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Avenida Hope - VERSIÓN BILINGÜE (Español-Inglés) (John Ray Mysteries) (Spanish Edition)

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by John Barlow


  Atravesamos la vía a toda prisa en dirección a una vieja cantina que está justo al borde de la calzada. No hay cartel ni nombre. ¿Será este el sitio que buscábamos? Hemos perdido la dirección, así que nunca lo sabremos con seguridad. Por un momento la idea me deprime. No obstante, esta sensación de duda, de no saber con certeza, es un estado de ánimo muy gallego. De todas formas, este parece con toda seguridad el lugar que supuestamente andamos buscando. Entramos, cuando ya estamos empapados.

  En el interior nos encontramos con un viejo bar de aldea, probablemente el centro de la actividad local: club social, ultramarinos y escuela de dominó. Las paredes muestran con orgullo varias cabezas de animales disecadas y algún que otro rifle de caza, además de las descoloridas fotos de un convento próximo, por delante del cual hemos pasado dos veces en un estado de leve confusión. Un tablón de anuncios contiene recortes con las noticias parroquiales, y allí, justo en medio, alguien ha colocado un pequeño póster de colores vivos hecho a ordenador. Un rostro hirsuto nos mira fijamente: tiene los ojillos brillantes, el hocico respingón; un amor. Es el tipo de imagen que aparecería en el anuncio de una protectora de animales. XABARÍN, informa el póster en grandes letras rojas.

  La presencia de jabalíes es algo habitual en las zonas más remotas y boscosas de Galicia, aunque el número de ejemplares no es muy elevado. Puede que el póster forme parte de una campaña de sensibilización —pienso—, un plan para ayudar a que el animal sobreviva la incursión de la modernidad en su hábitat. Pero me debo estar confundiendo con las campañas para salvar el lince ibérico o el oso de los Pirineos, pues, al seguir leyendo, queda claro que en realidad se trata de una advertencia: ¡Jabalíes en la zona! Aparte de sugerir que tengas la escopeta engrasada y cargada, hay unos cuantos consejos útiles para mantener a los malvados comedores de lechugas a raya antes de que pisoteen y destrocen tu huerto. Así, sugiere rociar el suelo con trozos de pelo para convencer a estas criaturas extremadamente insociables de que no se acerquen. Me imagino las largas colas en la barbería del pueblo, el pelo de los granjeros del lugar cada semana más corto a medida que el asedio de los jabalíes se va intensificando; y luego serán las mujeres las que se rindan ante las tijeras, seguidas de los ancianos y los niños, hasta que todo el pueblo se quede calvo aunque libre de jabalíes.

  Vamos hasta la barra. El dueño vacila, casi evitando nuestra mirada. No se alegra de vernos, papá y mamá con un niño en su cochecito, totalmente despeinados por el viento y chorreando sobre el suelo de piedra. ¿Si tenemos reserva? No. El hombre se rasca la barbilla y nos dice que va a ver qué se puede hacer. Pero esto no pinta bien. Parece abrumado por una onda de negativismo. Sacude la cabeza y parece sentir lástima por nosotros.

  Los gallegos disfrutan con sus negativas como nadie. Lo que tanto les gusta no es la venganza ni el hecho de rechazar en sí mismo, sino el placer de un cierto pesimismo; una duda siempre presente, una complicación inminente, algo que es necesario resolver. O quizás no. A veces, este aparente negativismo puede constituir una extraña forma de simpatía. Un sí directo resulta demasiado cortante, demasiado seco. Por el contrario, el no es una invitación a seguir profundizando en el tema, para meditar, reflexionar, para buscar una solución o lamentar la falta de ésta. Aquí, en la esquina noroeste de la península barrida por el viento y la lluvia, «no» tiene muchos matices. El carácter gallego simplemente no soporta hablar sin rodeos. Se dice que si te encuentras con uno en una escalera, éste será incapaz de decirte si sube o baja: «bueno, eso depende...», contestará entre dientes, evitando la afirmación como si fuese una bola de mierda que viene volando hacia él. Y tratar de insistir para obtener un sí o un no es meterse en líos. Y sé de lo que hablo, estoy casado con una.

  El dueño decide que tiene que consultarlo con su mujer. «Deberíais haber hecho una reserva», nos dice y sale arrastrando los pies, sacudiendo la cabeza y estirando su jersey demasiado holgado.

  Las reservas nunca han sido estrictamente necesarias en Galicia, sobre todo en los sitios menos formales. Salir a cenar, como muchas otras cosas, es algo que se toma con tranquilidad. Vas y comes. Sin embargo las cosas están cambiando. Los restaurantes, sean del tipo que sean, están en auge; y éste, aunque sólo se trate de una taberna, está lleno. La región ha ido experimentando un giro hacia una mayor apreciación de la cocina tradicional. Esto no quiere decir que las viejas recetas hayan dejado de estar de moda alguna vez, pero sí que la aldea es cada vez más valorada, especialmente por parte de la gente de ciudad, un proceso que tal vez tenga algo que ver con el paulatino aumento del nacionalismo gallego. En ningún lugar como en esta pequeña y empapada comunidad existe una relación tan próxima entre la comida y la identidad de nación.

  El jefe vuelve con su señora jefa al mando. La mujer, de tamaño extra grande, tiene un aspecto imponente con su mandil de cocina, y cuando te mira, los ojos no muestran el menor signo de amabilidad. Sin embargo, esto forma parte de la representación teatral: la mentalidad de sospecha, esa mirada inicial de ¿y tú de dónde eres?; exactamente lo mismo que te podrías encontrar en cualquier otra aldea. Cada vez que voy a un bar o a una tienda apartados y la persona en cuestión no muestra ni un ápice de interés por mi agradable sonrisa de visitante, me siento un poco herido. Aquí estoy yo, a varios kilómetros del lugar con cobertura más próximo, ignorando cortésmente el olor a estiércol... No puedo entender cómo diablos a la gente le importa un carajo que aparezca allí, deseoso de conocer sus pintorescas costumbres, y no caen todos rendidos ante mi estúpida sonrisa.

  La imponente mujer nos recuerda que no tenemos reserva, haciendo que parezca una enfermedad que mucho tendrá que empeorar antes de experimentar una mejoría. Su marido y ella lanzan profundos suspiros, como si se encontrasen ante la tumba abierta de nuestro bienquerido y difunto almuerzo. Le suplicamos con la mirada, conscientes de nuestro error: si este sitio está completo, también lo estarán las demás tabernas de los alrededores. La mujer parece absorber el aire, masticarlo, y luego dejarlo salir de nuevo, a la vez que sacude la cabeza muy lentamente. Si esto fuese Hollywood, sacaría un billete de veinte de la cartera y se lo pondría en la mano al camarero. Pero estamos en Galicia, y tengo la sospecha de que un intento de soborno sería recibido con una risita de desprecio, pero no con una mesa.

  Proceden a examinar un listado de reservas e intercambian opiniones en voz baja. En el carrito, Nico sigue durmiendo, ajeno al interés que su llegada ha causado. Dejo que hable Susana. Ella nació en esta cultura donde se hace un uso patológico de uhms y ahs, y es capaz de calmar a la persona más negativa con oleadas de paciencia divina. Estoy completamente seguro de que conseguirá una mesa. Si quieres comer en un sitio pero no has hecho reserva, tanto si tiene tres estrellas Michelín en la pared como si hay escupitajos y aserrín en el suelo, llévate a mi mujer; ella te conseguirá una mesa. Teniendo en cuenta que soy un escritor gastronómico muy, muy impaciente, creo que hice una buena elección.

  Mientras continúan las negociaciones, miro alrededor. La habitación en la que estamos es amplia, con el techo de gran altura y quizás haya unas ocho o nueve mesas. La barra, que se extiende a lo largo de dos paredes, es una de ellas. Mientras nuestro destino pende de un hilo, me sorprende que todas las mesas estén vacías. Son casi las tres de la tarde, la hora punta para comer en España. Aquí no hay nadie más. Y aun así, está completo.

  Finalmente, se nos concede el derecho a comer, y nos recuerdan que la próxima vez debemos reservar con antelación. Hasta este momento, debido a la exaltación provocada por el alivio y la humildad, no detecto nada en el aire. Oculto bajo el olor fresco aunque ligeramente mohoso propio de un lugar donde las botas embarradas son el calzado aceptado (sin duda, las cabezas de los animales disecados añaden su toque), un aroma familiar fluye suavemente hacia nosotros, y parece venir de la entrada oculta por unas cortinas que hay en la esquina. Me resulta un aroma muy familiar, dulce y carnoso, acre y sabroso; un olor que, cuando alcanza su mayor intensidad, envuelve tus fosas nasales y te desafía a inhalar: carne de cerdo caliente. Se trata, en este caso, del olor
de un plato concreto: lacón con grelos. Y nosotros hemos hecho todo este camino en coche para comerlo.

  Nos conducen hasta una antecámara situada tras las cortinas. Para nuestra sorpresa, descubrimos siete u ocho mesas ocupadas por gente que come alegremente. Al parecer, tras convertir el local en una cantina, los propietarios acondicionaron un cuarto trasero diseñado especialmente para un nuevo tipo de cliente: sillas más elegantes, cortinas a juego con los manteles y las servilletas (a cuadros naranjas y amarillos, bastante chillones); con el bucólico encanto añadido por las impolutas paredes de piedra, al contrario de lo que sucedía al otro lado de las cortinas en el viejo bar, donde sólo hay paredes de piedra con una agradable acumulación de mugre. De la pared cuelgan varias obras de arte coloristas y de estilo primitivista que quizá pintase la sobrina del dueño. La iluminación no proviene del reglamentario tubo fluorescente, sino de rústicos candelabros de madera provistos de pequeñas pantallas y adornados con borlas naranjas y amarillas, el mismo tejido de los manteles y de las cortinas. La decoración está combinada, y a mí empieza a disgustarme.

  Así que aquí es donde vamos a comer, bien apartados del bar, el nexo principal de la vida en la aldea, rebosante de personalidad con su tufillo a botas viejas y taxidermia. Los dueños del bar creen que somos demasiado buenos para sentarnos allí y comer. Como forasteros, debemos traspasar el umbral hacia un espectáculo de modernidad y sofisticación, justo lo que no queríamos. Al pasar el Rubicón, me doy la vuelta y veo a un granjero en botas entrar en ese sitio viejo y con olor a humedad, apoyarse en la barra y llevarse un cigarrillo a los labios. De vuelta en la parte combinada, a primera vista ya queda claro que los demás comensales no son de por aquí.

  En Galicia cada vez resulta más difícil comer a lo pobre; están empezando a poner manteles en todas partes. Pero, ¿qué les vas a decir?: «Déjame ser partícipe de tus rudas costumbres, paleto...» No, uno acepta lo que hay. No obstante, a mí me gusta la vida en la aldea. Soy inglés, donde el paisaje rural está formado principalmente por aldeas de postal, bien acicaladas y atestadas de relucientes BMWs y de ricachones que se desplazan cada día hasta su lugar de trabajo (los pobres se mudaron hace años; nadie sabe a dónde). En Inglaterra, menos de un dos por ciento de la población trabaja en el campo, y la mayoría se dedica a algún tipo de agricultura intensiva. La situación en Estados Unidos es similar. Por el contrario, en Galicia es un engranaje de pequeñas explotaciones el que, junto con la industria pesquera y el sector forestal, representa casi la mitad de la población activa. Es, en palabras del escritor gallego Manuel Rivas, «el país del millón de vacas»; un campo en el que se trabaja de verdad. Técnicamente, aquí el término paisano no tiene connotaciones negativas, pero, como sucede con todo lo demás, depende de cómo lo digas.

  Incluso si lo dices con una gran sonrisa, el paisano de a pie no quiere quedarse anclado en el pasado. No deja de sorprenderme el hecho de que aquellos que viven y trabajan en el campo cobijen una saludable ambivalencia con respecto a su propio estilo de vida. ¿Hermosas casitas de piedra?, a la mierda con ellas, dicen. Lo que queremos es una casa nueva, con muros de cemento y ventanas de aluminio. Tan fea como queráis. Con tal de que el maldito edificio sea cómodo y dentro haga calor, ya está. Mejor aun, que esté en la ciudad, lejos de los cerdos o, por lo menos, al lado de una carretera principal. Los gallegos no esconden sus casas nuevas y poco agraciadas entre hectáreas de terreno verde, sino que las sitúan lo más cerca posible del tráfico. El feísmo es aquí un candente asunto político. Ahora bien, si te pasas toda la vida en una aldea llena de barro, y antes que tú, varias generaciones de tu familia, durmiendo sobre las cuadras (para aprovechar el calor de los animales), sacudiendo la mierda de cerdo de los zapatos mientras desayunas un trozo de pan con tocino; entonces, la belleza intrínseca del estilo de vida rural te parecerá un rompecabezas, una broma metropolitana.

  Empujamos el carrito de Nico hasta el cursi comedor trasero y aparcamos en una mesa disponible. No muy lejos, dos hombres con amplios jerséis están embebidos en una olla de caldo. Este plato tan gallego lleva huesos de cerdo, unto, algo de carne, patatas, garbanzos y grelos. La palabra grelos sólo es apropiada para denominar la planta gallega, por lo que resulta un pequeño misterio, algo imprecisa y sin traducción en otros idiomas. Mi diccionario inglés dice que son los ‘brotes de los nabos’, pero no es así exactamente. Algunos dicen ‘hojas de los nabos’, lo que ya se acerca un poco más a la realidad; mientras otros les llaman ‘berzas amargas’ o verdura ‘gallega’, lo cual no es más que inventar nombres por gusto. Todos estamos de acuerdo en que ninguna de estas acepciones es del todo correcta, aún tratándose de versiones totalmente aceptables de una palabra muy gallega.

  El caldo está sobre la mesa, entre los dos hombres, en una olla tan grande que podría bañarse un niño en ella. Se trata de una sopa aguada de color marrón claro con trozos de grelos verdes oscuros flotando en la superficie. No resulta muy apetecible. Parece, en efecto, el líquido que saldría de las alcantarillas después de una buena tormenta. No obstante, tiene un sabor exquisito. Y resume todos los sabores de la cocina gallega, lo que podríamos denominar un telegrama comestible: el gusto consistente y carnoso del caldo de huesos; los toques ricos aunque no empachosos de la grasa y la piel del cerdo; las patatas de la zona, algo amarillentas y ligeramente dulces; y los grelos, amargos al paladar, sin los cuales el caldo sería una sabrosa bazofia para los cerdos. Hay quien dice que la cocina gallega es la suma de todos sus ingredientes: no se emplean muchas hierbas ni especias, ni elaboradas técnicas de cocina, y, por supuesto, tampoco hay cocineros modernos con sus emulsiones y sus vajillas. Lo importante es lo que se echa dentro de la olla.

  Más tradicional que el caldo, no hay nada. Puede prepararse con los ingredientes antes mencionados, o empleando los restos del cocido. De cualquier manera, su sabor inconfundible desencadena fuertes reacciones entre los gallegos, reservados y poco amigos de las excentricidades.

  No hace mucho conocí en Madrid a un científico. Era un investigador gallego que vivía a unos cientos de kilómetros de su tierra, sin embargo, se encontraba en un mundo completamente distinto, lejos de la atmósfera húmeda e impasible que separa a Galicia de la seca y abrasadora meseta castellana, del bochornoso sur, del flamenco y de las castañuelas, y de todos los tópicos en los que piensa un extranjero al escuchar la palabra España. Nuestro exiliado en Madrid (con sus miles de restaurantes) admitió que hacía excursiones a los mercados en busca de huesos de cerdo y grelos con los que preparar un buen caldo. Y no te quepa la menor duda de que esto mismo sucede en cualquier sitio donde haya emigrantes gallegos, desde Buenos Aires hasta Australia. Así que, con toda probabilidad, es al comer este plato cuando estos remotos y solitarios gallegos sienten más morriña, un sentimiento tan fuerte y complejo que no admite traducción. Lo cual la convierte en una palabra incluso mejor que grelos.

  De vuelta en la zona VIP de la casa de comidas, los tipos de los jerséis llenan sus platos de caldo una vez tras otra y beben vino blanco de la tierra, que no viene en botella, sino en una jarra de barro. Ambos llevan barba, tienen unos treinta años y, por la presión que sus barrigas ejercen sobres los jerséis de lana, están acostumbrados a las comidas lentas y pausadas. Presentan todos los signos propios de un funcionario. A mí me tienen pinta de profesores, pero también podrían ser trabajadores de Correos o de cualquier otro sector de la Administración. Un funcionario se reconoce a la legua.

  Para muchos gallegos, llegar a ser funcionario es un sueño. Y en el resto de España ocurre exactamente lo mismo, pues, históricamente, siempre ha sido un país con una elevada tasa de desempleo y una economía inestable, donde el deseo de conseguir un trabajo fijo garantizado de por vida es muy fuerte. La economía gallega siempre ha estado entre las más débiles de España, tanto que la emigración hacia los países más ricos de Europa, América del Sur y Estados Unidos ha sido una realidad cotidiana desde hace siglo y medio. De modo que cuando alguien aprueba el feroz examen de oposición y se convierte en funcionario —ya sea profesor universitario o limpiador—
es como si le dieran carta blanca para comer y beber sin preocupaciones hasta el fin de sus días. Pueden verse cazando en manadas; doce, quince funcionarios de Hacienda un martes por la noche de vinos y tapas; funcionarios del ayuntamiento tomando café todas las mañanas con la calma propia de quienes saben que su trabajo está asegurado de por vida, sin importar el tiempo que echen delante de un café con leche. Por su conversación, pronto me queda claro que los de los jerséis de lana son profesores. Y están ocupados llenándose la panza como funcionarios, como si el mundo se acabase hoy y, aunque así fuese, eso no supondría algo por lo que ellos debieran preocuparse. (Este retrato, escrito tan solo hace unos pocos años, parece más que un poco injusto a la luz de la actual situación financiera. Los funcionarios han sido muy afectados por los recortes del gasto público, no sólo en términos de congelación de salarios, sino de las reducciones reales de sueldos.)

  Susana, (quien, por cierto, es gallega y funcionaria) me recuerda que, en teoría, estamos aquí para llevar a cabo una investigación. Cierto. Debería mencionarlo: en el transcurso de este libro, viajaré por Galicia para intentar descubrir todo lo posible sobre esta parte idiosincrásica y relativamente desconocida de la «España verde». En cada sitio probaré una parte distinta; todo un año buscando la auténtica carne de cerdo, la más grasienta, sabrosa, rústica y sin complejos de todas las carnes. El cerdo ocupa un lugar primordial en la cocina gallega más tradicional, una cocina de la que me enamoré hace casi veinte años: sustanciosa, sin chiquitas, una comida increíblemente satisfactoria que nació de un lugar donde no se andan con chiquitas. Mis viajes por Galicia también incluirán un reto: comer todas las partes del cerdo en tantos sitios como sea posible. Y aquí se come mucho cerdo. Se aprovecha casi todo. A lo mejor, acabaré comiendo alguna parte más de una vez, otras, casi seguro que no. Pero quédate tranquilo, que al final de nuestra ruta porco-gráfica habrás leído todo lo que el delicioso animal tiene para ofrecer. Todo menos los andares.

 

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