Book Read Free

Hollywood Station

Page 9

by Joseph Wambaugh


  Andi miró de nuevo las inexpresivas caras mientras se preparaba para la traca final y dijo:

  – Por último, todos los estratos de supervisión, basados en los delitos de unos pocos policías (y que cuestan millones todos los años, que cuentan con el apoyo de políticos cínicos e información tendenciosa y con el estímulo de lo políticamente correcto llevado a extremos ridículos) han dado respuesta por fin a una antigua cuestión propuesta por el poeta romano Juvenal el siglo I a.C. A él también le preocupaban los abusos de las fuerzas del orden cuando preguntó: «¿Y quién vigila a los mismos vigilantes?». Los más de nueve mil oficiales del Departamento de Policía de Los Ángeles han aprendido la respuesta: «Todo el mundo».

  Con esas palabras, Andi se volvió a mirar a Anglund, que a su vez miraba unos papeles que tenía en el regazo como si no hubiera oído una sola palabra.

  – ¿Alguna pregunta? -dijo Andi dirigiéndose a la clase.

  Nadie respondió inmediatamente.

  – ¿Eres policía o algo? -preguntó al cabo de un rato una mujer oriental menudita que debía de tener la edad del hijo de Andi.

  – Sí, soy policía -respondió-, trabajo en el LAPD desde que tenía tu edad. ¿Alguna otra pregunta?

  Los alumnos miraron el reloj de la pared y al profesor, y de nuevo a Andi. Finalmente, Anglund dijo:

  – Gracias, señora McCrea. Gracias, damas y caballeros por su diligencia y su atención, y ahora que el trimestre de primavera toca a su fin oficial, ¿por qué diablos no se largan todos de aquí?

  La salida del profesor provocó sonrisas y risitas e incluso algún aplauso para el profesor. Andi iba a marcharse cuando Anglund le dijo:

  – ¿Tiene un momento, señora McCrea?

  El profesor esperó a que todos los alumnos hubieran salido, se puso de pie y metió las manos en los bolsillos del pantalón de pana; tenía la camisa tan arrugada que Andi pensó que debía mandarla a planchar o comprar una plancha nueva a su mujer. Tenía el pelo entrecano, casposo y tan ralo que se entreveía el rosado cuero cabelludo. Tendría setenta años, si no más.

  – ¿Por qué nos ha ocultado su otra vida hasta el final? -le preguntó.

  – No sé -dijo ella-. Quizá porque sólo me gusta ponerme el traje de murciélago cuando cae la noche en la ciudad de Gotham.

  – ¿Cuánto tiempo hace que estudia aquí?

  – Entre unas cosas y otras, ocho años -dijo.

  – ¿Y durante todo ese tiempo ha mantenido su trabajo en secreto?

  – Sí. Sé guardar secretos.

  – En primer lugar, señora McCrea… ¿o agente McCrea?

  – Oficial de investigación -dijo ella.

  – En primer lugar, en su ponencia hay algunas opiniones y afirmaciones que quizá no pueda respaldar, además de cierta tendenciosidad personal, pero no creo que sea una policía racista.

  – Ah, muchas gracias. Es un comentario muy blanco, viniendo de usted, si me permite la expresión. -Pensándolo bien, ahí se quedaba la licenciatura con mención especial. Ahora, se daría por satisfecha si le sacaba un aprobado alto.

  – Lo lamento -dijo Anglund con una sonrisa-, ha sido un comentario muy condescendiente por mi parte.

  – Los he matado de aburrimiento -dijo Andi.

  – Lo cierto es que las libertades civiles, los abusos policiales y las fuerzas del orden en general les importan un comino -dijo Anglund-. Hoy día, ni la mitad de los estudiantes universitarios entiende las posiciones que defienden los editoriales de los periódicos. Les preocupa el iPod, el móvil y la fantasía en celuloide. La mayoría de esta generación estudiantil no lee nada fuera de clase más que revistas y alguna que otra novela gráfica, ni reflexiona sobre nada más serio que la descarga de vídeos. Así pues, sí, creo que no ha conseguido provocarlos como evidentemente pretendía.

  – En tal caso, deduzco que mi hijo no es tan distinto, al fin y al cabo -dijo viendo que el primer aprobado alto de su carrera se transformaba en un aprobado raspado.

  – ¿Su hijo estudia en la universidad?

  – Es soldado -dijo ella-. Se empeñó en alistarse porque dos amigos suyos se alistaron.

  – ¿Irak? -preguntó Anglund tras observarla unos segundos.

  – Afganistán.

  – A pesar de los fallos de su tesis -dijo Anglund-, me ha impresionado la pasión que ha puesto. Forma usted parte de una institución que la sobrepasa con creces y le duele de verdad que unos foráneos uniformados hagan daño al objeto de su amor. Ya no suele verse tanta pasión en las aulas. Ojalá nos hubiera revelado antes su otra vida.

  – No… -balbuceó confusa; fatigada y confusa, con las náuseas en aumento-, tampoco lo habría dicho hoy, profesor -dijo al fin-, pero cumplo cuarenta y cinco años dentro de dos semanas y estoy pasando por una crisis de madurez tan real que es como vivir con una hermana mayor que sólo quiere lucir muslos y minifaldas y bailar funky chicken. Últimamente, no se sabe qué locura puedo llegar a cometer. Además, anoche tuve que acudir al lugar de un asesinato con suicidio que parecía que O. J. Simpson hubiera vuelto a la ciudad, y estoy agotada. Aunque más agotados y estresados estarán los dos agentes jóvenes que tuvieron que revolcarse en un baño de sangre para hacer un trabajo que nadie tendría que hacer jamás. Cuando todo acabó y volvimos a comisaría, uno de ellos me preguntó si tenía crema hidratante, porque practica tanto el surf que le parecía que tenía el cuello y los párpados como los galápagos. Me dieron ganas de abrazarlo.

  En ese momento, el tono de voz la obligó a hacer una pausa; luego añadió:

  – Lo siento. Estoy diciendo tonterías. Tengo que dormir un poco. Adiós, profesor.

  Mientras ella recogía el bolso y los libros, el profesor levantó la carpeta, la abrió y señaló el nombre de Andi y la nota que le había puesto por la presentación de la ponencia cuando estaba sentado a su espalda y ella pensaba que no la escuchaba. Era un sobresaliente alto.

  – Adiós, oficial de investigación McCrea -le dijo-. Cuídese en la ciudad de Gotham.

  Andi McCrea se dirigía al distrito de Hollywood (jamás se acostumbraría a llamarlo área Hollywood, como se suponía que había que decir desde hacía un tiempo, y lo mismo les pasaba a muchos agentes de la calle) para asegurarse de que todos los informes sobre el asesinato con suicidio de la víspera estuvieran completos. Era oficial D2 de una de las tres brigadas de homicidios, pero la comisaría Hollywood estaba tan falta de personal que no había nadie disponible que pudiera ayudarla con los informes que tenía en marcha, ni siquiera con el del caso que se había resuelto solo, el del asesinato con suicidio de la noche anterior.

  Decidió mandar un ramo Interflora al profesor Anglund por el sobresaliente alto, que le aseguraba la licenciatura con mención especial. El viejo socialista no estaba mal, después de todo, pensó mientras apuntaba «flores» en una libreta, después de aparcar el sedán Volvo en el aparcamiento sur de la comisaría.

  Los aparcamientos de la comisaría eran más o menos adecuados, de momento, para la cantidad de unidades de patrulla, unidades de investigación y coches particulares que tenían que aparcar allí. Si algún día les asignaran refuerzos, tendrían que construir nuevos aparcamientos, pero sabía lo poco probable que era que reforzaran el LAPD. ¿Y cómo iba la ciudad a invertir en la construcción de aparcamientos cuando los policías de la calle se quejaban de falta de medios tan elementales como cámaras digitales, pilas para las linternas de rifle, para las linternas de pistola e incluso para las linternas de mano? A la hora de tirar una puerta abajo, parecía que nunca hubiera palancas, ganzúas ni arietes. Parecía que nunca tuvieran nada de lo que necesitaban.

  Andi McCrea estaba agotada, y no sólo porque no hubiera dormido desde la mañana anterior. El volumen de trabajo del distrito de Hollywood necesitaba cincuenta investigadores, pero sólo la mitad estaban haciéndolo o intentándolo; hacía ya una temporada que se encontraba mentalmente cansada. De camino a la puerta trasera de la comisaría, buscó el llavero entre las cosas del bolso pero no lo encontró y siguió andando hasta la entrada principal, la de Wilcox Avenue.

  El edifi
cio era la típica caja de zapatos municipal, con la fachada de ladrillos como único ornamento, que ya estaba obsoleto en el momento en que se terminó de construir. Cuatrocientas almas se apretujaban en el interior de esa conejera de reducidos compartimientos. Incluso una sala de interrogatorio de investigación había tenido que ser destinada a almacén.

  Por costumbre, rodeó las estrellas de la acera, a la entrada de la comisaría, para no pisarlas; las demás comisarías de Los Ángeles no tenían nada semejante. Eran exactamente iguales que las del Paseo de la Fama, salvo que los nombres grabados en el mármol no eran de estrellas de cine, sino de oficiales que habían trabajado allí y habían muerto en acto de servicio. Entre ellos se encontraban Robert J. Coté, muerto por disparo a manos de un ladrón; Russell L. Kuster, tiroteado en un restaurante húngaro por un cliente trastornado; Charles D. Heim, caído en un tiroteo durante una redada ele estupefacientes, e Ian J. Campbell, secuestrado por unos ladrones y asesinado en un campo de cebollas.

  La placa de la pared decía: «A quienes se mantuvieron firmes ante el mal».

  La comisaría Hollywood también era diferente al resto en virtud de la decoración de las paredes interiores. Varios espacios de la comisaría lucían grandes carteles de películas, algunos, pero no todos, de películas policíacas ambientadas en Los Ángeles. Una comisaría adornada con carteles de películas hacía saber al público dónde se encontraba exactamente: en Hollywood.

  Cuando Andi iba por el pasillo hacia la sala de la brigada de investigación, la rebasaron dos jóvenes agentes de patrulla que salían del edificio. Aunque había bastantes agentes mayores destinados a las patrullas, los del distrito de Hollywood eran jóvenes en su mayoría, como si los jefes del cenno considerasen Hollywood un lugar de entrenamiento, y quizá fuera así.

  – Hola -saludó a Andi una agente japonesa americana de baja estatura que se llamaba Mag algo.

  – Buenas tardes, oficial -dijo más formalmente un agente alto y negro cuyo nombre no recordaba.

  El sargento de antivicio había pedido a la patrulla 6 X 66 que se dejara caer por unas cuantas librerías y comprobaran si en las salas de vídeo improvisadas se estaban llevando a cabo actividades indecorosas que violasen la ley. Las visitas inesperadas de una pareja de trajes azules de la comisaría daban buenos resultados en lo que a convencer a las termitas de enmendar su conducta se refería, les había dicho el sargento. Mag Takara, una mujer atlètica de veintiséis años, la de menor estatura de toda la comisaría, iba de compañera en el 6 X 66 de Benny Brewster, de veinticinco años, procedente del sureste de Los Ángeles, uno de los agentes más altos.

  El caso es que había sido el Oráculo quien, una mañana del mes anterior, había detectado a unos cuantos agentes masculinos partiéndose de risa en el aparcamiento, después de pasar lista, a costa de Mag Takara, que, tras dejar su sobrecargada bolsa de guerra en el maletero, no podía cerrar la tapa porque se le había abierto completamente y no llegaba.

  La bolsa de guerra de Mag tenía medas y estaba a reventar con el casco y el equipo. Además llevaba una pistola paralizante Taser, un bote de spray de pimienta de repuesto, una escopeta de perdigones embolsados, un pod (terminal informático de bolsillo), la chaqueta, una bolsa de informes, la linterna, una porra de goma y otra plegable de acero y la escopeta de verdad «vamos en serio» con doble carga de perdigones, que iría guardada en la rejilla del interior del coche. Era tan bajita que tuvo que dar la vuelta hasta la ventanilla de atrás del coche patulla y cerrar el maletero pasando las manos a lo largo del borde de la tapa, hasta que consiguió encajarla en su sitio.

  El Oráculo la miró un momento y oyó los comentarios del policía que más voces daba, que decía a los demás cosas como: «¡Qué niponcita taponcita! ¿No os parece? Una chinita chinorri».

  – Bonelli -dijo el Oráculo al gracioso-, sepa que los bisabuelos de esa agente tenían un hotel en First Street, en el pequeño Tokio, cuando los de usted no comían más que ajos en Palermo. Así es que ahórrenos sus gracias étnicas, ¿de acuerdo?

  – Lo siento, sargento -dijo Bonelli.

  – Tengo que compensar a esa muchacha -dijo el Oráculo cuando los policías ya se dirigían a sus respectivos coches. Y le asignó a Benny Brewster de compañero para el cuadrante de ese mes, a ver qué tal se entendían. Y, hasta el momento, todo iba como la seda, salvo la obsesión cultural de Benny Brewster con la sección porno gay de las librerías de adultos.

  – Esos mariquitas me ponen los pelos de punta -le dijo a Mag-. Algunos delincuentes de Compton los matarían, si vieran las cosas que vemos por todo Hollywood -así se explicaba.

  Pero Mag le dijo que a ella tanto le daba que las pelis porno fueran homo o hetero, todo era igual de asqueroso. Un novio policía que había tenido quiso ponerla caliente un par de veces con vídeos porno en su apartamento, después de cenar, pero a ella le pareció que el segundo acto de todas esas historias siempre consistía en disparar semen a la cara de la chica, y no entendía que eso pudiera excitar a alguien.

  Al margen de su obsesión con los gays, Benny le parecía un agente entregado, nada engreído, que nunca maltrataba a nadie gratuitamente, fueran homosexuales o heterosexuales, de modo que no tenía queja. Además, le daba mucha seguridad saber que estaba detrás de ella clavando la mirada a algunos de esos gusanos que disfrutaban provocando a los agentes bajitos, sobre todo si eran mujeres.

  En la primera librería de pornografía que entraron se encontraron con Mister Potato. Estaba en Western Avenue, un garito más sórdido que la mayoría, con algunos cuartos para mirones donde los clientes podían ver un vídeo y correrse con la puerta cerrada, pero había una habitación convertida en «salón de actos» improvisado, una sala un poco más espaciosa con tres filas de sillas de plástico a modo de butacas de cine y una pantalla grande, además de un proyector de calidad que colgaba del techo.

  La sala estaba cerrada con gruesas cortinas negras y no había más luz en el interior que la que arrojaba la pantalla. En teoría, las visitas esporádicas de la policía evitaban que los clientes se masturbaran en público, conducta ilegal tanto en solitario como en pareja, mientras miraban a dos, tres o cinco tipos follándose a cualquiera que tuvieran delante sobre un fondo de letras de hip-hop que hablaban de violación y sodomía.

  Benny iba recorriendo el pasillo como si tuviera ganas de acabar pronto y Mag empezó a avanzar por el otro cuando le oyó decir: «¡Súbase los pantalones y acompáñeme!».

  El espectador estaba tan absorto en su actividad que no vio al alto policía negro de uniforme azul hasta que lo tuvo a un metro de distancia. Perdió la erección que se había trabajado, como casi todos los demás clientes de la sala, aunque Mag, al ver a algunos tan doblados sobre sí mismos, se imaginó que la presencia de la ley, el peligro de la situación, seguramente daba más emoción al momento.

  Enfocó la linterna hacia el asiento para ver qué sucedía, pero el hombre ya se había subido los pantalones y abrochado el cinturón. Benny lo llevaba por el codo hacia la cortina negra sin dejar de decir «¡Maldita sea!».

  – ¿Qué? -dijo Mag, una vez fuera de la sala- ¿Seis cuarenta y siete A? -refiriéndose al artículo del código penal por conducta indecorosa en público.

  Benny miró al tipo, se fijó en unas tiras negras de cinta de goma que llevaba en las muñecas y dijo:

  – ¿Qué hacía ahí dentro, hombre, además de airear la chorra? ¿Qué hacía con esas gomas que lleva en las muñecas?

  Era un tipo blanco de unos cincuenta años, rellenito, con gafas, boca de piñón y flequillo castaño.

  – Prefiero no explicárselo en este momento.

  Pero se lo llevaron a la pecera, un cuarto con ventanales de la comisaría, y allí lo averiguaron. El hombre hizo una breve demostración que hizo salir a Benny de escena poco después de que el prisionero se bajara los pantalones y desenganchara las intrincadas conexiones de las gomas que le rodeaban la cintura, pasaban por cada lado de la entrepierna desde las muñecas y, por fin, terminaban ensartando una patata por unos agujeros practicados a tal fin. El hombre se llevó la mano atrás
y retiró la patata de su cavidad anal con una floritura de mago, no poco orgulloso de su invento.

  El prisionero siguió actuando ante cinco policías que aparecieron de pronto al otro lado de las ventanas, y demostró que si se sentaba sobre un glúteo y manipulaba las gomas desde las muñecas, podía sacar diestramente la mitad de la patata con sólo levantar los brazos, e introducírsela de nuevo en su «cueva mágica» sentándose encima de ella. Se movía como si dirigiera una orquesta. Brazos arriba, patata fuera, sentarse. Brazos arriba, patata fuera, sentarse otra vez, y así sucesivamente.

  – No voy a aportar pruebas -dijo Benny a Mag-. De ningún modo. Al contrario, voy a irme de esta casa de locos. ¡Cualquier sitio antes que Hollyguarro!

  «Hollyguarro.» Eso decepcionó a Mag. ¿Por qué tenía que decirlo todo el mundo?

  Al final del turno, Benny encontró una caja de regalo con un lazo ante su taquilla, con una tarjeta que decía: «Agente Brewster». Dentro de la caja había una bonita patata fresca de Idaho a la que habían pegado unos ojos y unos labios de plástico, con una nota manuscrita que decía: «Fríeme, ásame, hazme puré. O muérdeme, Benny. Te amo. Míster Potato».

  Capítulo 5

  En el LAPD siempre había algún policía con el mote «Hollywood» antepuesto al nombre, tanto si trabajaba en el distrito de Hollywood como si no. Solía ganárselo por su interés en cuestiones cinematográficas. Si hacía algún trabajo esporádico en televisión o en una compañía cinematográfica como asesor técnico, con toda seguridad todo el mundo empezaría a llamarlo Hollywood Lou o Hollywood Bill. O, como en el caso de Nate Weiss, aspirante a actor -que, hasta el momento, sólo había trabajado de extra en algunos programas de televisión-, Hollywood Nate. Cuando le picó el gusanillo del mundo del espectáculo se inscribió en un gimnasio y empezó a entrenarse obsesivamente. Nate se imaginaba que, con sus seductores ojos castaños, su pelo oscuro y ondulado que empezaba a platearse en las sienes y su físico recién musculado, tenía madera de protagonista masculino.

 

‹ Prev