Lord Tyger
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Ras estaba pensando en probar suerte por el mismo sitio. Era más fuerte que cuando lo había intentado por última vez, un año antes, aunque también pesaba más. Pero ahora sentía una mayor confianza en sí mismo y el Pájaro no andaba por allí. ¿Por qué no intentarlo de nuevo?
El único problema era que el Pájaro podía volver mientras Ras se hallaba a media ascensión. Esperaría hasta que se marchase en dirección oeste y luego correría el riesgo, esperando que hubiera ido a informar a Igziyabher y que tardaría cierto tiempo en regresar.
El plan tenía un punto débil. Ras había decidido encontrar a Igziyabher, que era Dios y, al mismo tiempo, su Padre. Sólo Igziyabher podía responder a sus preguntas. No había razón alguna por la que Su hijo debiera esperar hasta que Igziyabher decidiera bajar de los cielos para hablar con él. Ras se había cansado de esperar respuestas ¿Por qué alimentarse de oscuridad cuando en la mesa de Igziyabher había todo un banquete de luz?
¡Si pudiera construir una trampa con que atrapar al Pájaro! Entonces le obligaría a responder a sus preguntas. Haría que el ángel de su vientre hablara con él, tal y como había hecho con Gilluk, el rey de los sharrikt, cuando lo había tenido prisionero durante seis meses después de haberle rescatado de los wantso. Quizás, en vez de ir hacia el oeste atravesando el mundo, pudiera ir en el vientre del Pájaro hasta la mansión de Igziyabher.
Acabó decidiendo que la ascensión de la columna tendría que esperar, y llevó la canoa hasta la orilla este. Acababa de poner el pie en tierra cuando oyó nuevamente el ruido de las alas y el apagado rugido, y el Pájaro apareció encima de él. Ahora se encontraba por lo menos a ciento cincuenta metros de altura y subía rápidamente hacia la cima del pilar. Ras se alegró por haber decidido no intentar la subida este día.
Ras regresó caminando lentamente a su casa. Temía las súplicas y amenazas que oíría cuando les dijera a Yusufu y Mariyam que esta vez se iba de veras. No pensaba discutir. Les informaría de su decisión, les levantaría en vilo para darles un beso de adiós y se marcharía. Los dos debían entender que ahora ya era un hombre. No podía tolerar que le trataran igual que a un niño.
Y también estaba Wilida. De no haber sido por la aparición de aquel extraño pájaro de alas rígidas, la habría sacado de su jaula en la islita. Wilida habría venido con él para vivir en la casa que le habría construido en la meseta. Y, con el tiempo, la habría presentado a Yusufu y Mariyam. Estaba seguro de que gritarían y maldecirían, pero no tendrían más remedio que aceptarla. Si le amaban, y de eso no cabía duda, también tendrían que amarla a ella.
Intentó no pensar en la posibilidad de que Wilida se negara a venir con él. Le amaba; lo sabía. Pero reunirse con él en secreto, entre la maleza, no era lo mismo que abandonar su aldea. Aunque podía obtener un gran placer estando con Ras y amándole, ¿vendría con él a la Tierra de los Fantasmas?
Le había dicho que moriría si era separada de su gente. Cerraría los ojos y también‚n cerraría el corazón, y dejaría de vivir. Cualquier wantso moriría. El exilio era un castigo peor que ser arrojado a los cocodrilos o ser quemado vivo.
Las demás mujeres habían dicho lo mismo cuando Ras, medio en broma, les había preguntado si se vendrían a vivir con él. Anhelaban que les hiciera el amor, pero no querían tener nada que ver con él aparte de eso.
Ras había llegado a pensar en la posibilidad de hacer que le aceptaran entre los wantso. Si podía vivir en la aldea y ser un wantso, entonces Wilida podría tenerle al mismo tiempo que conservaba a su gente. Pero eso era antes de que hubiera comprendido cuán profundamente le odiaban todos los hombres. Aunque no les hubiera ofendido con su virilidad fuerte y sana y con el haber seducido a sus mujeres, jamás le habrían aceptado. Siempre sería un extraño. Y, aunque hubiera podido borrar parte del miedo que le tenían por ser un fantasma, siempre haría que se sintieran nerviosos. Siempre sería un fantasma.
No importa, pensó. Si Wilida me ama tanto como yo la amo a ella, vendrá conmigo.
Y juntos buscaremos a Igziyabher.
Al menos, le preguntaré si quiere hacerlo.
Dejó atrás un gran árbol y entró en el claro donde se hallaban las dos casas. Se detuvo. Un pajarillo con el cuerpo verde, las alas negras, el cuello blanco y la cabeza roja pareció quedar paralizado cuando estaba volando a través del claro.
Un fuerte latido y su corazón volvió a funcionar, despacio, despacio.
El cuerpecito moreno que había en el suelo, al pie de los peldaños que llevaban al porche, el cuerpo tendido sobre su espalda con los brazos extendidos, la mandíbula fláccida, los ojos abiertos, una flecha clavada en su corazón..., ese cuerpo era el de Mariyam.
Después de haberlo visto, y durante un largo espacio de tiempo, Ras tuvo la impresión de moverse despacio y con mucha dificultad, como si fuera un insecto atrapado en la savia que fluía de un árbol herido. Tomó en brazos a Mariyam, aún caliente, con la sangre alrededor de la herida aún por secar, y empezó a mecerla contra su cuerpo. Su cabeza oscilaba a cada movimiento. Ras sentía dolor, pero su dolor era tan frío como el agua que había en lo más profundo del lago. Estaba allí, pero aún no se había deshelado.
Después‚cuando cesó en sus intentos de conseguir que despertara, la dejó para buscar a Yusufu. Le llamó a gritos y registró la casa del suelo y la casa del árbol y luego vagó por el bosque, gritando continuamente el nombre de Yusufu.
Finalmente volvió a donde estaba Mariyam, dando tumbos, y tomó asiento en el suelo, cogiéndola nuevamente en sus brazos, acunándola hacia atrás y hacia delante.
El sol empezó a bajar de su cenit antes de que Ras dejara de abrazarla. Examinó la flecha. Era una flecha wantso, hecha con madera de limonero pintada de negro y de rojo, con cuatro plumas de un pájaro que tenía la cola verde, y la cabeza de cobre había sido atada al astil con una tira de piel amarilla procedente de un ratón de pelaje dorado.
Su aturdimiento fue esfumándose poco a poco y la culpa ocupó su lugar. Gritó y lloró, dominado por la pena y el remordimiento. Los wantso habían venido hasta aquí y habían matado a su madre porque él les había enfurecido con sus conquistas y sus cánticos burlones. Habían estado tan llenos de ira que habían logrado vencer su miedo a la Tierra de los Fantasmas y habían entrado en ella para buscarle. No le habían encontrado, pero habían encontrado a Mariyam. Y debían de haberse llevado a Yusufu con ellos. Lo estarían reservando para la tortura.
Quizás aún no se hubieran ido. Quizás ahora mismo estuvieran en el bosque, esperando tenderle una emboscada. O Quizás estuvieran acercándose a él, en silencio, cautelosamente.
Se puso en pie, sosteniendo la flecha en su mano, y gritó:
—¡Venid, hombres de los wantso! ¡Os mataré a todos!
No hubo respuesta. Los monos parlotearon excitadamente. Un pájaro lanzó su clut-clut-clut. A lo lejos se oyó el grito de un águila pescadora.
Ras empezó a buscar huellas en la seca y dura tierra que había debajo del árbol. No encontró ninguna aparte de las que él mismo acababa de hacer. Los wantso habían usado ramas para limpiar las señales dejadas en el polvo, y el suelo que rodeaba el claro había recibido el mismo tratamiento. Estaba claro que los wantso no deseaban que pudiera alcanzarles mientras aún se hallaban dentro de su territorio.
Ahora el sol ya estaba deslizándose hacia las cimas de los acantilados. Ras llevó a Mariyam al bosque, adentrándose hasta encontrar un sitio donde la tierra era blanda y suave, al pie de una colina donde la lluvia se había ido acumulando durante mucho tiempo para formar un pequeño estanque, ahora casi seco. Cavó con su cuchillo y sacó tierra con las manos hasta obtener un agujero de unos sesenta centímetros de profundidad. Llorando, puso a Mariyam dentro del hoyo, pero antes de hacerlo besó su mejilla. La colocó de lado, con las rodillas dobladas junto al estómago. Después arrojó tierra hasta cubrirla, y sostuvo entre sus dedos el último puñado de polvo y barro durante un rato muy largo. Aún podía ver un pequeño retazo de su piel, y tuvo la impresión de que cuando hubiera desaparecido, Mariyam se iría con él, y no habría esperanza
alguna de que volviera.
Acabó dejando caer el puñado de barro, y Mariyam desapareció. Durante el resto del día anduvo buscando piedras de gran tamaño y no acabó de amontonarlas sobre la tumba hasta después del crepúsculo. Por fin, convencido de que ningún carroñero podría sacarla de allí, se marchó
Una vez en la casa del árbol limpió la punta de la flecha wantso y la puso en su carcaj. La flecha volvería a los wantso.
No logró conciliar el sueño hasta que ya casi era de día, y durmió poco. Lloró y gimió, llamando muchas veces a Mariyam. El sol acabó levantándose en el cielo, y Ras se levantó con él. Se afeitó, tal y como hacía cada mañana. El espejo le mostró un rostro agotado con los ojos enrojecidos. Comió un poco de carne seca y fruta. Guardó el peine y el espejo en la bolsa de piel de antílope. Después de haber aguzado su cuchillo en la piedra de afilar, examinó el bosque. Ni tan siquiera su pena había logrado hacerle olvidar que los wantso podían seguir allí con la esperanza de pillarle en una emboscada, aunque dudaba de que osaran pasar la noche en la Tierra de los Fantasmas.
Lo más lógico era que se llevaran a Yusufu y esperasen que Ras les persiguiera. Cuando salieran de la meseta se detendrían para tenderle una emboscada. También era posible que hubieran llevado a Yusufu directamente al poblado, donde se sentirían más seguros,
y donde se le podía torturar cómodamente.
Ras no llevaba recorrido más de un kilómetro y medio cuando vio a Janhoy avanzando cautelosamente hacia él por entre los arbustos. Hoy no tenía ganas de jugar al escondite con el león, así que le gritó para que se alejara. Janhoy se quedó muy decepcionado por la expresión de sus ojos parecía dolido. Ras le acarició y le revolvió un
poco la melena
—Hoy no puedes venir conmigo—le dijo a Janhoy—. Serías un estorbo, y además podrían hacerte daño. No podría soportar el perderte también a ti, Janhoy. Te quiero demasiado.
El león insistió en acompañarle, e intentó seguirle incluso cuando llegaron a los escarpados acantilados que marcaban el límite de la meseta. Ras le gritó y le arrojó piedras, y finalmente Janhoy acabó retrocediendo para quedarse en una cornisa del risco.
Cuando llegó al final del acantilado Ras levantó la mirada. La gran nariz de Janhoy y sus ojos, todavía ofendidos, seguían siendo visibles.
—¡Volveré!—gritó Ras.
Estaba preocupado por Janhoy. Aunque Ras y Yusufu le habían enseñado cómo cazar, si no le ayudaban al león le resultaba bastante difícil conseguir la suficiente cantidad de presas. Aparte de los leopardos, los antílopes, los cerdos y los gorilas, en la meseta no había grandes animales. Cuando Ras era más joven había unas cuantas cebras, pero los leopardos habían acabado con ellas. Janhoy mataba un cerdo de vez en cuando. Los antílopes resultaban una presa difícil para un león solo, y los leopardos eran demasiado veloces y ágiles para Janhoy. Estaba tan acostumbrado a los gorilas, ya que de cachorro Ras le había llevado con ellos, que los incluía en la misma categoría que a Yusufu, Mariyam y Ras. No eran carne para comer.
Si Ras y Yusufu no hubieran cazado de vez en cuando antílopes para él, o con él, Janhoy se habría muerto de hambre. Ahora, ¿qué podría hacer si su única ayuda se marchaba!
Tendría que arreglárselas de alguna forma.
La quema del mal
Ras se detuvo cuando había recorrido un kilómetro de jungla. Pensar en Janhoy muriéndose de hambre le causaba un dolor casi insoportable, pero no podía volver a subir los acantilados y perder el tiempo necesario para cazar un antílope o un cerdo que mantuviera alimentado al león hasta que regresara. Yusufu le necesitaba. Era muy posible que en ese mismo instante le estuvieran torturando. Ras meneó la cabeza y siguió adelante.
Desde el final de la meseta donde terminaba la catarata hasta el poblado de los wantso había unos ocho kilómetros en línea recta. El río hacía tantas curvas que su recorrido desde las cataratas hasta la aldea tenía casi dieciséis kilómetros. Ras siguió el sendero más directo, trotando allí donde la maleza no era demasiado espesa, yendo de rama en rama cuando los árboles estaban lo bastante cerca (un método de avance bastante lento, debido a su peso), y atravesando el río a nado cada vez que éste le impedía seguir avanzando. De la casa del árbol a la aldea de los wantso había veinticuatro kilómetros, pero tuvo que recorrer casi treinta y cinco debido a que en algunos momentos no tenía más remedio que tomar un desvío. El sol estaba bajando en el cielo igual que un gran pájaro de color rojo y oro posándose en su nido. Ras decidió que mataría un mono y comería antes de seguir avanzando. De otro modo, el hambre minaría sus fuerzas con tal rapidez que no sería capaz de hacer gran cosa cuando llegara a la aldea.
Entonces se encontró con un sendero muy usado por los wantso. Cuando estaba a punto de entrar en él oyó pasos. Se metió en la espesura con el tiempo justo de evitar que le vieran. Gubado, el viejo arpista, se acercaba trotando con un pequeño arco y un carcaj a la espalda, de los que se utilizaban para cazar animales no demasiado grandes. En una mano llevaba una rata muerta y en la otra una lanza: entre sus dientes sostenía dos cosas blancas de forma cuadrada que se agitaban con el viento creado por la carrera de Gubado.
El viejo había encontrado dos Cartas de Dios.
Ras salió de la espesura y se plantó a un par de metros del viejo. Gubado se detuvo. Su mandíbula se aflojó bruscamente a causa de la sorpresa; sus ojos se desorbitaron. Los papeles cayeron al suelo haciendo eses. Ras agitó su cuchillo y se dispuso a preguntarle por Yusufu. Gubado dejó caer lanza y rata y se llevó las manos al pecho. Tenía la cabeza echada hacia atrás y el rostro retorcido en una mueca. Retrocedió un par de pasos, tambaleándose, mientras sus labios se agitaban sin producir sonido alguno. Después dijo: «¡Uh¡ ¡Uh! ¡Uh!», cayó de espaldas y se quedó inmóvil.
Ras se arrodilló junto al cadáver.
—Viejo, no tenía intención de hacerte daño. Sabía que eras demasiado débil para acompañar a los guerreros que mataron a mi madre. Y me gustaba oír tu arpa entre la espesura. De hecho, acabé haciendo una para mí y aprendí a tocarla, acordándome de cómo tú manipulabas sus cuerdas.
Clavó su cuchillo en el cuello de Gubado y empezó a cortar.
—Pero si hubieras sido lo bastante joven habrías acompañado a los asesinos, y quizás hubieras sido tú mismo el que la mató. Y al acordarme de esto, si tu miedo no te hubiera parado el corazón habría sido yo quien te matara.
La carne cedía rápidamente bajo el cuchillo. Los huesos del cuello no resultaron tan fáciles de cortar. Después de haber aserrado la médula espinal, Ras limpió su cuchillo y lo afiló con su piedra. Los ojos de Gubado, velados y sin brillo, parecían contemplarle.
—No me hagas reproches, viejo—le dijo Ras—. Si hubieras sido capaz, habrías hecho lo mismo conmigo.
Guardó el cuchillo en su vaina y cogió los dos papeles. Estaba demasiado oscuro para leer y la luna todavía no había salido, así que los dobló y los puso dentro de su bolsa. Después cogió la cabeza por el cono de pelo de la derecha y se alejó rápidamente por el sendero.
Antes de haber recorrido diez metros oyó un rugido a su espalda.
—¡Janhoy!
Se dio la vuelta y corrió durante unos cien metros. Ahí estaba el
gran animal, aún rugiendo.
—¡Calla!—le dijo Ras—. Alertarás a los wantso.
Acarició la melena de Janhoy y el león empezó a frotarse contra él, ronroneando estruendosamente. Janhoy le siguió hasta el cadáver de Gubado y al verlo se detuvo. La saliva goteaba de sus fauces.
—Así que lograste bajar los acantilados, ¿eh? Debes ser medio cabra, monstruo torpe. Y ahora, ¿qué haré contigo? Eres tú el fantasma y no yo, porque siempre andas acosándome y estorbándome.
Ya era demasiado tarde y estaba demasiado oscuro para cazar. Janhoy tendría que pasar hambre hasta el amanecer, y quizá también después. Si era posible, había que rescatar a Yusufu. Si no, había que vengarle.
Janhoy avanzaba sigilosamente hacia el decapitado cadáver de Gubado. Ras vaciló y luego dijo:r />
—Come, Janhoy. Aquí no hay nada más para ti, y eso te mantendrá ocupado mientras yo no estoy.
No le gustaba mucho la idea de animar al león a que comiera carne humana, pero no parecía haber otra solución.
Pero Janhoy, aunque hambriento, no daba la impresión de estar muy decidido a ello. Quería devorar a Gubado pero, al mismo tiempo, pensaba que no debía hacerlo. Empezó a olisquear el cadáver y le dio un rápido lametón a la sangre del cuello. Miró de soslayo a Ras, como para comprobar cuál era su reacción, y después de hacerlo se instaló junto al cadáver y empezó a desgarrar su carne.
Ras se metió entre la espesura para no estar cerca de Janhoy, porque no quería hacerle pensar que deseaba una parte de Gubado. El león estaba tan hambriento que ahora, en las primeras etapas de alimentarse, podía reaccionar violentamente tan sólo con que Ras se aproximara a su comida. Ras se alejó rápidamente del sendero y, cuando volvió a éste, las curvas y giros del camino ya habían ahogado el ruido de la carne desgarrada.
Ras cruzó el río por encima del poblado, allí donde el agua no llegaba más arriba de su pecho. Aquí no había cocodrilos porque el agua era demasiado fría. Sin embargo, creyó que se le paraba el corazón cuando sintió el contacto de un pez en su pierna. Cuando llegó a la empalizada que atravesaba la península dejó la cabeza de Gubado en el suelo y volvió a meterse en la espesura. En la plataforma situada detrás de la empalizada había dos antorchas, y a su claridad podía verse a Thikawa, un hombre de mediana edad, y a Sazangu, su joven sobrino, iluminados de cintura para arriba. Sus rostros brillaban igual que si estuvieran untados con aceite. Thikawa llevaba un tocado de plumas blancas y en su cara había rayas de pintura blanca. Estaba apoyado en una enorme lanza y hablaba en susurros con su sobrino.