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Hollywood Station

Page 4

by Joseph Wambaugh


  – Un tipo que se te acerca y te dice: «Te engancho lo que te haga falta». Últimamente suele ser crystal. Todo dios se mete meta. La metanfetamina es la droga de moda en las calles de Hollywood, indiscutiblemente.

  Y eso le recordó su última noche en la metro, la que desembocó en una implantación de prótesis y una cadera derecha más fiable que un barómetro a la hora de predecir bajadas repentinas de temperatura y el factor viento gélido.

  Aquella última noche en la unidad montada había salido con un compañero a reprimir a las masas e iban con los caballos por Hollywood Boulevard tranquilamente, por el lado del bordillo, al paso, dejando atrás al gentío nocturno de alrededor de la estación de metro, paseando en dirección oeste. De pronto se fijó en un gancho que los miraba muy nervioso.

  «Vamos por ese tipo», le dijo a su compañero, que montaba una yegua llamada Millie.

  Se apeó y soltó las riendas. Su compañero sujetó a los dos caballos y él se acercó al gancho a pie. Era un tipo blanco, escuálido y sudoroso, muy alto, quizá más que él, aunque el Stetson del uniforme y las botas de vaquero le hacían mucho más alto. Y entonces todo se torció de mala manera.

  – Estaba yo ahí mismo hablando con un gancho -le dijo ahora a su compañero señalando la acera a la altura del Kodak Center-, y el tío de pronto da media vuelta y se larga por piernas. Visto y no visto. Empecé a perseguirlo pero Majar se espantó.

  – ¿Tu compañero?

  – Mi caballo. Major nunca se asustaba, te lo juro. ¡Se quedaba impávido en los entrenamientos, cuando tirábamos petardos y bengalas, tronco! Otros caballos se encabritaban y echaban a correr a toda leche, pero Majar ni pestañeaba. Menos aquella noche. Así son los caballos, gilipollas integrales, tío.

  – ¿Y qué hizo?

  – Primero se puso de manos en toda su estatura, como loco. Luego mordió el brazo a mi compañero. Parecía que le hubieran apretado el botón del máximo voltaje. A lo mejor un anfetamínico le disparó con una escopeta de aire comprimido, no sé. El caso es que me olvidé del gancho, que le dieran por el culo, y volví corriendo a ayudar a mi compañero. Pero Major no se tranquilizó hasta que fingí que iba a montar. Y entonces hice la majadería del siglo.

  – ¿Qué fue?

  – Montarlo. Se me ocurrió llevármelo al remolque y cerrar el garito por esa noche. Y eso hice, en vez de llevármelo por las riendas como habría hecho en mi lugar cualquiera que no tuviese burbujas en el cerebro.

  – ¿Y?

  – Volvió a espantarse y echó a volar por la acera.

  No se le olvidaría en la vida aquella galopada por el Paseo de la Fama, levantando chispas y dispersando a turistas y mendigos, a ladrones de bolsos, mataos, madres embarazadas y monjas disfrazadas, y a Bob Esponja y tres Elvis, y pisoteando la estrella de Marilyn Monroe, James Cagney, Elizabeth Taylor, el maldito Liberace o quien estuviera allí, en aquel tramo del Paseo de la Fama, porque no sabía cuáles había pisoteado y nunca fue a comprobarlo.

  Maldijo al gran caballo y, sujetándose con una mano, agitaba la otra a la multitud estremecida para que se apartara del medio. Aunque sabía que Major podía subir escaleras de cemento al galope, y lo había hecho en su larga carrera, también sabía que ni él ni ningún otro caballo de la policía montada podía correr por un firme de mármol, y menos aún con incrustaciones como las de aquella acera en la que la gente derramaba café Starbucks y refresco Slurpee impunemente.

  Ningún caballo podía pisotear las leyendas de Hollywood de esa forma, de modo que quizá sí diera mal rollo. Y súbitamente, Major patinó como un hidroavión en el Slurpee y… rodó… por el suelo.

  – ¿Y qué pasó luego, colega? -preguntó su compañero interrumpiendo el escalofriante recuerdo.

  – En primer lugar, no hubo heridos, salvo Major y yo.

  – ¿Fue grave?

  – Dicen que aterricé en las huellas de las botas de John Wayne, justo ahí, a la puerta del Grauman. Dicen que también está ahí la primera huella del Duque. Yo no me acuerdo de botas, ni puños ni nada. Me desperté en una camilla, dentro de una ambulancia, con un técnico sanitario que me decía que sí, que estaba vivo, código tres aullando a todo meter en dirección al hospital presbiteriano de Hollywood. Tenía conmoción cerebral, tres costillas rotas y la cadera que me operaron después, y todo el mundo dijo que había tenido mucha suerte.

  – ¿Y el jamelgo?

  – Me dijeron que, al principio, Major estaba bien. Cojeaba, claro, y se lo llevaron en el remolque a Griffith Park, pero cuando llegó el veterinario, apenas se tenía en pie. Estaba malherido y empeoró. Tuvieron que darle pasaporte aquella misma noche. -Y añadió-. Los caballos son gilipollas integrales, tío.

  Cuando su compañero lo miró, le pareció ver un brillo en sus ojos a la luz mezclada de fluorescentes y neón, faros delanteros y pilotos traseros, e incluso el reflejo luminoso de un foco dirigido al cielo que anunciaba al mundo: ¡Esto es Hollywood! Pero toda la luz que se derramaba sobre ellos convertía la nitidez del blanco y negro del vehículo en un borrón morado cardenal y amarillo enfermizo. No estaba seguro, pero le pareció que a su compañero le temblaba la barbilla, de modo que hizo como si observara detalladamente a los mataos disfrazados de la entrada del teatro chino Grauman.

  – Pues -dijo el conductor al cabo de un momento-, el caso es que me dije «¡a tomar por el saco!». Cuando me dieron el alta, solicité plaza en el distrito de Hollywood porque, por lo que había visto desde la silla de montar, me parecía un buen sitio para trabajar, siempre y cuando tuviera entre manos y piernas unos centenares de caballos, en vez de sólo uno. Y aquí estoy.

  Su compañero siguió en silencio un rato.

  – Surfeaba mucho cuando trabajaba en Los Ángeles Oeste -dijo después-. Vivía con el cabo atado a una tabla que se movía cantidad. El surf me machacó las rodillas a depósitos de calcio, colega. Me estoy haciendo viejo para eso. Estoy pensando en pillarme un tablón y salir de noche a currarme la calma chicha.

  – De miedo, tronco. La calma chicha mola por la noche. Yo, cuando me trasladé a Hollywood, me convertí en una especie de fanático del volante, iba en el bemeuve de Santa Bárbara a San Diego, rodando en mi máquina último modelo. Pero empecé a echar de menos la habitación verde, ¿sabes? El tubo con la espuma rompiendo por encima de la cabeza… Ahora, salgo casi todas las mañanas que no tengo servicio. Malibú atrae a muchas titis. Ven un día conmigo, te presto un tablón. A lo mejor tienes una visión.

  – A lo mejor pillo un rompiente cerebral en la calma chicha de la noche. Me hace buena falta para pensar en cómo evitar que mi segunda ex me obligue a vivir debajo de un puente comiendo eucalipto como un puto koala.

  – Bueno, ya sabes el apodo que te va a caer en cuanto esos domingueros de comisaría se enteren. A mí, todo el mundo me llama Flotsam, así que si surfeas conmigo, van a llamarte…

  – Jetsam [7] -dijo el compañero con resignación.

  – Ya ves, colega, esto podría ser el comienzo de una amistad fetén.

  – ¿Jetsam? Menuda mierda, tío.

  – ¿Qué importa el nombre? [8]-Es igual. ¿Qué pasó con el Stetson, después de la partida de dardos sobre hierba a la entrada del Grauman?

  – Ahí no hay hierba, es puro cemento. Supongo que lo pilló un drogota y lo vendió por unas papelas de crystal. No he perdido la esperanza de encontrarme un día con ese anfetamínico delincuente, sólo por ver cómo le baja el calor del cuerpo de los treinta y seis y medio a temperatura ambiente.

  Mientras hablaban, el coche patrulla 6 X 32 recibió una señal en el terminal informático móvil. Jetsam abrió el mensaje, lo confirmó, apretó la tecla de «en camino» y se dirigieron a una dirección de Cherokee Avenue que apareció en la pantalla del salpicadero, junto con: «Hablar con mujer, música 415».

  – Música cuatro uno cinco -resopló Flotsam-. ¿Por qué coño no va la mujer a su vecino y le dice que baje el maldito CD, y ya está? Habrán pillado un cebollón y se habrán dormido oyendo a las Destiny's Child.

  – O a los Black Eyed Peas -dijo Jetsam-, o a Fifty Cent. Métele dec
ibelios a ese tipo y tendrás impulsos homicidas en cadena. ¿Has oído el disco titulado The Massacre? No era fácil encontrar aparcamiento cerca de la media manzana de edificios de apartamentos, y el 6 X 32 tuvo que maniobrar mucho hasta encajarse en paralelo entre un Lexus último modelo y un Nova de doce años, aparcado tan lejos del bordillo que merecía una multa.

  Jetsam tocó el botón de «en destino» del teclado, cada cual cogió su linterna y salieron.

  – ¡La hostia! -iba protestando Flotsam- Seguro que esta noche habrá unas trece plazas y media de aparcamiento en todo Hollywood.

  – Ahora, trece justas -dijo Jetsam-, nosotros hemos ocupado la media. -Se detuvo en la acera de enfrente-. Dios, se oye desde aquí, y no es hip-hop.

  Era la Novena de Beethoven, Schreckensfanfare, la «Fanfarria del Terror».

  Un chirrido clamoroso de cuerdas y una explosión discordante de metales y maderas los condujo por las escaleras exteriores de un edificio de apartamentos de dos pisos, modesto pero respetable. Al parecer, la mayoría de los inquilinos había salido esa noche de viernes. Se veía luz en algunos portales y pilotos de seguridad en algunos apartamentos, pero en general todo estaba muy tranquilo, salvo la música que les reventaba los tímpanos y les atacaba la audición. Los tremendos pasajes con los que Beethoven pretendía crear un clima que llevase al presentimiento cumplieron su misión con el coche patrulla 6 X 32.

  No se molestaron en ir a hablar con la denunciante. Llamaron a la puerta del apartamento del que emanaba la música como un grito, como una premonición.

  – Puede que haya borrachos ahí dentro -dijo Jetsam.

  – O muertos -dijo Flotsam, medio en broma.

  No hubo respuesta. Otro intento, llamando más fuerte. No hubo respuesta.

  Flotsam giró el pomo y la puerta se abrió al tiempo que el martilleo de los timbales cumplía el deseo del maestro compositor intensificando los aterradores sonidos. Sólo había luz en una habitación que daba al pasillo.

  – ¿Hay alguien? -dijo Flotsam en voz alta.

  No hubo respuesta. Únicamente los recibió el clamor insistente de los timbales y los metales.

  – ¿Hay alguien? -Jetsam entró el primero.

  No hubo respuesta. En un acto reflejo, Flotsam sacó la nueve, apuntó al suelo con el brazo estirado a lo largo de la pierna derecha y paseó la luz de la linterna por la habitación.

  – La música viene de allí -dijo Jetsam señalando al fondo del oscuro pasillo.

  – A lo mejor les ha dado un infarto. O una embolia cerebral -dijo Flotsam.

  Se adentraron en el estrecho y largo pasillo hacia la luz, hacia el sonido de timbales, que tatuaba la piel a redobles.

  – ¡Oiga! -gritó Flotsam-. ¿Hay alguien?

  – Qué mal rollo -dijo Jetsam.

  – ¿Hay alguien aquí? -Flotsam se quedó esperando respuesta, ¡pero sólo se oía la maldita música frenética!

  La primera habitación del pasillo era un dormitorio. Jetsam encendió la luz. La cama estaba hecha. Había un albornoz rosa de mujer y un pijama encima de la cama, y unas zapatillas rosas debajo, en el suelo. El equipo de sonido no era muy sofisticado, pero tampoco barato. Había unos CD de música clásica esparcidos por una estantería, junto a los altavoces. Al parecer, esa persona vivía en el dormitorio.

  Jetsam apretó el interruptor del aparato y el rugido de la música cesó. Tanto él como su compañero soltaron un resoplido de alivio como si resurgieran de las profundidades marinas. Había otro dormitorio al final del pasillo, pero también estaba a oscuras. La única luz que se veía provenía del cuarto de baño común del apartamento de dos dormitorios.

  Flotsam se adelantó hasta la puerta del cuarto de baño y allí la descubrió. Estaba desnuda, con medio cuerpo fuera de la bañera, las largas y blancas piernas colgadas por sobre el borde. Sin duda había sido bonita en vida, pero ahora miraba fijamente con los párpados entornados y la típica muera de muerte violenta en los labios: «¡No me lleves! ¡Quiero quedarme aquí! ¡Viva! ¡Quiero seguir viva!». La típica mueca que había visto en otras ocasiones.

  Jetsam sacó el transmisor, tecleó y salió al pasillo a hacer la llamada. Su compañero se quedó mirando el cadáver de la joven. Despavorido, Jetsam pensó brevemente que la mujer podía estar viva todavía, que quizá una ambulancia pudiera salvarla. Después se acercó un paso a la bañera y miró detrás de la cortina de ducha.

  La pared, de baldosas azules, estaba llena de churretones de sangre que llegaban hasta el techo. El suelo de la bañera era una cuba de viscosidad oscura y, desde donde estaba, distinguió al menos tres heridas en el pecho y una raja abierta en la garganta. En ese instante, no antes, casi lo derrumbó una punzada acre de olor a sangre y orina, y salió al pasillo a esperar a los investigadores de la comisaría Hollywood y de la policía científica.

  El segundo dormitorio, que al parecer ocupaba un compañero de piso, estaba ordenado y desocupado en ese momento, o eso creyeron. Jetsam lo había registrado someramente a la luz de la linterna mientras hablaba por el transmisor, y Flotsam echó una ojeada por encima, pero ninguno se molestó en mirar dentro del pequeño armario entreabierto.

  Los dos agentes volvieron a la sala y, mientras tomaban notas procurando no tocar nada -salvo el interruptor de la luz, con un lapicero-, el compañero de piso llegó por el oscuro pasillo y los vio de espalda.

  – La amo -dijo con un ronquido desgarrador.

  Flotsam soltó la libreta, Jetsam, el transmisor y ambos giraron sobre sus talones al tiempo que sacaban la nueve.

  – ¡Quieto, hijoputa! -gritó Flotsam.

  – ¡Quieto! -redundó Jetsam.

  Ya estaba quieto. El joven, tan blanco y desnudo como la mujer a la que había asesinado, no se movía; les enseñaba las palmas de las manos tendiendo las muñecas recién abiertas como una ofrenda. ¿De qué? ¿De contrición? La sangre salía a borbotones y chorreaba sobre la moqueta y los pies descalzos del hombre.

  – ¡Dios santo! -exclamó Flotsam.

  – ¡Dios! -redundó Jetsam.

  Los agentes enfundaron la pistola y se abalanzaron sobre el joven, pero éste dio media vuelta, echó a correr hacia el cuarto de baño y se metió de un salto en la bañera con la mujer a la que amaba. Los agentes se quedaron boquiabiertos de horror al verlo encogido como un feto, gimiendo a un oído sordo.

  Flotsam se puso un guante de goma, pero el otro se le cayó. Jetsam pedía una ambulancia a gritos por el transmisor y dejó caer los dos guantes de goma. Acto seguido, los dos saltaron sobre el joven e intentaron ponerlo de pie, pero los delgados brazos se les resbalaban de las manos a causa de la sangre y maldijeron y juraron mientras el joven gemía. Se soltó hasta tres veces y se derrumbó sobre el cadáver con un plaf salpicando materia viscosa.

  Jetsam le esposó una muñeca, pero al apretar el cierre, la esposa se clavó en la herida abierta, un tendón se movió alrededor del metal y el policía soltó un grito al verlo.

  – ¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta! -Un latigazo de hielo le recorrió desde la rabadilla hasta la raíz del cerebro y, por un segundo, quiso huir como un rayo.

  Flotsam era más fuerte y corpulento que Jetsam; por la fuerza, obligó al joven a sacar el rígido brazo izquierdo de debajo del pecho, se lo puso a la espalda y le esposó la otra muñeca. Vio entonces cómo se hundía la pulsera en el amasijo de tendones y tejido, y casi vomita.

  Ya esposado, lo agarraron por un brazo cada uno y lo levantaron; pero ahora estaban tan resbaladizos como él, impregnados de sangre viva del uno y coagulada de la otra, de modo que se les escurrió y se golpeó la cabeza contra la bañera. El joven ya no sentía dolor y sólo gimió más quedamente. Lo levantaron de nuevo, lo sacaron de la bañera y se lo llevaron a rastras al pasillo, donde Flotsam patinó y cayó al suelo con el joven encima, que no dejaba de sangrar y gemir.

  Una vecina gritó desde el balcón al ver a los jadeantes policías en la escalera exterior; arrastraban al joven que, desnudo y manchado de sangre, chocaba contra los peldaños enlucidos con un plaf-plaf que arrancó a la mujer gritos aún más fuertes. Los tres rodaron amon
tonados hasta la acera, bajo la luz de una farola; Flotsam se levantó y empezó a revolver el maletero buscando el botiquín de primeros auxilios, sin saber lo que contenía con exactitud, pero convencido de que no habría un torniquete. Jetsam se arrodilló junto al joven que se desangraba. Se quitó el Sam Browne [9] de un tirón e intentó ceñirle el cinto al brazo a modo de torniquete provisional. Entonces llegó la ambulancia haciendo chirriar las ruedas al doblar la esquina de Cherokee, con la luz centelleante y la sirena ululando.

  La primera patrulla que llegó era del sargento conocido como el Oráculo, que aparcó en doble fila a media manzana de distancia para dejar libres las inmediaciones del lugar a los técnicos sanitarios, a los investigadores y agentes científicos de la comisaría Hollywood y al equipo del juez de instrucción. El viejo sargento de patrulla era inconfundible incluso en la oscuridad. Fornido de figura, al acercarse se distinguían los claros galones de los años de servicio en la manga izquierda, que le llegaban casi al codo. Cuarenta y seis años en activo significaban nueve sardinas y lo convertían en uno de los policías más veteranos de todo el Departamento de Policía.

  «El Oráculo tiene más sardinas que el mar», decían todos.

  «No me jubilo por la sencilla razón de que el acuerdo de divorcio concedió la mitad de mi pensión a mi ex -contestaba siempre el Oráculo-. Seguiré en activo hasta que reviente esa bruja, o yo, lo que sea primero».

  El joven no se movía y se estaba poniendo ceniciento; lo envolvieron en una manta, lo sujetaron con correas en la camilla y lo metieron en la ambulancia al tiempo que dos técnicos sanitarios se afanaban en cortar el Unjo de sangre, reducido ya a un goteo. Miraron al Oráculo y le indicaron, con un gesto negativo de la cabeza, que seguramente se había desangrado y no se salvaría.

  Aunque esa noche de mayo soplaba en Los Ángeles un viento desértico procedente de Santa Ana, Flotsam y Jetsam tiritaban mientras recogían con abatimiento todo el equipo, esparcido en la acera alrededor de una jardinera de cemento con prometedores pensamientos y nomeolvides.

  – ¿Están heridos? -preguntó el Oráculo a los agentes, empapados de sangre-. ¿Alguna lesión?

 

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