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Hollywood Station

Page 35

by Joseph Wambaugh


  – Bueno, más vale que vaya a recogerla -dijo Fausto-. Las tías tardan una barbaridad sólo en bajarse los pantalones para mear. Tendríamos que inventar otra clase de taparrabos de uniforme para ellas.

  El Oráculo vio salir a Fausto por la puerta de atrás, iba a esperar a Budgie en el aparcamiento y, cuando ella salió del cuarto de baño, la retuvo un momento.

  – Budgie -le dijo-, ¿le importaría trabajar otro periodo más con esa vieja morsa?

  – No, sargento -le dijo sonriendo-, Fausto y yo nos entendemos. La verdad es que formamos un buen equipo.

  – Gracias -dijo él-. Trabajar contigo ha obrado maravillas en él. Parece diez años más joven, y actúa en consecuencia. A veces pienso que soy un genio.

  – Eso lo sabemos todos, sargento -dijo Budgie.

  Farley llegó al solar de desguace a la hora convenida y aparcó a unos cincuenta metros con las luces apagadas. Si una sombra que recordara a Cosmo Betrossian, aunque sólo fuera remotamente, se acercaba a la valla, se largaría a pesar de la pasta. Pero pasaron diez minutos y no percibió movimiento alguno. Tenía que aproximarse a ver si la cancela estaba abierta y había una bolsa de papel sujeta a la cadena, de modo que se acercó muy despacio sin encender las luces todavía. Oyó ladridos de perro en otro solar cercano y se acordó de Ociar, el enorme dóberman guardián que se llamaba «no armenio».

  Iba en contra dirección en ese momento, pero había tan poco tráfico nocturno en la calle del desguace que no importaba. Detrás de las cercas había montones de chatarra y coches desguazados en ambas aceras de la calle, y grúas enormes. Vio pequeños edificios de oficinas e incluso caravanas que hacían las veces de oficinas, y construcciones de mayor tamaño donde se podía desguazar y montar coches. Y todo estaba a oscuras, salvo algunas luces de seguridad en puertas y cercas.

  Mientras se aproximaba lentamente a la cancela de Gregori por donde entraban los coches, con los faros apagados, vio a la luz de la luna que estaba abierta. Distinguió algo blanco entre los eslabones de la cadena. Al parecer, la bolsa con el dinero estaba allí.

  Bajó la ventanilla, agarró la bolsa y volvió a la calle, donde aparcó a una distancia prudencial. Abrió la bolsa y encendió la luz interior del coche; allí estaban los ciento cincuenta dólares en billetes de diez y de veinte. Los contó dos veces. Después, la emoción sustituyó al temor. Pensó en el hielo que se fumaría esa noche. Era en lo único que podía pensar en esos momentos, pero entonces se acordó de que tenía algo que dejar.

  Volvió envalentonado y entró en el solar con las luces encendidas, las ventanillas subidas y las puertas cerradas. Odar, atado con una correa larga que le permitía correr de la cancela a la oficina, ladraba y enseñaba los dientes, pero no había nadie en la cancela, sólo un bidón de aceite apoyado contra la cerca. Se sentía tan a salvo que hizo el cambio de sentido dentro del patio tranquilamente, tocó el claxon tres veces, bajó la ventanilla y tiró la bolsa con las tarjetas al asfalto; luego se dirigió a la cancela de nuevo.

  ¡Los faros alumbraron lo suficiente para ver a Cosmo Betrossian salir de dentro del bidón! Tuvo tiempo de apretar el acelerador, pero cuando llegó a la cancela, ¡Cosmo la había cerrado!

  El Corolla arremetió contra la cancela y se paró con el faro izquierdo roto y el guardabarros clavado en la rueda. El motor se caló y Farley, despavorido, apagó el contacto y volvió a encenderlo mientras Cosmo se acercaba corriendo al coche, pistola en mano.

  – ¡Alto, Farley! -gritaba Cosmo-. ¡No te haré daño!

  Farley sollozaba cuando el motor se encendió; puso la marcha atrás bruscamente y retrocedió por todo el solar hasta estamparse contra la puerta de la oficina; rompió las dos luces traseras y la cabeza le rebotó con fuerza hacia atrás.

  ¡Odar estaba fuera de sí! El perro mordía al aire, enseñaba los dientes y ladraba roncamente con el hocico lleno de espuma. Se abalanzaba contra el coche, que no paraba de chocar y aplastar cosas. Se abalanzaba también contra el hombre que había llegado hacía dos horas, después de que su amo lo atara y lo dejara allí. ¡Odar quería atacar! ¡A quien fuera, a lo que fuera!

  Farley puso la primera y pisó el acelerador a fondo en dirección a Cosmo, que se apartó de un salto y disparó un tiro que entró por la ventanilla del copiloto, por detrás de la cabeza de Farley. Farley embistió contra la cancela por segunda vez. El coche se estremeció y retrocedió de nuevo, pero la cancela seguía cerrada. Miró por el retrovisor y vio a Cosmo correr hacia el coche con la pistola en una mano y una linterna en la otra.

  Farley volvió a dar marcha atrás pisando a fondo. Los neumáticos giraron a toda velocidad, se quemaron y echaron humo, y el coche reculó bruscamente; Cosmo se apartó de un salto otra vez y disparó dos tiros más, que rozaron el techo del Corolla.

  El coche iba hacia atrás a trompicones y el conductor no sabía adónde ir, pero giró y evitó la colisión contra el edificio. Entonces pisó el freno, el coche giró en redondo y se detuvo, pero a él seguía dándole vueltas la cabeza.

  Vio un borrón a la luz de los faros y supo que era Cosmo Betrossian, que venía a matarlo, de modo que metió la primera, pisó el acelerador y giró el volante bruscamente a la izquierda, sin saber si Cosmo seguía allí, aunque oía los disparos y veía los destellos del arma, que se dirigían hacia él. El guardabarros delantero izquierdo del coche de Farley estaba ya medio roto, pero golpeó a Cosmo en la cadera y lo mandó a más de cinco de metros de distancia, contra el asfalto, donde aterrizó sobre la misma cadera y perdió la pistola entre un montón de chatarra y trapos grasientos.

  Sabía que había hecho daño a Cosmo y pisó a fondo otra vez, directo a la cancela, pero en el último segundo pisó el freno, salió y echó a correr hacia la verja pensando que le alcanzaría una bala en la cabeza. Descorrió el pestillo de acero y ya había abierto la cancela casi por completo cuando, al volverse, vio a Cosmo que se le acercaba renqueando, sin pistola pero con una barra de metal que había cogido del montón de chatarra. Cosmo cojeaba y maldecía en su idioma. Y se acercaba a él.

  Farley terminó de abrir la cancela y fue hacia el asiento del conductor, pero ya era tarde. Cosmo se le echó encima y la barra cayó sobre la ventana del conductor después de que Farley la esquivara. Farley echó a correr, y Cosmo detrás, hacia la oscuridad, hacia las filas de coches amontonados que esperaban a ser aplastados, y luego hacia las de coches que serían desmontados y vendidos por piezas.

  Odar no podía soportarlo más. Esos dos intrusos corriendo a su antojo por todo el solar eran demasiado para él. Saturado de adrenalina canina, emprendió la cañera, una larga carrera hacia los dos hombres, y la correa se tensó como una cuerda de piano, hasta que se rompió el cable que la sujetaba. Y Ociar, con los ojos como ascuas, los colmillos al aire y todo el hocico cubierto de espuma, entrecerró los ojos demoníacos y fue por los dos hombres.

  Farley fue el primero que lo vio y se encaramó al techo de un Plymouth destrozado. Cuando Cosmo vio a Odar, no tuvo tiempo de defenderse con la barra e imitó a Farley subiéndose de un salto al capó de un Audi destrozado. Luego se arrastró hasta el techo perseguido por Odar, cuyo manto negro brillaba a la luz de la luna.

  El perro saltó, resbaló, se cayó del coche al suelo; luego volvió a intentarlo y, unos segundos después, estaba en el techo del Audi arrastrando la correa. Pero Cosmo saltó del Audi a un Pontiac, y del Pontiac a un Suburban casi desguazado del todo. De pronto, Odar dejó de perseguir a Cosmo y fue por Farley, que también iba saltando de coche en coche, unos enteros, otros incompletos, hasta que se dio la vuelta y vio con honor que el maldito peno hacía lo mismo que él.

  Cosmo empezaba a resentirse de las contusiones de la cadera y Farley estaba encaramado en un viejo Cadillac, mientras el perro, confundido, se agazapaba en el techo de un Mustang entre los dos hombres, mirándolos alternativamente sin saber a cuál atacar.

  Entonces, Cosmo empezó a hablar con el perro en armenio, quería ganárselo hablándole en la lengua a la que el animal estaba acostumbrado. Empezó a darle órdenes suaves en su lengua materna.

  Farley, que
no estaba tan malherido como Cosmo pero sí igual de agotado, también intentó convencer al perro, pero cuando quiso hablar, sólo pudo balbucir histéricamente mientras las lágrimas se le metían en la boca.

  – No le hagas caso, Odar. ¡Tú y yo somos iguales! Yo también soy un odar. ¡Mátalo! ¡Mata a ese armenio hijoputa!

  Entonces, Odar se dirigió a Farley y éste empezó a llorar como una mujer. Los gritos ele terror tocaron alguna fibra sensible a la bestia de ataque. El perro dio media vuelta y, saltando de tapa de motor en capó y de capó en techo, se abalanzó sobre Cosmo como un misil y lo tiró del coche al suelo. Su propio impulso lo arrastró con Cosmo y cayó con fuerza sobre el duro suelo en muy mala postura; aulló de dolor y se levantó cojeando lamentablemente. Unos segundos después no podía apoyar la pata trasera izquierda en absoluto, y la derecha a duras penas.

  Farley aprovechó la circunstancia para llegar corriendo al coche; entró, no pudo ponerlo en marcha, ahogó el motor, cerró el contacto otra vez, echó el seguro a la puerta y lloró mientras Cosmo se acercaba cojeando al montón de chatarra donde había perdido la pistola. Pero también había perdido la linterna y, en la oscuridad, sólo podía hundir las manos entre los metales retorcidos; se cortó un dedo hasta el hueso, pero encontró el arma.

  Farley probó el contacto otra vez ¡y funcionó! Metió la marcha y apretó el acelerador en el mismo momento en que Cosmo saltaba a la ventanilla del lado del copiloto, disparaba cinco tiros a través del cristal y fallaba los cuatro primeros. El quinto y último le entró a Farley por la axila derecha cuando giraba el volante a la izquierda y levantaba una nube de polvo dejando olor a goma quemada.

  Fuera de combate, el perro se sentó sobre la cadera derecha sin dejar de aullar y enseñar los dientes a Cosmo, que fue cojeando a su Cadillac, escondido detrás del edificio, puso el motor en marcha e intentó perseguir a Farley. Pero no había recorrido ni un kilómetro cuando tuvo que salirse de la carretera, rasgarse la camisa y utilizarla para cortar la hemorragia de un feo corte en la cabeza, que sangraba sobre sus ojos y le impedía ver.

  Farley ha recorrido menos de un kilómetro desde el solar de desguace cuando se da cuenta de que está herido. Se lleva la mano izquierda a la herida, toca la humedad y empieza a vociferar. Pero sigue conduciendo; un solo faro ilumina el camino, y los guardabarros destrozados rascan las dos ruedas delanteras.

  Pierde la noción del tiempo pero el instinto lo lleva a Sunset Boulevard Oeste, al comienzo, cerca del centro de Los Ángeles. A veces se detiene en los semáforos, a veces no. No ve el primer coche de policía que lo ve a él saltándose un semáforo en rojo en Alvarado, provocando una serie de frenazos bruscos, claxonazos y gritos de otros conductores.

  Conduce tranquilamente por los barrios étnicos donde la gente habla lenguas latinoamericanas, surasiáticas y del Extremo Oriente, y también ruso, armenio, árabe y muchas lenguas más que odia. Va hacia el oeste, hacia Hollywood, hacia casa.

  Farley Ramsdale tampoco oye la sirena de la policía y, por descontado, no tiene la menor idea de que una unidad del distrito de Rampart ha dado aviso de la persecución de un Corolla blanco, además de su número de carnet de conducir, su localización y su dirección, y por ese motivo, los coches del distrito de Hollywood se han puesto en marcha hacia Sunset Boulevard y todos están convencidos de que ese borracho temerario dará por lo menos una tasa de alcohol de 25, porque va haciendo eses por Sunset a menos de cincuenta por hora y obliga a todo el tráfico del sentido contrario a girar a la derecha y detenerse, sin oír, al parecer, las sirenas ni ver la cola de blancos y negros que se ha formado detrás de él.

  En Normandie Avenue, Farley cruza el distrito de Hollywood siempre en dirección oeste. Pero ya no está en un coche, ahora tiene quince años menos y está en el gimnasio del Instituto Hollywood tirando a cesta en un partido de la liga universitaria, marcando limpiamente tres puntos si rozar más que la red. ¡Chaaa! Y esa animadora que siempre le trata tan mal, ahora le mira con buenos ojos. Esta noche se la tira, eso seguro.

  En la esquina con Gower, se le resbala el pie del acelerador y el coche se desvía lentamente hacia la parte de atrás de un Land Rover aparcado, y el motor se para. Farley no ve a los agentes del turno medio del distrito de Hollywood que lo conocen: Hollywood Nate, Wesley Drubb, Budgie Polk y Fausto Gamboa, ni a los que no lo conocen.

  Salen todos de los coches con la pistola en la mano, corren cautelosamente hacia el Corolla, ahora que el aviso de Nate ha alertado a todas las unidades de que el coche perseguido está en busca y captura porque está relacionado con la investigación de un atraco. Todos gritan, pero Farley no los oye.

  Hollywood Nate fue el primero en llegar al coche; rompió el cristal de la ventanilla de atrás del lado del piloto y abrió la puerta del conductor. Al abrirla bruscamente y ver gran cantidad de sangre, enfundó el arma y dijo a gritos que llamaran a una ambulancia.

  Farley Ramsdale tenía los ojos en blanco y los párpados se le movían como alas de colibrí; entró en shock y murió mucho antes de que la ambulancia llegara a Sunset Boulevard.

  Capítulo 19

  Cosmo no podía dejar de jurar mientras conducía en dirección oeste hacia Hollywood. Miraba el reloj continuamente sin saber por qué. Pensaba en Ilya todo el tiempo, en lo que diría, en lo que harían. Se preguntaba una y otra vez cuánto tardaría ese miserable adicto en llamar a la policía y contarles lo del asalto a la joyería. Al menos no podría decirles nada del atraco al cajero y el asesinato del guardia. Ilya tenía razón. Eso Farley no lo sabía, de lo contrario, no habría ido donde Gregori. Aunque ahora eso no lo consolaba.

  Tenía un dolor punzante en el dedo y la cabeza le iba a estallar. Se había cortado justo en la línea del flequillo y todavía sangraba. El dedo necesitaría unos puntos, y también la cabeza, quizá. Le dolían casi todos los huesos y músculos. No sabía si se habría roto la cadera. ¿Sería buena idea ir a casa? ¿Estaría esperándolo la policía allí?

  En el solar, había disparado con la Beretta del nueve que le había quitado al guardia. Le pareció que sería mucho más precisa que la barata pistola de calle que había usado en los atracos, pero no le había servido de nada. Aunque todavía le quedaban unos disparos en la recámara. No tenía intención de vivir la vida encarcelado como un animal. Cosmo Betrossian no.

  Abrió el móvil y llamó a Ilya. Si no le contestaba, querría decir que la policía ya estaba allí.

  – ¿Sí? -dijo Ilya.

  – ¡Ilya! ¿Estás bien?

  – Sí, estoy bien. ¿Estás bien tú, Cosmo?

  – No, Ilya, no estoy bien. Nada está bien.

  – Mierda.

  – Tengo sangre en la mano y en la cabeza. Necesito vendas en las heridas y una camisa nueva y una gorra para escondo la sangre. Pero la gorra de aquel día no.

  – Tiré la gorra de béisbol, Cosmo. No soy tan tonta.

  – Pronto estaré en casa. Tengo pongo gasolina en el coche. Creo que es más seguro si vamos a San Francisco.

  – Mierda.

  – Sí, Farley quizá llama a la policía ahora. Prepara todo, nos marchamos. Te veo pronto.

  Antes de empezar a hacer la maleta, Ilya fue a la estantería del armario y quitó de allí la bolsa de anillos, pendientes y diamantes sueltos. Separó muestras suficientes de cada cosa para que Cosmo se las enseñara a Dmitri y guardó el resto en un lugar muy seguro.

  La confluencia de Sunset Boulevard y Gower Street estaba muy concurrida, completamente acordonada por la policía. Allí estaba Viktor Chernenko, abandonada ya la operación de vigilancia del domicilio de Farley Ramsdale. El domicilio sería objeto de un registro firmado a toda prisa, tan pronto como Viktor volviera al despacho. Después de que Hollywood Nate le dijera que la víctima del homicidio era sin lugar a dudas Farley Ramsdale, la persona a la que buscaba, el investigador empezó a considerarlo mucho más ambicioso que un mero ladrón de correo. No sabía qué relación tendría con los ladrones rusos, pero había muerto por eso.

  Y cuando se corrió la voz en la sala de la brigada de investigación de que el sospechoso al que se
perseguía había muerto de un disparo efectuado en algún lugar al este del distrito Hollywood, y que era el mismo que Viktor Chernenko buscaba, el caso despertó un interés inusual en el investigador de noche, Charlie Gilford el Compasivo.

  Andi McCrea y Brant Hinkle estaban preparándose para ir al Gulag a continuar con sus pesquisas sobre el homicidio y ver si podían hacerse con la cinta de vídeo de Dmitri, cuando Charlie el Compasivo los miró.

  – A mí no me mire, Charlie -le dijo Andi-. A ese tipo le han disparado fuera del distrito de Hollywood, y además ya tengo bastante de qué ocuparme.

  Charlie el Compasivo se encogió de hombros y empezó a hacer llamadas. Cuando terminó, se puso su americana sport de cuadros y se fue a Sunset con Gower para no perderse la oportunidad de hacer un comentario sobre otro sueño hollywoodiense fallido.

  Wesley Dmbb estaba tan entusiasmado que Hollywood Nate le dijo que se agarrase del cinturón de seguridad, por si levitaba. Viktor Chernenko había hablado con los investigadores de atracos con homicidio de la brigada de delitos en bancos que llevaban el caso del cajero automático, y llamó a su teniente a su casa. Los acontecimientos sucedían tan deprisa que no era fácil saber qué hacer a continuación, aparte de firmar la orden de registro de la casa de Ramsdale y localizar a la mujer que se hacía llamar Olive Ramsdale. Otro equipo de atracos de Hollywood vigilaba la casa esperando que la mujer apareciese.

  La patrulla 6 X 72 no tenía nada más que hacer de momento, así pues, Nate y Wesley tuvieron que volver de mala gana a las calles, al trabajo rutinario de policía.

  – Escribiré a ustedes una recomendación por su buena labor, tanto como si se resuelve el caso como si no. Y no se olviden de Olive. Ustedes la conocen. Puede que la vean en el local de tacos o en el de donuts o en el cibercafé.

  – Estaremos atentos -dijo Nate.

  – Sí, abran mucho los ojos -les recomendó-, y muchas gracias.

 

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