Avenida Hope - VERSIÓN BILINGÜE (Español-Inglés) (John Ray Mysteries) (Spanish Edition)

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Avenida Hope - VERSIÓN BILINGÜE (Español-Inglés) (John Ray Mysteries) (Spanish Edition) Page 24

by John Barlow


  –No creo que Freddy matase a Donna, pero no sé qué es lo que hacía allí.

  Se detiene.

  –Querían hacer ver que tanto mi padre como yo estábamos implicados, dándole a la policía una pista falsa. ¿La familia Ray? Unos falsificadores. Freddy trabaja para nosotros. Es fácil establecer el vínculo.

  Observa a Steele, que sonríe.

  –¿Y cómo es que se encarga de las entregas para ellos? –pregunta Baron.

  –Eso va a tener que explicárselo él. Lo que yo sé es que estaba enamorado de Donna.

  –Los han visto juntos –dice Steele–. Ya lo sabemos.

  Mike Pearce. Desde luego. Ese fracasado medio borracho.

  –Me aventuro a decir que Freddy estaba tratando de protegerla. Estamos hablando de una joven recluida en una habitación de hotel con dos matones que apenas conocía. Él estaba preocupado por ella. No sé, quizás también se las daba un poco de macho. Freddy, un tipo que se cree importante, envuelto en los bajos fondos. Ya me conozco la historia como para saber que es cierta. A la gente joven le atraen esas cosas. Tendrá que responder por sí mismo sobre el asunto. Aunque insisto en que Donna era importante para él. Por lo que me han contado tiene los nervios destrozados.

  –El asesinato puede hacerle eso a una persona –dice Steele, un poco alegremente de más.

  John levanta las manos.

  –Lo que creo es que si consiguen que admita que era él quien se encargaba de recoger los billetes, les dirá qué es lo que hacían los ucranianos. Estaba implicado en el asunto, lo reconozco. Es la primera vez que lo hace. No tiene antecedentes. Me gustaría recalcar lo que acabo de decir.

  –¿Intenta decirnos cómo debemos hacer nuestro trabajo? –dice Steele.

  –Soy yo el que llevo días haciendo su puñetero trabajo.

  Steele se ríe del él.

  –¡Siga pensando eso, amiguito!

  –¿Le ha comunicado al abogado de Freddy lo que nos está contando? –pregunta la comisaria jefe.

  –Sí. Acabo de hablar con él.

  Baron, mientras tanto, menea la cabeza.

  –No lo entiendo. El muchacho nos lo ha explicado cientos de veces. Cuando él sale de la habitación, ella todavía está viva. Borracha, colocada, así como maltratada y violada por Freddy–. Se pone de pie, dirigiéndose a su jefa–. Sea como fuere, seguimos con esto, ¿no?

  Ella asiente, mientras junta los dedos haciendo presión, pensando.

  –¿Me imagino que cree que los ucranianos están detrás de los billetes falsos que han aparecido en otras ciudades? –pregunta ella a John, mientras Baron y Steele se preparan para salir.

  –Eso fue lo que me contó Bilyk.

  –¿Y qué me dice de los billetes en el coche? ¿Era parte del último envío y se quedó allí? ¿Así de sencillo?

  Baron se detiene, y durante un instante sus ojos lo traicionan. ¿Y Steele? No reacciona.

  Vaya. Steele no lo sabe.

  Los billetes que había en el coche eran distintos de los que están inundando las calles de la ciudad en estos momentos. Baron lo sabe, y su jefa también debe saberlo. Pero no lo están divulgando.

  Entonces Baron sale, dando órdenes, pidiendo coches y hombres, listo para dirigirse a toda velocidad a la avenida York, donde descubrirá que el señor Bilyk acaba de salir de la ciudad.

  La sala queda tranquila de repente.

  Ella sonríe.

  –¿Me permite cinco minutos?

  John asiente.

  –Dígame lo que sabe sobre la importación de dinero falso.

  Capítulo 40

  Recoge a Connie en el departamento y se dirigen hacia la avenida York. Ven dos coches patrullas y varios coches de policía camuflados en el exterior del Eurolodge. John hubiese preferido no tener que enviar a Baron a una búsqueda infructuosa, pero no había tenido elección.

  A estas horas Andriy Danyluk, alias Bilyk, habrá huido. Una identidad nueva en una nueva ciudad. Se las ha arreglado muy bien para salir de ésta. Ha vendido el último envío de billetes falsos y ahora es libre para establecerse de nuevo en otro lugar. Entre tanto, Fuller habrá sacado una buena tajada de todo esto, así como el numeroso grupo de los que le han ayudado a colocar el dinero. Todo el mundo ha cobrado. Una muchacha yace en el depósito de cadáveres, y ¿a quién le importa? A Lanny Bride sí le importa.

  Llegan a la calle Harehills y gira a la izquierda. Tiene un nudo en el estómago.

  No tienes elección, John. Como papá en 1958, llega a Inglaterra, sin estudios, sin familia, sin facilidades para encontrar trabajo. ¿Qué elección tenía?

  Circulan por un callejón. Hileras de viejas casas de ladrillo, como las que Joe compraba para llenar de inmigrantes ilegales. ¿Qué elección tuvo Joe, criándose como se crió con Lanny Bride y una pandilla de maleantes? No mucha, a decir verdad.

  No, yo tomé mis propias decisiones. Me mantuve alejado del negocio familiar. Me permitieron llevar una vida normal…

  ¿Fue parte de un plan? ¿Decidieron sus padres protegerlo del mundo de la delincuencia, del arrebato por lo ilícito, del deseo irrefrenable de poseer lo que te viene en gana? Si así fue, hicieron un buen trabajo. Pero de todas maneras adquirió el gusto por todo eso. Su padre no llegó a saberlo, pero era Joe el que le proporcionaba aquellos billetes de diez libras falsos cuando era un crío. El regalo de un hermano a otro.

  Aparcan un poco más adelante en la misma calle y esperan sentados en el Saab.

  –Ahí está.

  Marca el número de Craig Bairstow.

  No hay respuesta.

  –¿Estás lista? –dice John, recogiendo el portátil del asiento de tras, los nervios a flor de piel, respirando profunda pero irregularmente.

  Ella asiente.

  *

  –De plástico –dice ella cuando llegan a la puerta y saca una pequeña palanqueta de su chaqueta de cuero–. Buena.

  Llaman al timbre del apartamento de arriba y esperan.

  Nada.

  –Muy bien.

  Ella arrima el hombro a la puerta y se apoya en ella, introduciendo la punta de la palanqueta en el hueco entre la puerta y el marco, justo debajo de la cerradura. Un suave empujón con el hombro, luego otro, y la puerta se abre.

  –¿Así de simple? –dice John cuando entran.

  –De PVC. Una mierda.

  El vestíbulo es minúsculo y huele a cartón húmedo, igual que las casas que Joe solía alquilar.

  –La planta baja, ¿no? –pregunta ella, y se pone manos a la obra.

  Una cerradura marca Yale, colocada a altura del pecho en una puerta interior que ha sido cubierta con cartón madera pintado de esmalte blanco.

  –Un alfiler…–dice ella en voz baja, al insertar una delgada lámina de metal en la cerradura para luego utilizar lo que parece un palillo de dentista para explorar el mecanismo interior de la cerradura.

  Pasa un minuto, interrumpido sólo por algún suspiro. Otro minuto, y John cree escuchar ruido en los buzones que hay en la calle. ¿Un cartero? ¿Un repartidor de publicidad?

  –Ya está –dice ella al abrir la puerta.

  –Perfecto. Espera en el coche. Si viene alguien, llámame. Si es un muchacho delgaducho de pelo anaranjado, ponte a hablar con él fuera tanto tiempo como puedas.

  –Tranquilo.

  *

  El apartamento huele a polvo y a flores. ¿Un popurrí? Una aspiradora decrépita está apoyada a la pared junto a la puerta, y la habitación aparece ordenada, con una alfombra de color beige apagado que han limpiado recientemente. Arrimado a la ventana hay un escritorio de madera repleto de cosas, con un lugar libre justo en el centro para poder poner un portátil.

  Hay una intricada estantería de metal que van de un lado a otro de la pared a su izquierda. Los estantes los ocupan un equipo de alta fidelidad, filas de devedés, gruesos manuales de informática y una impresora. Al otro lado de la habitación hay un gran televisor de plasma frente a un viejo sofá cubierto por una funda de color granate de estilo oriental. El lugar parece un hogar, pero tiene un aspecto vacío. ¿Por qué?

 
Las paredes aparecen desnudas, pintadas de color magnolia. Se detiene a observarlas una a una. Hay unas marcas apagadas del tamaño de un pulgar, son manchas de Blu-Tack. No son de pósters. Los espacios son demasiado reducidos, principalmente del tamaño de un folio, pero algunos son del tamaño de una fotografía. ¿Un inquilino anterior? Continúa observándolo todo. Hay algo que no encaja. ¿Craig se compra una funda turca para el sofá y deja las paredes desnudas?

  Pone el portátil en el sofá, y luego saca los guantes del bolsillo.

  Otro regalo de Joe.

  Casi no siente el cuero contra su piel, sólo una sensación tibia, como si tuviese metidas las manos en un río tranquilo un día de verano.

  En el escritorio no hay ningún ordenador. Pero hubo uno. Un cable sobre el suelo recorre cuidadosamente toda la pared hasta los estantes de metal, donde se conecta a la impresora. La impresora parece buena, y junto a ella hay varios paquetes de papel fotográfico de diferentes tamaños.

  Muy bien. Comienza a buscar. Primero la sala de estar, luego el pequeño dormitorio de aspecto pésimo, y la cocina. Mira encima de los armarios, dentro de los cajones, detrás de la nevera, en todos los lugares que se le ocurren. Pero no está aquí. No hay ningún portátil en el apartamento.

  Al volver a la sala de estar, se fija en una caja que hay en el suelo detrás del escritorio: una grabadora de vídeo como la del Eurolodge. Sobre ella hay un grueso cable enrollado.

  ¡Se la trae a casa en equipo analógico! Tecnología de toda la vida, Craig. Perfecto.

  Dentro del cajón del escritorio hay un toda una serie de fusibles, enchufes, monedas, un pequeño cúter, un destornillador, una baraja, un rollo de cinta aislante, tijeras… Toma las tijeras y observa. Pegada a una de las dos hojas de las tijeras hay una delgada esquirla de cinta. Tiene algo más de un centímetro de largo y unos tres milímetros de ancho.

  Tras volver a poner las tijeras en su sitio, considera las opciones que le quedan. El portátil no está aquí. ¿Para eso necesitaba el lápiz de memoria? ¿Se ha deshecho del ordenador?

  Sólo hay un cuarto de baño. Es pequeño, no tiene ventana pero sí un extractor en lo alto de la pared encima del inodoro. Las piezas del baño son de color verde oliva, de principios de los setenta, y están limpias como una patena. El olor a flores es aquí todavía más intenso. Pero no huele a popurrí. Se distingue un olor a cítricos, a fruta madura, especias, con notas de incienso y sándalo… Opium. Hay un pequeño frasco de perfume sobre el lavabo, junto con un espray de espuma de afeitar, varias cuchillas desechables, y un tubo de Aquafresh.

  Pero el olor no viene del frasco, sino del radiador de detrás de la puerta, que está puesto a poca potencia. Al escudriñar detrás de él ve algo metido dentro. Se agacha para meter la mano por debajo y saca un pañuelo blanco. ¿Opium en un pañuelo? Lo acerca a la nariz. No hay dudas: la tela está impregnada de perfume. Si se pusiese la calefacción más fuerte, el olor inundaría todo el apartamento.

  ¿Es para que le recuerde a ella? ¿O es para hacer como que está aquí, y que se note su presencia hasta en el último rincón de la casa? Se sienta en el suelo del baño. Se le han ido las fuerzas de las piernas al darse cuenta de lo que ha descubierto. Un maldito santuario. El santuario de Craig dedicado a Donna.

  Entonces la ve, asomando por debajo del radiador, algo que ha caído allí, una de las esquinas tocando el suelo. Una fotografía, tomada de las imágenes de vídeo, impresa sobre papel fotográfico satinado. Una foto de Donna Macken.

  En ella aparece sonriendo, mirando hacia atrás por encima del hombro, el cabello moreno cubriendo parte del rostro, los ojos muy abiertos y radiantes, fijando la vista en alguien. ¿Y la sonrisa? Es juguetona, inocente, sincera. Pero en la mueca de los labios hay algo salvaje, un tanto sexual. Dios, no me extraña que los volviese locos a todos. Era maravillosa.

  Hay más manchas de Blu-Tack en la pared encima del radiador, así como en las paredes del baño. Todo el piso era un santuario en su honor digno de un pervertido. Pero el cuarto de baño era el sanctasanctórum. El pasado viernes por la noche Craig llega a casa y elimina cualquier rastro de ella de las paredes. Se está dejando llevar por el pánico, y sabe que tiene que deshacerse de todas las imágines en las ella aparezca. Pero debido a las prisas se le cae dentro del radiador una de las fotos junto con el pañuelo.

  Incorporándose despacio, John vuelve a colocar el pañuelo y la foto detrás del radiador. De vuelta a la sala de estar, coge un destornillador del escritorio. Regresa al baño, y se pone a desatornillar los paneles que cubren el baño, buscando en cada centímetro cuadrado del interior polvoriento y oscuro. Nada. Levanta la alfombra para comprobar las tablas del suelo. Busca entre la ropa sucia de la cesta de plástico roja y repasa de forma metódica cada una de las toallas apiladas en un el estrecho armario. Para cuando ha acabado no hay ningún lugar en el cuarto de baño donde no haya mirado. Sin embargo, no ha encontrado nada.

  Trata de no hacer caso del persistente olor a perfume, caminando de un lado a otro de la sala para reflexionar. El baño: el corazón que late con la obsesión de Craig por Donna. Allí es donde alimenta sus fantasías, donde siente el deseo más apremiante, las ventanas de la nariz llenas de su aroma mientras se desnuda todas las noches, con Donna de espectadora, los dos juntos en su mundo privado. El viernes trató de borrar todo lo que pudo, pero no pudo hacerlo con todos los rastros. Está muerta. Se puede destruir el santuario, pero no se destruye lo que es más sagrado. Lo ocultas. Tiene que haber quedado algún rastro.

  Inspecciona las filas bien ordenadas de devedés y los libros en los estantes de metal. Los clásicos que les gustan a los varones: El padrino, Uno de los nuestros, Los Soprano, la mayor parte descargas ilegales, con las portadas imprimidas en láser y recortadas para que quepan en las carátulas. Un trabajo meticuloso. Con todo, el pack de El Padrino es auténtico. Extrae la funda y examina el contenido.

  El Padrino.

  Le viene a la mente como si fuese la frase final de un chiste.

  La pistola. La pistola que Michael Corleone utiliza en el restaurante…

  Regresa al baño. Se pone de pie sobre el inodoro y casi pierde el equilibrio. Intenta alcanzar la cisterna cerca del techo. De puntillas consigue introducir la mitad de la mano en la parte de atrás, y pasa los dedos de un lado a otro, mientras está a punto de perder el equilibrio.

  Aquí está. No es más grande que un paquete de chicles, metido a presión entre la pared y la cisterna. Lo mueve de un lado a otro hasta que queda suelto. El lápiz de memoria está envuelto en un plástico transparente, parece una bolsa para bocadillos, cubierto luego de cinta adhesiva. Intenta despegar la cinta sin romper el plástico, consiguiendo hacer una abertura suficiente para extraer el contenido.

  Envuelto en el lápiz de memoria hay un billete de veinte libras. Le lleva menos de treinta segundos comprobar que el billete es falso. Debe de ser el que Donna le dio a Craig. Es uno de los billetes falsos con los que Bilyk pagó sus servicios, y que ahora están por toda la ciudad.

  Copia el contenido del lápiz de memoria en su portátil. Hay docenas de archivos de vídeo, que ocupan sesenta y cuatro gigas. Debe de haber copias de estos archivos en otro lugar. Craig es muy meticuloso; no se habrá arriesgado a dejar sólo una copia, incluso los viernes por la noche, con el corazón latiendo fuerte y muy asustado. No importa. Lo que importa es que se dejó estos archivos en el apartamento. En su santuario.

  Tarda una eternidad en copiarlo todo. El lápiz de memoria está lleno. ¿Hay más? ¿Cuánto más? ¿Existen límites al deseo humano, a las obsesiones? Espera con impaciencia, mientras va copiando los archivos, sólo con una pregunta en mente: ¿Seré capaz de hacer lo que viene a continuación?

  Para cuando regresa al baño, coloca el lápiz de memoria en su envoltorio de plástico y lo mete detrás de la cisterna, todavía no tiene respuesta.

  ¿Seré capaz de hacer esto? Piénsatelo bien, John. Las pruebas están en el lápiz de memoria. El billete falso no cambia nada. Lo que cuente Craig dará lo mismo. Ella estaba enfadada por el tema de los billetes falsos. Le da uno a Craig.
Aquí está, en su santuario. ¿Y los cincuenta mil del coche? No cambia nada, no le importa a nadie.

  Excepto a ti, John.

  A ti te importa.

  Coge el sobre del bolsillo de la chaqueta y saca el billete que guardaba en el despacho, oculto en la fotografía enmarcada de un Subaru falso. Es el único billete que guarda de los que le entrega su proveedor, por si en algún momento detecta un descenso en su calidad. Y ahora le va a salvar el pellejo.

  Envuelve en él el lápiz de memoria.

  Gracias, Craig.

  Capítulo 41

  –¿Lista?

  –Creo que sí.

  Están en el Saab, a unas cuantas calles de distancia, con el portátil abierto sobre las piernas de John.

  Pulsa la tecla de play.

  La grabación comienza justo a media noche, el jueves por la noche.

  Lo habitual. Lo habitual…

  Avanza casi hasta el final del archivo.

  Viernes, 11 de la noche.

  Fedir sale de la habitación del hotel, tambaleándose por el pasillo, con una botella de champán en la mano. Entra en el bar, coge una botella de whisky escocés de la pared. Craig Bairstow está detrás de la barra y no hace nada. Fedir regresa a la habitación número doce.

  11:11. Donna, que lleva una chaqueta de piel corta y una falda minúscula, atraviesa de golpe la puerta giratoria, se dirige tambaleándose al bar, y se deja caer en uno de los taburetes. Craig le trae un vodka con tónica. Ella se pone a hablar con él, despotricando contra todos, meneando la cabeza de un lado a otro. Busca en el bolso y saca un billete, agitándolo en el aire para luego dejarlo caer sobre la barra. Craig le dice algo y le pone la mano sobre el antebrazo. Ella sigue hablando mientras bebe, tomándose el vodka de un trago. Luego se levanta del taburete y se dirige haciendo eses hacia la doble puerta de detrás del mostrador.

  Al otro lado del pasillo. Golpea con el puño la puerta de la habitación doce. Se abre y de inmediato ella se pone a chillar, los ojos encendidos, agitando los brazos, como si tratase de pegarle a alguien.

 

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