, agarrando la botella de Único. El olor de su cuerpo lo golpea con fuerza, pero todo lo que es capaz de ver es Sandy Greg, hacia 1982.
–Enrique era el hermano de mi madre. ¿No te acuerdas?
Ella sirve lo que queda del vino en los vasos.
–No son parientes. Mi madre se volvió a casar con alguien de tu familia. ¿Lo entiendes?
–Así que naciste en una familia de maleantes y luego tu madre volvió a casarse con otro.
–Pues sí, intentamos mantener la pureza de sangre, como la familia real –se ríe–. O como los gitanos. Tú y yo somos medio primos, ¿lo entiendes?
–Perfectamente.
–Para entonces –añade, cogiéndole el cuchillo y completando la tarea de servirse dos rodajas de queso–, aquí en Leeds eras tú el que aprendías a colar dinero falso.
–¡Oye, eso te lo conté de forma confidencial! Nadie más lo sabe. Además, era una cosa de críos. Todo eso lo dejé atrás al entrar en la universidad.
Ella sonríe.
–Lo de falsificar dinero es algo divertido, ¿no?
Él no lo puede negar. Colocar aquellos billetes cuando era un muchacho era algo más que un pasatiempo. Era una obsesión. Y no era por el dinero, sino por hacerlo bien, sin dejar rastro.
–¡El crimen perfecto!
No existe tal cosa, John.
–Sólo hay un problema –dice él, aunque no sabe por qué demonios le está contando esto–. Hay que saber almacenar los billetes, si lo quieres hacer a lo grande,
–Y saber gastarlos, ¿no?
–Eso normalmente lo hacen los que trabajan con el cambio, ya sabes, gente de baja estofa, en bares y pubs. Pero es algo arriesgado, hay demasiada gente implicada. Lo que de verdad se necesita es una forma ingeniosa de colocar los billetes. Y también encontrar un lugar seguro para guardarlos, y alguien que sirva de banquero.
–¿De veras? ¿Sabes lo que creo?
–No –responde él, mientras miles de ideas se le pasan por la cabeza y comienza a lamentar la dirección que va tomando la conversación.
–Creo que necesitamos algo de café.
Él cierra los ojos y trata de no hacer caso del aroma a Coco que le llega cuando ella se pone de pie.
–¿Pongo más música? –dice ella.
Él escucha su voz como si fuese un eco. Antes de poder reunir las fuerzas necesarias para responder, se escucha a Miles Davis tocando Summertime. Lo empapa como si fuese algún tipo de droga suave y cremosa, relajante y excitante, que lo transportase poco a poco a un feliz estado de resplandeciente embriaguez.
–Toma –dice ella.
Él abre los ojos durante un segundo y se incorpora hasta quedar sentado. Ella se sienta a su lado, dándole la espalda al sofá.
–Todo esto es demasiado para que te ocupes tú solo –dice ella mientras beben de unas tazas pequeñas café exprés muy concentrado.
–¿Te refieres a lo de Freddy? –dice él, parpadeando al notar lo fuerte que le resulta el café.
–Hablo de Freddy y de todo lo demás.
–¿Qué?
Ella se inclina hacia adelante, y su camiseta se levanta por la parte de atrás, lo que deja al descubierto una franja de piel perfecta.
Esto es ridículo. Es unos dieciséis o diecisiete años menor que yo…
Algo le cae encima del regazo. Cuatro cintas de vídeo.
Ella se sirve un poco de brandy en el café.
–¿Quieres? –dice ella, sosteniendo una botella de Carlos I sobre la taza.
Él asiente, confuso.
–Las cámaras de seguridad –dice ella, arrastrando las palabras imperceptiblemente–. Graban lo que quieres, y no graban lo que no quieres, ¿verdad?
–Un viejo truco –dice él a través del aire viciado de la confusión y el alcohol–. Puedes parar la cinta o apagar las cámaras. En el Eurolodge la que tienen fuera no funcionaba, y nunca ha funcionado, por lo menos desde…
–No, me refiero a tus cámaras.
Él vacía su taza.
–Dame otro trago de eso.
Ella se lo ofrece, sirviéndose a sí misma al mismo tiempo.
–La tecnología anticuada –dice ella, tirando un poco de brandy del color del café mientras acerca su taza a los labios–. Más mane-jable –aunque lo que dice suena más a mane-able.
–El seguro del concesionario me cuesta lo mismo –dice él, mientras cabecea peligrosamente hacia un lado–. Así que, ¿para qué voy a gastarme dinero en un equipo caro?
–Mira –ahora es ella la que tiene problemas con las palabras más sencillas, aunque no, por lo que parece, con las ideas–. Todos los días de esta semana, por las tardes, has dejado el vídeo en posición pausa durante dos minutos.
Él resopla, como si se tratase de algo sin importancia. Pero ella no ha terminado.
–En una situación normal no me habría dado cuenta, pero lo cierto, John, es que en esos dos minutos, todas las tardes, te diriges al Mondeo rojo y abres el maletero.
–¿Me estás espiando?
Ella sostiene uno de los vídeos sobre sus rodillas.
–En poco tiempo, la policía se dará cuenta. Todos los días lo mismo. Verán la pausa en el vídeo.
–¿Y qué? –pregunta él, poniéndose un poco más derecho en el asiento, y sintiendo el calor de su brazo sobre el suyo mientras ella trata de mantenerse erguida.
–¿Y qué? –dice ella, sonriendo estúpidamente–. ¿Y el coche?
–¿Qué hay de él?
Ella suspira y vuelve a llenar de brandy sus tazas.
–Las cosas saben mejor si dices la verdad, ¿lo sabes?
–¿Es ese un refrán español?
–Debería serlo. Mira, traes el coche el lunes. No se lo comentas a nadie. Está allí toda la semana, pero no lo registras en el ordenador, así que no consta en los archivos…
Mientras habla, toma cada uno de los vídeos, frunciendo el ceño por la concentración en la tarea, y los apila sobre la mesa centro.
–… todos los días, de lunes a viernes, apagas las cámaras, te vas al coche y abres el maletero. Más tarde vuelves a conectar las cámaras y dices que te marchas. No te veo hasta el día siguiente.
–¿Y qué? Voy a echarle un vistazo al coche, a ver si…
Ella pone un dedo en sus labios y luego se toma un sorbo de su taza.
–Sabe mejor si no mientes. ¿Recuerdas?
Se abalanza sobre él. Tiene la mirada inestable pero seria.
–Hay algo que los hombres de Enrique solían hacer. Compras un coche de segunda mano. No lo das de alta. No te pueden localizar por él. Si la policía te para, dices que lo acabas de comprar, así que no te detienen. ¿Cómo iban a hacerlo? El coche no es robado, así que lo utilizas para lo que sea necesario hacer, y luego te lo quitas de encima. Lo desmontas, o lo que sea. No importa. Te deshaces de él. No te pueden relacionar con
el coche. Lo denominamos viaje a ciegas.
Él puede sentir el aliento de ella, caliente y dulce, sobre su mejilla,. Por la comisura de la boca se le escurre un pequeño hilo de brandy.
Esto no está bien.
–Se trate de lo que se trate –dice ella–, no deberías ocuparte de todo esto tú solo.
Él vuelve a ponerse tan serio como puede.
–No te lo voy a decir –dice él en un susurro.
Ella menea la cabeza.
–No lo entiendes.
La habitación está dando vueltas. Él intenta darse la vuelta, tiene que extender el brazo. Su mano va a parar sobre el muslo de ella, y ella no lo aparta.
Él la atrae hacia sí. Su boca encuentra su cuello y sus labios recorren la piel aterciopelada hasta que encuentran la oreja.
–¡No te lo voy a decir! –dice él, susurrando.
Él siente como ella le pasa los dedos por el cabello. Desaparece un poco el sentido de la gravedad, así que podrían estar cayendo. Es difícil saberlo.
–Díselo a Freddy, no a mí –dice ella, volviendo hacia sí su rostro, hasta que se quedan mirando el uno al otro.
–¿Qué?
–Freddy lo sabía. Por eso echó mano del Mondeo. Sabía que servía para hacer viajes a ciegas.
Ahora están cayendo.
¿Freddy?
Él siente todo el peso del cuerpo de ella sobre él.
¿Freddy lo sabía?
Freddy.
Capítulo 33
La ciudad tiene un brillo de sodio naranja, y sus pasos son el único sonido que resuena de los edificios en las iluminadas calles desiertas.
En el apartamento había tapado con un edredón a Connie, que dormía profundamente en el sofá, había bebido cinco o seis tazas de agua del grifo, y se había marchado tan sigilosamente como había podido. Ahora, mientras sus pasos lo llevan por Lower Brigate, comienza a dar bandazos forzado por el cansancio.
Llega hasta la zona del Templars. El bar de Lanny Bride no queda lejos. ¿Todavía estará abierto el Park Lane? ¿Y Lanny? Olvídate de Lanny. Tendrá que vérselas con él mañana. Con Lanny y con los demás. Tendrá que vérselas con todo mañana.
Gira a la izquierda. Hay menos luz aquí. Se para a fumar. Allí está, al fondo de la colina: Millgarth. ¿Tendrá ella turno de noche? Comienza a caminar, con un cigarrillo en la mano, el teléfono en la otra, repasando las palabras, intentando hacer que suenen bien.
En el exterior de la comisaría hay unas cuantas personas. Uno o dos muchachos borrachos, solos, que o bien están perdidos o no quieren irse a casa. Un par de vagabundos tratan de dormir en unos bancos. Blanco perfecto para los policías matones de la vieja escuela. Pero estas cosas ya no ocurren, ¿o sí? No, no con polis como Baron.
Se sienta en un banco de metal y dirige su mirada hacia el edificio enorme y viejo. Conoce la historia. David Oluwale: un joven inmigrante sin techo, apaleado hasta morir por polis de Millgarth. Y el padre de Steve Baron, un oficial joven con una familia que sacar adelante, sabía lo que había ocurrido. Contó la verdad, delató a sus compañeros. Para eso hay que tener cojones. ¿Valor ante el deber? Lo marginaron durante el resto de su carrera y no pasó de sargento.
¿Habría hecho yo lo mismo? John se pregunta a sí mismo. ¿Habría actuado así de ser poli?
¿Valor, John? Vamos, comprobémoslo.
La llama por teléfono.
–¿Estás trabajando?
–¿Qué? ¿Eres tú, John?
–Es que…
–Son las tres de la mañana. Estoy en la cama.
Un suspiro profundo. Él escucha, no dice nada, el teléfono pegado al oído, la cabeza le da vueltas.
–¿Me oyes, John?
–Sí. Lo siento, Den…
–¿Estás borracho?
–Mira, siento haberte metido en este lío. Es que… ¿Valor ante el deber? Tú nunca lo has tenido, John. –… Tengo que decirte algo.
–John, por favor…
Él detecta el recelo en su voz. ¿O es que está buscando algo para escribir?
No importa.
–Hace tiempo quise entrar en la policía. ¿Te lo puedes creer?
–Lo sé. Fue una de las primeras cosas que me contaste, hace dos años.
–Lo que no te conté es que llegué a concertar una entrevista con ellos. Justo después de graduarme. Pero no acudí. No tuve cojones. Me marché al extranjero.
Hay una pausa.
–John, éste no es el momento adecuado para…
–Lo sé, lo sé –. Se toma un respiro–. El dinero en el coche. ¿Cincuenta mil libras en billetes falsos?
–Sigue…
–No tenía nada que ver con Donna Macken, o con Freddy.
–¿Cómo lo sabes?
–Porque era mío. Lo tenía guardado en el coche.
Nada.
–¿Den? Den, escucha…
–Bueno. Ahora voy a colgar.
–Mañana –dice rápidamente–. Mañana iré a contárselo a Baron.
–¿Y por qué no ahora? Llámalo. A mí me has llamado, y ni siquiera llevo el caso.
–Porque necesito algo de tiempo. Creo que sé quién mató a Donna.
–¿Por qué no llamas a la comisaria jefe? Le darás una buena alegría.
–¿Querrás concederme unas cuantas horas? Entonces te lo contaré todo. Te lo cuento todo mañana, te lo prometo.
Le desagrada lo vacías que suenan las palabras. Se la imagina moviendo la cabeza hacia atrás en un gesto de desdén, las lágrimas brotándole en los ojos.
–¿Den? ¿Sigues ahí?
–Sí.
–Lo siento.
Ya no sigue ahí.
TERCERA PARTE - LUNES
Capítulo 34
Té dulce, cigarrillos, enormes dosis de nauseabundo arrepentimiento. No es la forma ideal de comenzar el día. Pero el día de hoy no va a ser ideal. Deja descansar los dedos sobre el teclado del portátil. Junto a él hay un viejo Nokia, comprado en un mercado de segunda mano, imposible de localizar, el cuarto que tiene este año.
Son las nueve. La gente estará acudiendo a sus trabajos en estos momentos, tomando café, bostezando tras el fin de semana.
–Muy bien, Sherlock –dice, revolviéndose en el asiento y tecleando Universidad de Londres en Google.
–¡Joder!
La universidad de Londres aparece dividida en secciones. Ya no se acordaba de cuántas había. Queen Mary, UCL, Kings… Clic. Podría no ser la universidad que buscaba. Tengo que empezar por algún lugar. Clic. Departamentos de ingeniería química. Clic. Encontrar un miembro veterano del personal, alguien que podía haber estado allí en 1990.
Veinte minutos más tarde, al quinto intento, está de suerte.
–Eh, hola –dice, poniendo el mejor acento que puede–. Soy Chris Turner, de la empresa British Petroleum. Soy el director de recursos humanos de nuestro departamento de investigación global. Creo que llegamos a conocernos, hace algún tiempo.
Al otro lado del aparato, una voz entre sorprendida y burlona duda ante el nombre de Turner.
–Vaya, quizás era… –dice John, mientras consulta la página web del departamento, el profesor Donaldson.
–Lo más probable –contesta–. Ed es de los que mueven los hilos con las empresas.
–Supongo que era él. De todos modos, a quien estoy buscando es a un antiguo estudiante suyo. Hemos perdido sus datos. Alto, fuerte, el cabello castaño oscuro y cejas gruesas, muy pronunciadas. Ucraniano. Pensamos que era estudiante de Ingeniería Química en 1990.
–¡Dios! ¡De eso hace un montón de tiempo!
–¡Pues sí! De lo que estoy seguro es que era ucraniano.
–A ver… Bueno yo estaba aquí en 1990 –¡dice un tanto tristemente!
Le sigue una carcajada que suena a rabieta.
John insiste.
–Supongo que no había muchos ucranianos matriculados por entonces. Ya sabe, la época de la desintegración del bloque del este…
–Déjeme pensar. ¡Ah, sí! Recuerdo vagamente a una persona, aunque no estoy seguro del año.
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–Estamos buscándolo por todos los medios. Tenemos un puesto de director en el departamento de investigación en uno de nuestros proyectos en el mar Caspio, con un sueldo de noventa mil al año. Creo que sería alguien perfecto. Hay una retribución para quien lo encuentre, un mes de su salario. Esto que quede entre nosotros, desde luego. Lo cierto es que lo conocí hace unos años, pero le he perdido la pista.
–Un momento. Deje que me ocupe de los detalles.
El corazón le da golpes en el pecho. Tiene que ser él.
–Sí, aquí lo tengo. Ahora lo recuerdo. Teníamos a dos ucranianos en 1990. Uno era una mujer, el otro era Andriy Danyluk. En 1990.
Recita una dirección postal en Kiev.
–¿Se acuerda de él? –pregunta John, mientras anota la dirección.
–Pues sí. Venía de la universidad de Kiev, y se nos presentó aquí con su expediente académico, sin beca, sin ayudas, y nos pidió que lo admitiésemos como estudiante. Pagó la matrícula por adelantado, en metálico. Se estuvo pagando los estudios durante los tres años. No sé cómo.
Parece él.
–Todo un personaje. Un tipo enorme. Muy inteligente.
–Debemos de estar hablando de la misma persona –dice John–. Andriy, sí, estoy casi seguro. Con respecto a la retribución, ¿le importaría si le enviase un cheque? Me ahorraría un montón de papeleo.
Siguen unos eh y ah, pero no muchos.
–Genial. Eso es todo. Le estoy muy agradecido por la ayuda.
Intercambian brevemente las cortesías típicas de estos casos.
–¡Vaya! Ya casi me olvidaba. Querría acudir a sus oficinas y asegurarme, pero lo cierto es que estoy en Reykjavik en estos momentos.
¿Reykjavik? Pura improvisación.
Deja estar las cosas así durante un rato.
–Es preciso que vea la fotografía, asegurarme de que no estamos hablando del tipo equivocado cuando vayamos a ofrecerle el empleo.
–Aquí tenemos una foto en su expediente por si eso le ayuda. De hace veinticinco años, pero podría escanearla y enviársela por correo, si le sirve.
–No querría ocasionarle ninguna molestia.
–¡En absoluto! Tenemos una máquina que lo hace todo. Puedo hacerlo ahora.
John lee la dirección de la cuenta de correo que acaba de crear y, tras unas cuantas expresiones de gratitud adicionales, cuelga.