Book Read Free

Lord Tyger

Page 13

by Farmer, Phillip Jose


  Ras tomó su arco, puso una flecha en la cuerda y apuntó cuidadosamente. El chasquido de la cuerda hizo que los dos centinelas dieran un salto, y Sazangu lanzó un grito ahogado. Thikawa se envaró y un instante después cayó de espaldas, con la flecha asomando de su esternón. Sazangu gritó, ahora más fuerte que antes, y se agachó detrás de la empalizada antes de que Ras pudiera sacar otra flecha de su carcaj. Ras puso el arco sobre su hombro y trepó a un árbol bastante grande. El arco le estorbaba bastante pero se tomó el tiempo preciso y acabó encontrándose encima de la plataforma.

  Sazangu estaba agazapado, el cuerpo pegado a la empalizada, y seguía chillando. No hacía ni el menor caso del gran tambor que se suponía debía golpear para dar la alarma. Thikawa no era visible; debía haber caído de la plataforma. Ras puso una flecha en su arco y pronunció en voz alta el nombre de Sazangu. Sazangu paró de chillar, se levantó de un salto y se arrojó de la plataforma. La flecha le alcanzó en los riñones justo cuando pasaba por encima de la barandilla.

  Las antorchas que había sobre la puerta este de la aldea, la quedaba a los campos, proyectaban la luz suficiente para revelar que la puerta se estaba abriendo. Otras antorchas aparecieron en el umbral, bailaron a su alrededor, y luego empezaron a cruzar los campos hacia la empalizada de la península. Ras bajó del árbol, recogió la cabeza de Gubado y se metió en el río, siguiendo la empalizada. Con una mano logró mantener cabeza, lanza, arco y carcaj por encima de las aguas mientras nadaba de costado. Sólo tenía que recorrer un semicírculo de pocos metros desde la orilla que estaba a un lado de la empalizada hasta la orilla del otro lado. De nuevo en tierra firme,

  atravesó los árboles y la maleza hasta llegar a un árbol de gran tamaño. Una vez allí sacó la cuerda del agujero en que la tenía escondida y se la pasó por el hombro izquierdo.

  Ahora había antorchas ardiendo sobre cada una de las cuatro puertas de la aldea, con un hombre o un muchacho montando guardia a su lado. También había antorchas en los postes situados bajo la rama del árbol s grado, y era probable que tuvieran vigilancia. Pero la puerta este había quedado abierta mientras los wantso investigaban el ruido producido en la empalizada de la península.

  Ras fue siguiendo la empalizada de la aldea por el lado este hasta casi llegar a la puerta.

  —¡Chufiya! ¡Chufiya!—llamó.

  El hijo del jefe se asomó por la empalizada para mirar hacia la oscuridad.

  —¿Quién eres?

  —¡Lazazi Taigadi!

  La flecha golpeó a Chufiya entre el cuello y el hombro. El impacto le hizo girar sobre sí mismo, y un instante después cayó detrás de la empalizada, al suelo de la plataforma. Ras corrió hacia delante sujetando en su mano izquierda uno de los conos de pelo de la cabeza de Gubado. Dejó la cabeza en el umbral y salió corriendo. Una mujer chilló, y también se oyeron gritos masculinos. Ras se paró delante de la puerta norte. Kufuna, el centinela, estaba mirando hacia el ruido. Ras le llamó por su nombre y, cuando Kufuna se dio la vuelta, recibió la flecha en el plexo solar, cayendo de la plataforma sin hacer ni un solo sonido.

  Más gritos, cerca de donde debía haber caído Kufuna. Ras siguió por la pared hasta la puerta oeste. Bigagi ya no montaba guardia en el puente, y la jaula había desaparecido. El centinela de la puerta oeste era Shewego, un hombre ya mayor. Siempre había sido nervioso y ahora aún lo estaba más. Su cabeza no paraba de moverse en todas direcciones, igual que la de un pájaro. Vio brillar la piel blanca de Ras bajo el resplandor de las antorchas, gritó, y saltó sobre la barandilla de la plataforma, sin pensar en los seis metros de distancia que había hasta el suelo. La flecha no logró darle.

  Ras lanzó una maldición en amárico y corrió por la pared hacia la otra puerta. El centinela de aquella puerta era Pathapi, uno de sus compañeros de juegos infantiles. Alguien debía haberle avisado, o quizá hubiera deducido lo que estaba ocurriendo por la secuencia de acontecimientos. Pathapi se dio la vuelta, arrojó su lanza contra Ras y abandonó rápidamente su puesto.

  Ras giró en redondo y volvió a meterse por entre las sombras del lado oeste. Cuando llegó al puente se detuvo para cortar las cuerdas que sujetaban el extremo situado en tierra firme, y luego fue corriendo por el puente hacia la islita, cortando las cuerdas con su cuchillo hasta dejar tan sólo unas cuantas hebras. Después lanzó un prolongado grito ululante. En el interior de la aldea reinaba el silencio, roto tan sólo por algunos niños que lloraban, el chillido de los cerdos y el cacareo de las gallinas. Pasó un minuto. De repente Ras oyó la aguda voz de Wuwufa, diciendo algo ininteligible. Poco después hubo un crujir de maderas y las puertas del oeste se abrieron lentamente. Seis hombres con antorchas se asomaron a la oscuridad.

  —¡Aquí estoy!—gritó Ras, incorporándose al extremo del puente—. ¡Aquí estoy, yo, Lord Tyger!

  Wuwufa estaba bailoteando detrás de los seis guerreros, gritándoles que mataran al fantasma. Ninguno de los guerreros se movió. Tibaso fue hacia ellos y les gritó algo. Los guerreros se agitaron, nerviosos, y se miraron unos a otros. Tibaso le quitó su lanza a uno de ellos. Fue hacia el puente y se la arrojó a Ras.

  Ras se agachó a un lado, dio un salto hacia atrás y acabó de cortar la cuerda a medio partir. La cuerda se rompió con un seco chasquido y su extremo le golpeó en la mejilla. Después fue corriendo hacia el otro lado y cortó la cuerda que lo sostenía. Tibaso lanzó un grito de consternación. El extremo del puente que daba a la islita se derrumbó, Tibaso resbaló por él y cayó al agua.

  Para entonces Ras ya había visto las tres cabezas de cocodrilo clavadas en unos postes de la orilla. Eso quería decir que la zona había sido limpiada de cocodrilos como parte de la ceremonia nupcial de Wilida. Los cadáveres de los animales habían sido probablemente el plato principal del banquete de bodas.

  Tibaso no corría peligro de que lo devoraran. Volvió nadando a la orilla y empezó a trepar por la pendiente igual que un hipopótamo, bufando y jadeando. Los seis guerreros habían puesto flechas en sus arcos y se preparaban para cubrir a su jefe. Ras tuvo que refugiarse detrás de un árbol mientras los proyectiles se clavaban cerca de él con un golpe ahogado o se alejaban silbando por el aire.

  Apenas hubieron pasado salió de su refugio y disparó su flecha contra Tibaso. Lo tenue de la luz y su premura hicieron que el tiro no fuese totalmente perfecto; la flecha atravesó el muslo izquierdo de Tibaso en vez del centro de su espalda. Tibaso, que estaba a cuatro patas, lanzó un grito y se levantó. Subió tambaleándose el resto de la pendiente y entró cojeando por la puerta mientras los seis guerreros lanzaban otra salva de flechas contra Ras, que había saltado nuevamente detrás del árbol. Después de disparar, los guerreros se apresuraron a entrar por la puerta y la cerraron.

  Ras arrojó su lanza a través del canal hacia la orilla y luego nadó a través del río. Trepó al árbol en el que había cantado aquella otra tarde, hacía dos semanas. Ahora toda la población de la aldea estaba reunida delante de la Gran Casa. Tibaso estaba tumbado de bruces sobre el trono que había en la plataforma de tierra. Sus manos se agarraban a los brazos del trono y sus dos esposas le sujetaban, o intentaban hacerlo, mientras Wuwufa extraía la flecha. El astil había atravesado toda la parte carnosa del muslo saliendo por delante. Wuwufa había quitado la cabeza del proyectil y ahora estaba tirando lentamente del astil para sacarlo. Tibaso no hacía ningún ruido; si quería que le considerasen como un gran guerrero, un hombre herido no debía gritar cuando le curaban las heridas.

  Los cadáveres de los hombres que Ras había matado habían sido colocados junto al trono del jefe, uno al lado de otro. La multitud se mantenía a una respetuosa distancia de los cuerpos; ni tan siquiera las plañideras encargadas del ruidoso llanto se acercaban a ellos. Los niños chillaban; las cabras, los cerdos y las gallinas, asustados por todo aquel estruendo, añadían sus balidos, gruñidos y cacareos al tumulto general. La luz de las muchas antorchas brillaba sobre las relucientes pieles negras y las cabelleras recogidas en el doble cono rojizo, iluminando el rojo cobre de las lanzas y los blancos zigzags de la pintura de guerra que cubría los
rostros de los hombres.

  La cabeza de Gubado también estaba en el suelo, junto a los cadáveres. Ras los contó y se quedó sorprendido. No tendría que haber más de cuatro, pero había cinco. A esta distancia y con la cambiante iluminación de las antorchas no podía estar seguro en cuanto a la identidad del cadáver extra. Ras conocía perfectamente los rasgos, la silueta, el caminar, los gestos y la voz de cada wantso, pero el cuerpo tenía la flaccidez y la carencia de rasgos propia de un cadáver. Ras tuvo que identificar a los vivos y luego a los muertos antes de que le fuera posible darle nombre al cadáver sobrante. Tenía que ser Wiviki, esposo de Suthuna y padre de Fibida, una niña de seis años, por lo que ahora tendría que estar en la Gran Casa. ¿Por qué‚ estaba fuera, junto a los demás cuerpos?

  Bigagi se había acercado al jefe. Estaba agitando su lanza y gritaba algo. Los demás hombres habían dejado de hablar, y las mujeres y los niños habían calmado un poco sus demostraciones de pena y terror. Estaba claro que Bigagi les instaba a que emprendieran alguna clase de acción. Después de haber pronunciado un largo discurso, los hombres golpearon el suelo con sus lanzas y gritaron algo, algo que a Ras le pareció era su propio nombre.

  Bigagi había asumido el control de la situación; parecía haberse vuelto más alto, más corpulento y fuerte. Era el hombre que podía resultar más peligroso para Ras. Le conocía bien y no sentía hacia él aquel horror que dominaba a los otros. Y, además, era ambicioso. Ras le había oído decir a menudo que le gustaría ser jefe, aunque Ras había interpretado los deseos de Bigagi como sueños infantiles de grandeza al igual que Ras había soñado con ser Igziyabher. Pero Tibaso, el jefe, había perdido el dominio de la situación. Tibaso no podía pensar en nada que no fuese el dolor causado por la herida de su muslo.

  Bigagi se apartó de la multitud, fue hacia el trono del jefe y cogió su vara, que estaba apoyada en el trono. Tibaso intentó incorporarse y un instante después volvió a dejarse caer en el trono, con la cabeza colgando a un lado. Bigagi gritó algo, y las dos esposas de Tibaso le ayudaron a levantarse y le sostuvieron entre ellas para llevarle con paso tambaleante hacia la Gran Casa. Wuwufa, el viejo que hablaba con los espíritus, estuvo hablando con Bigagi durante un rato, y cuando terminó de hablar cayó al suelo y empezó a rodar sobre sí mismo.

  Ras esperó un rato, queriendo ver qué‚ rumbo tomaban los acontecimientos antes de marcharse. Quería averiguar dónde tenían prisionero a Yusufu, pero daba la impresión de que no iba a conseguirlo. Ahora no tenía ni la más mínima oportunidad de entrar en el poblado sin que le vieran. Yusufu no iba a ser torturado, porque los wantso tenían algo más urgente de que ocuparse. Bigagi estaría organizando un grupo de hombres para que registraran los alrededores de la aldea.

  Ras decidió que lo mejor sería retirarse al otro lado del río y dormir un poco antes de que amaneciera. Los wantso podían cansarse de hurgar entre los arbustos de la península, y quizá también en las orillas del río, aunque dudaba de que se atrevieran a tanto. Bajó del árbol, cruzó a nado el río y caminó unos tres kilómetros hasta llegar a un árbol que le ofreció un nido donde pasar el resto de la noche. Durmió mal y se despertó varias veces, una de ellas convencido de que había oído a Janhoy rugiendo en la lejanía.

  Al amanecer sacó de la bolsa los papeles que Gubado había descubierto y los levó. Aún estaban algo húmedos; la tinta se había corrido y muchas letras estaban borrosas, pero logró distinguir la mayoría de las palabras.

  único lugar donde Africa es como era antes del hombre blanco. Y a diferencia de la mayor parte del Africa precaucasiana, es un lugar bastante saludable. No hay mosquitos, porque carece de aguas estancadas. Incluso el agua del gran pantano se halla en continuo movimiento. Por lo tanto, aquí no hay malaria. Tampoco hay moscas tsé tsé, ni bilarziasis, ni viruela, ni enfermedades venéreas. Los resfriados son algo que no existe entre los wantso y los sharrikt. Las principales causas de muerte son las luchas, los accidentes, los leopardos devoradores de hombres, las mordeduras de serpiente, los cocodrilos (entre los sharrikt) y las infecciones debidas a cortes o heridas. Los ritos de circuncisión de los wantso, aparte de volver medio impotentes a los hombres, suelen acabar ocasionando infecciones y la muerte. Los wantso son muy conscientes de ello; como ocurre con la gente de todo el mundo, persisten en practicar una costumbre aunque ésta vaya en contra de la supervivencia. Sin embargo, la costumbre tiene cierto valor de supervivencia, en un sentido más amplio, ya que mantiene la población a un cierto nivel (50 ± 5), pese a que los conocimientos que tienen los wantso del control de nacimientos hacen que la elevada tasa de mortalidad entre los varones no sea realmente necesaria para mantener el equilibrio de la población.

  Podría admitir aquí mismo que aborrezco a los wantso..., y tengo buenas razones para ello, como ya irán viendo mis lectores. Son un pueblo depravado y han atraído a Ras dentro de su círculo de perversiones. No sé cómo, pero ha acabado encaprichándose de esos «yahoos» repugnantemente degradados. Participa en sus malignos juegos sexuales, que no voy a describir aquí para no ofender las sensibilidades de mis lectores, que naturalmente no leerán esto hasta después de que yo haya muerto, por lo que en realidad no debería importarme, pero considero que la moralidad es algo a mantener tanto entre los vivos como entre los muertos y

  La segunda hoja tenía el número 230.

  mis hijos, cerdos ingratos, se parecen a su madre, aquella desgraciada que me abandonó hace mucho tiempo. Pero ella era más lista. No intentó conseguir demasiado dinero; sabía lo que le ocurriría si trataba de hacerlo.

  Mis hijos han permitido que su codicia venza a su sentido de la conservación. Han intentado quitarme mi propio negocio, la gran industria que construí empezando con mil dólares (prestados) y que ahora vale treinta millones. ¡Mi negocio, por el que he trabajado como un esclavo, sufriendo privaciones y falta de sueño, el negocio que he convertido en una vasta empresa para un solo fin: este valle, este Ras Tyger, para que así me fuera posible hacer que el Libro se volviera real y para que algún día pudiera mostrarle a quienes se burlaban de mí lo ignorantes que eran, hienas estúpidas y mezquinas! ¡Si he gastado más de tres millones en este proyecto eso es asunto mío y sólo mío! Ellos (mis hijos) quisieron que les dijera adónde había ido a parar ese dinero; contrataron detectives para averiguar adónde iba cuando desaparecía de Johannesburgo. Pero le doy gracias a Dios por tener algunos sirvientes leales que cuidan de mis intereses y que me advirtieron..., sirvientes muy bien pagados, claro está, sirvientes que saben lo que les sucedería si me traicionasen. Y gracias a eso los detectives desaparecieron para siempre cuando intentaron seguirme, y les está bien empleado. Conocieron el mismo destino que otras personas que han intentado contrariar mis planes o que, sin saber de mí ni de mis derechos, intentaron entrar en este valle.

  La existencia de este lugar ha sido conocida durante mucho tiempo, por supuesto, pero nadie excepto yo y quienes me ayudan sabe su naturaleza, todo lo que contiene, todo lo que se está haciendo en él. Y no

  Ras no comprendió gran parte de lo que había leído. Había bastantes palabras cuyos significados desconocía: Africa, malaria, bilarziasis, privaciones, venéreas, Johannesburgo, detectives, y muchas más. Si el diccionario de la cabaña del lago no hubiera ardido junto con la cabaña, Quizás hubiera podido encontrar los significados de aquellas palabras. Quizás Yusufu los conociera..., si es que Yusufu seguía vivo y podía encontrarle.

  Ras dobló las dos hojas de papel y las guardó en la bolsa junto con la primera hoja que había encontrado. Después metió la bolsa en un agujero del tronco, justo encima de la rama, y tapó el agujero con brotes y ramas. Volvió al río, en un punto cercano al extremo sur de la empalizada que había en la península. Las plataformas que dominaban las puertas estaban vacías, sin ningún centinela. Los tambores redoblaban dentro de la aldea, dominados por el rugido del gran tambor toro, y se oía el tintineo de las calabazas secas. Ras se situó en un árbol cercano a la orilla, al sur de la aldea. Desde allí podía ver cuanto sucedía dentro de la empalizada.

  Los cadáveres y
la cabeza de Gubado seguían en el centro del poblado. En un extremo de la hilera había un cuerpo que no había estado allí la noche antes. Su gran obesidad hacía que resultara fácil identificarlo como el cadáver de Tibaso. La herida del muslo debía haber terminado causándole la muerte, a menos que fuera Bigagi quien le hubiera matado, aunque no le parecía demasiado probable. Toda la población de la aldea estaba congregada ante el trono del jefe, en el cual estaba sentado Bigagi. Wuwufa, el rostro y los hombros ocultos por una torre cónica de madera y paja, estaba bailando ante la multitud. En su mano sostenía un matamoscas hecho con la cola de un búfalo de agua y lo iba agitando arriba y abajo, blandiéndolo ante la multitud, deteniéndose de vez en cuando para agazaparse y ladear la cabeza igual que si estuviera escuchando algo.

  Pasó cierto tiempo antes de que Ras entendiera lo que estaba ocurriendo. El silencio de la multitud, sus posturas de estar esperando algo, y sus ojos clavados en Wuwufa, así como su obvio temor y el matamoscas, acabaron dándole la clave. Aunque nunca lo había visto, había oído descripciones de esto en labios de Wilida. Wuwufa estaba intentando oler el rastro de quien había causado la desgracia. Los wantso habían sufrido una catástrofe. La mitad de los varones adultos habían muerto; un gran mal había caído sobre ellos. Alguien era responsable de aquello, y ese alguien tenía que ser encontrado por su olor antes de que pudiera hacerles más daño.

  Todos eran malvados, tanto los hombres como las mujeres y los niños, pero había alguien más malvado que los demás, y ese alguien había causado las muertes ocurridas entre los wantso. Había que atrapar a ese alguien antes de que otro mal distinto pudiera atacarles y morderles, igual que una serpiente. Wuwufa se agitaba y pataleaba ante la multitud, sacudiendo el rabo del búfalo. Fue bailoteando a lo largo de la primera fila de hombres y mujeres, agitando el rabo delante de sus caras, y todos se encogieron y dieron un paso hacia atrás. Wuwufa fue recorriendo las filas de los wantso, trayendo el horror con él y dejando el alivio a su paso. Fue moviéndose por entre las hileras sin tocar a nadie con el rabo de búfalo y luego se agachó, pateó el suelo y se inclinó hacia un lado y a otro mientras iba hacia Bigagi, Thiliza, Favina y Wilida.

 

‹ Prev