by John Barlow
El correo electrónico le llega al abrir su cuenta. Archivo de imagen: solicitud de ingreso a nombre de Andriy Danyluk. Incluye una foto.
Ya lo tengo.
*
Cinco minutos más tarde se encuentra embutiendo fajos de billetes por todos los bolsillos, sabiendo que al final del día ya no dispondrá de ellos.
Cuando llega a la calle Town a recoger el Saab, se le está pasando la euforia por haber cazado a Bilyk. Ya no se trata de los ucranianos. Ni de Freddy. Se trata de John Ray.
Capítulo 35
El Saab tiene una abolladura del tamaño de la tapa de un bidón de basura en el capó. No le presta atención, entra, y enciende un cigarrillo. Mientras lo hace, se abre la puerta del pasajero.
–En marcha –dice Sandy entrando de prisa. Lleva la cara pálida y demacrada, efecto visible de una noche sin dormir.
–De acuerdo –dice John, mientras llega hasta él una combinación de aliento fétido matutino y agradable perfume–. ¿A dónde nos dirigimos?
–No muy lejos. A cualquier lugar. A mí me dejas en cualquier sitio.
Siguen en silencio durante un rato.
–¿Hay alguna razón para este inesperado encuentro matutino, por muy agradable que resulte? –dice él, girando a la izquierda por la avenida Kirkstall.
En ese momento, al volverse hacia él, ella se da cuenta de las magulladuras y el corte que tiene en la cara.
–¿Te duele? –dice, sin hacer notar su sorpresa.
–No mucho. Supongo que te refieres a lo de Lanny.
–Dame uno.
Tras encender el cigarrillo, le dice que pare.
Se quedan mirando el tráfico matinal, que se dirige a la ciudad a golpe de paradas y arrancadas continuas.
–Donna –dice ella, en una voz susurrante –era la hija de Lanny.
A él se le cierran los ojos.
–Dios…
Se echa hacia adelante poco a poco, hasta que queda con la frente apoyada en el volante.
–Dios… Dios…
Ella sacude la ceniza por la ventana, la mirada todavía fija en el tráfico.
–¿Quién más lo sabe? –dice él, con la cabeza todavía en el volante.
–¿Además de su madre? Lanny y yo. Nadie más. Si sabe que te lo he dicho…
–Sí, ya sé. Pero no lo sabrá. Nadie se enterará por mí.
Se endereza en el asiento.
Los dos miran lejos a través del parabrisas.
Pasa un minuto. Dos.
–¡Mierda! –dice él, abriendo la puerta y tirando el cigarrillo al suelo, para luego apagarlo en el asfalto con el pie. Permanece allí, medio dentro, medio fuera, la cara cubierta con las manos.
–No somos los únicos. ¡Joder!
Se da la vuelta para meter las piernas dentro del coche y cierra la puerta.
–Lo sabe él. Freddy. Freddy lo sabe, Dios…
–¿Qué?
–¡Vaya! –se golpea la cabeza con la palma de la mano–. ¡Hay que joderse! Se lo contó a Freddy. Él lo sabe. Por eso está tan asustado. Sabe que Lanny va a matarlo. No quiere salir de Millgarth. No lo culpo. No se trata sólo del susto tras la muerte de ella. Es que se muere de miedo.
John se recuesta en el asiento, tratando de encontrar otro cigarrillo, mientras le tiemblan los dedos.
Sandy espera, viendo cómo se pelea con el encendedor.
–Donna y Freddy –dice él, con el cigarrillo balanceándose entre los labios–, tenían una relación. Estaban enamorados, o como quieras llamarlo… Supongo que por eso acudía continuamente al hotel. Lo que quiero decir es que obviamente también estaba metido en lo de la falsificación…
–¿En qué?
–No importa. Trabajaba para los ucranianos. Pero algo ocurrió entre él y Donna. Estaban enamorados. Su madre me contó que Donna estaba tratando de dejar de trabajar como chica de compañía. Sugar me contó lo mismo. Creo que Freddy la estaba ayudando. Y la ayudaba porque querían vivir juntos. Pero Freddy no podía dejar a Bilyk. Y ella tampoco podía abandonarlos, le debían demasiado dinero. Así pues lo que los dos esperaban, pacientes y tranquilos, es que los ucranianos se marchasen. El último trabajo de Freddy fue el jueves, y a Donna le iban a pagar el dinero el viernes. Así de simple, sin problemas, y todos felices. Ella no tenía otros clientes. Sería libre. ¿No lo ves?
Sandy tira el cigarrillo por la ventanilla.
–No lo entiendo.
–El jueves, Freddy se dirige a Immingham. Ha de recoger la mercancía para Bilyk, la última. Se lleva con él a Donna. Es la última noche antes de que ella sea libre, antes de conseguirlo. Y es Freddy quien la ha ayudado. Porque él la ama. Es en ese momento cuando ella le cuenta quién es su padre.
–¿Y por qué hizo eso?
–Porque quería que supiese en lo que se estaba metiendo. Se estaba sincerando con él. Ya sabes, las personas que se quieren se dicen la verdad. Ella lo amaba, Sandy. Dios, vaya si lo amaba…
–Y ahora está muerta.
–Y Lanny cree que Freddy la mató.
–¿Y ahora?
Y ahora.
Y ahora.
¿Qué vas a hacer, John?
–Muy bien –dice ella, despacio, sosteniendo la manilla de la puerta–. Encuentra a la persona que lo hizo. Encuéntrala y ve a decírselo a Lanny de inmediato. ¿Me oyes? Alguien tiene que pagar por esto, y no quiero que seas tú.
–O Freddy.
–Si no lo hizo.
–No lo hizo.
Ella sonríe.
–Espero que estés en lo cierto, amor mío. Pero si lo hizo… Y después de eso se va.
Capítulo 36
John aparca fuera del concesionario y lee las tres palabras encima de la entrada: Vehículos Tony Ray. ¿Cómo es que nunca le ha cambiado el nombre? Eso es lo que le había preguntado el periodista del Yorkshire Post. ¿Y la respuesta? Porque el negocio no es suyo, y nunca lo será.
Se estremece recordando el antiguo local, cómo le desagradaba venir aquí, que le alborotasen el cabello y le golpeasen en el brazo aquellos supuestos tíos suyos que no parecían tener hijos, hombres que habían elegido vivir al margen de la sociedad. Algo más de veinte años después, está de vuelta. Pero ahora es uno de ellos.
Las reformas en el local le costaron doscientas mil libras. El dinero de Joe, todo lo que le había dejado. John no había querido entonces el dinero de su hermano, ni quiere ahora tampoco el concesionario. Su idea era ganar lo suficiente para comprarse un yate y dejarle el negocio a Freddy. Eso es lo que Connie no entiende. Para él el concesionario es irrelevante. En cuanto a su idea, las cosas se han jodido. Se ha jodido todo, a no ser que sea capaz de arreglarlo. Hoy.
–Ellos no tenían puertas de cristal automáticas –dice al entrar en el concesionario.
Connie levanta la mirada de una copia de Semanario del Yate.
–¿Qué?
–Nada.
Se dirige a la máquina de café Gaggia. Sólo entonces se recomponen en su mente los acontecimientos de la noche anterior.
–Somos adultos, ¿no? –dice ella buscando una taza limpia–. No fue algo ilegal y tampoco horrible.
Su rostro aparece demacrado y tiene manchas oscuras bajo los ojos. Pero aparte de los efectos de la resaca, es la misma de siempre.
–Demasiada bebida –dice él, como si fuese una disculpa.
–¿Cómo están las heridas?
–No están mal –dice, pasándose la mano por la cara y dándose cuenta de que hace bastante tiempo que no se mira en el espejo.
Se lleva el café al despacho. Una vez dentro descuelga la foto del Subaru y extrae un sobre pegado con cinta adhesiva a la parte de atrás del marco. Llevar encima el sobre es arriesgado, pero ahora ya no lo parece. Nada lo parece.
–¿Recuerdas que acordamos destruir las cintas de seguridad? –dice ella cuando él sale del despacho.
–Sí. ¿No lo has hecho?
–Me he deshecho de las que van del lunes al miércoles. Pero luego pensé, ¿y la del jueves? Freddy se lleva el coche el jueves por la noche. Pero eso es algo que él les ha cont
ado.
Le entrega una cinta.
–Esta es la del jueves. Demuestra que tenía el coche aquella noche.
Él se la mete en el único bolsillo que consigue encontrar que no lleva dinero.
–Vigilancia… –dice él, chasqueando los dedos, pensando–. Pregunta: ¿a qué hora cambias la cinta?
–¿Yo? A las ocho y media.
–¿Todas las mañanas, a la misma hora?
–Tan pronto como llego. Es un hábito.
–Como Mike Pearce. Hábito. Se toma una copa. Camina hasta el hotel. Hace las rondas que le corresponden. Cambia las cintas. Hábito. Sólo que, el viernes, Craig cambió la cinta casi un cuarto de hora antes de que Mike llegase al hotel.
–Antes de tiempo, ¿no?
–Sí, pero ¿por qué? ¿Por qué modificar ese hábito? Quizás la cinta se acabó antes de tiempo, así de simple.
Ella menea la cabeza.
–Eso no ocurre.
–¿Por qué no? La pusieron a la misma hora la noche anterior.
–Exacto –dice ella–. Son sólo veinticuatro horas.
Él está confundido.
–Es una cinta de tres horas que funcionan a un octavo de su velocidad. Normalmente grabaría durante veinticuatro horas justas, ¿o no?
–Las cintas duran un poco más de lo que dice el envoltorio. Lo hacen para que nadie se queje. Las cintas vírgenes duran normalmente tres o cuatro minutos más.
–¿Sí? ¿Aprendiste eso trabajando para tu tío?
–Sí.
–Así que si pones una cinta a medianoche, lo normal es que al día siguiente no deje de funcionar hasta…
–Hasta más allá de la medianoche. Haz el cálculo. Los tres minutos de cinta a velocidad normal que sobran son veinticuatro minutos en una de esos aparatos de video vigilancia. Y si dura cuatro minutos…
–Es más de media hora –dice él, tratando de encontrar las llaves–. La cinta del hotel no pudo haber terminado de grabar. La sacaron del aparato porque alguien la necesitaba. Me refiero físicamente…
–¿Por qué?
–Tengo una idea… –dice, agarrando el teléfono de una mesa cercana.
Se detiene.
–¡Maldita sea! –dice entre dientes, colgando el teléfono de golpe.
No puede pedir más favores a los hombres de Lanny, no después de lo de anoche.
–Tengo que encontrar a alguien que sepa forzar cerraduras –dice, sentándose de golpe, súbitamente sin fuerzas–. Si no –dice señalando la cicatriz en un lado de su rostro–, la persona que me hizo esto va a matar a Freddy.
–¿Lanny Bride?
–Me dijiste que no sabías quién era Lanny.
–Sí, y tú me dijiste que vendías coches.
Él sonríe.
–Bien, dejemos de lado los comentarios sarcásticos. ¿Sabes de alguien que sepa forzar cerraduras o no?
–Sí, yo.
–Vaya, ¿cómo es que no me sorprende…?
–Necesito volver a casa a recoger mis herramientas.
–Perfecto. Espérame allí.
Mientras la ve marcharse, se pregunta qué tipo de trabajo publicitaría si tuviese que reemplazar a Connie García.
*
De vuelta al despacho, hurga en el cajón inferior del archivador y extrae unos guantes de piel, todavía envueltos en papel de celofán. Son un regalo de Joe, de hace unos años. Llevan todo este tiempo en el envoltorio. Nunca los ha necesitado.
Al salir del concesionario, piensa en dejar el lugar abierto para ver cuánto tiempo tarda en convertirse en un local de lujo para ocupantes ilegales, con dormitorios para cuatro ocupantes y una máquina de café exprés. No pasaría nada. A no ser que todo vaya bien durante el resto del día, no habrá razón alguna para volver aquí. Y si las cosas salen mal, pondrá una bomba bajo los cimientos de local.
De todas formas, nada va a salir mal. Freddy no va a morir por algo que no hizo. Tras bajar las persianas de Vehículos Tony Ray, se da la vuelta y se marcha.
Capítulo 37
–Gracias por haber venido, con tan poca antelación.
Cruzan a pie el parque infantil desierto en una urbanización de viviendas protegidas a varios kilómetros de la ciudad.
Bilyk asiente con la cabeza. Ha cambiado su sonrisa afable por una expresión seria.
–No tengo mucho tiempo –dice John mientras se sientan en un banco–. Iré al grano. Has estado importando dinero falso, utilizando el hotel como base de operaciones. Tu negocio de tractores es una tapadera, muy buena, por cierto.
El ucraniano arquea sus pobladas cejas, como si la acusación le pareciese un tanto divertida.
–Supongo –continua John– que la empresa Galey aceptó encantada tu oferta de vender sus productos en el Reino Unido, pero se van a ver bastante sorprendidos cuando comprueben que tanto tú como tu libro de pedidos han desaparecidos.
El ucraniano desplaza la cabeza hacia un lado, sin soltar palabra todavía.
–Y para rematar la jugada, metes a Freddy en el negocio. Muy listo.
–¡Pero si estaba interesado! –dice Bilyk, evidentemente encantado con esta última acusación.
–Se encarga de recoger la mercancía para ti, ¿no?
–Estuvo buscando a alguna gente de aquí, de Leeds, para que cambiasen el dinero este fin de semana. Pero sí, principalmente lo que hace es recoger los envíos.
–Y lo mejor de todo es que trabaja en Vehículos Tony Ray. Mi padre, el conocido falsificador. Si pescaban a Freddy con un buen fajo de billetes falsos, lo normal sería que la policía concluyese precipitadamente que la familia Ray estaba implicada.
–No podíamos dejar rastro.
–La última recogida de Freddy era el jueves en la aduana. ¿Correcto?
Bilyk asiente.
–¿Y qué es lo que pintas tú en todo esto?
–¿Yo? Yo nunca toco nada –dice sonriendo–. ¡Tengo que vender tractores! ¿Dinero falso? Eso tiene que haber sido idea de Fedir. Yo de eso no sé nada, agente.
Su confianza le irrita, pero también confirma la fuerza de su posición.
–El gerente de hotel era tu banquero, ¿verdad?
–¿Fuller? Sí.
–¿Y los que cambiaban el dinero?
–Nos centramos en una ciudad de cada vez, en el norte de Inglaterra. Utilizamos gente de la localidad en cada una de las ciudades. Ese es el trabajo de Fedir.
–¿Pero los que cambian el dinero tienen que venir a Leeds para recoger la mercancía? La vendéis en el hotel, ¿no? En el callejón de al lado, el que tiene la cámara de seguridad estropeada.
–¡Eres un genio!
John asiente despacio.
–Con todo, hay algo que no entiendo. Guardas los billetes en la caja fuerte de Fuller, y se los vendes a los que cambian el dinero el exterior de la salida de incendios. Pero dentro del hotel hay una cámara que apunta directamente al fondo de ese pasillo. ¿Cómo hacéis para meter y sacar la mercancía sin ser vistos por el vídeo?
–¿Has visto el tamaño del carro de la limpieza?
–¡Sandy! Deberían pagarte más. Quizás ya lo hagan…
–Sí –continúa Bilyk–. Todo iba bien. El hotel, los envíos, todo. Mantuvimos alejadas las sospechas de Leeds hasta el final. Aquí nadie ha estado buscando dinero falso.
–Ahora lo están haciendo.
El ucraniano suspira.
–Nuestra última avalancha de billetes fue este fin de semana.
–Fue entonces cuando te llamaron.
–Ya habíamos acabado. Fedir estaba listo para marcharse. Había hecho las maletas. Una hora más tarde ya se habría ido. Fue entonces cuando apareció ella, borracha, gritando, soltando amenazas. Una malhablada. Fedir tuvo que ocuparse de ella. Se lo pasó bien, la última vez, ya sabes… Luego la dejamos en el hotel para que se tranquilizase. Nos fuimos por ahí a comer algo.
–¿Con Freddy?
–Sí. Le dije que lo mejor era dejarla, que ya hablaríamos con ella más tarde, para arreglar las cosas. Cuando Fuller nos llamó, ya estaba muerta.
Bilyk se echa las man
os a la cabeza.
–¿Por qué íbamos a matar una chica en nuestro escondrijo, después de que todo nos hubiese salido tan bien? No tiene sentido.
John sabe que tiene razón. Pero no se trata de eso.
–Dime. ¿Quién le pagaba a Donna?
–Era el pasatiempo de Fedir, no el mío.
–Eso es lo que dices, y no me importa mucho si es verdad. ¿Pero quién le pagó por las veces que estuvo contigo?
–Ya te he dicho que era Fedir quien había arreglado las cosas con ella. ¡Pregúntale a él!
–Supongo que lo haría. ¿Sabes dónde está?
–Ni idea.
–Está muerto.
Bilyk ni siquiera pestañea.
–¿Y eso cómo lo sabes?
–No importa. Ya es historia.
El ucraniano asiente encogiéndose de hombros.
–De manera que –dice John, deteniéndose para poner las ideas en claro– los que cambian el dinero vienen a Leeds a comprar los billetes, y las ganancias van a parar a la caja fuerte del hotel. A Donna debieron de pagarle con aquel dinero.
–Fedir, sí. Recuerda: yo nunca toco la recaudación.
–Donna dijo que le habían pagado con billetes falsos.
–Donna decía muchas tonterías.
–Sería un bonito detalle, ¿no? Vuestra última noche, todo os ha salido bien, a la puta le dais billetes falsos, y así Fedir se ahorra unos cuantos miles.
Bilyk menea la cabeza.
–El principal riesgo era Freddy.
–¿Freddy?
–Se enamora de la pequeña invitada de Fedir y lo siguiente que sabemos es que ella nos amenaza. Dime dónde está el riesgo, señor Ray.
–Yo todo lo que sé es que acaba muerta en mi coche, junto a un alijo de billetes falsos.
La expresión de Bilyk se endurece.
–¡Los billetes que encontraron en el coche no eran nuestros!
–¡Ya sé que no lo eran! Eran demasiado buenos. Eran míos.
El ucraniano no se mueve.
–Los tenía guardados en el coche –añade John.
–Mala suerte, pero eso deberías contárselo a Freddy.
–A Freddy no. Él no sabía nada de esto. Pero sin quererlo me encuentro a una chica muerta, a Freddy arrestado, y que todo se ha ido a la mierda.