Lord Tyger
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—Debió verme—dijo Ras—. Yo no le vi. Y tampoco vi ninguna lanza.
—Si te hubiera acertado de lleno habría atravesado el hueso hasta tu cerebro—dijo Eeva—. Pero venía en ángulo y rebotó en tu cabeza. Casi me acierta a mí, me pasó unos dos o tres centímetros por encima del hombro. Cayó al agua. No pude cogerla.
—¿Dónde estamos ahora?—dijo Ras.
Después de haber quedado inconsciente y sangrando en abundancia—tenía el cuerpo cubierto de sangre, y había sangre por toda la proa de la embarcación—, Eeva hizo girar la canoa y se dirigió hacia el sur. El fuego se estaba extendiendo; no sabía en qué‚ momento podía aparecer Gilluk y habría estado casi indefensa ante él, por lo que huyó tan rápidamente como pudo, mirando frecuentemente hacia atrás. Pero Gilluk no apareció. Eeva remó tan deprisa como pudo, bañada por la brillante claridad lunar, y dejó atrás la isla situada ante la ciudad de los Sharrikt, llegando a un punto situado unos cuatro kilómetros hacia el sur. Ahora estaban fuera del lago, en la orilla izquierda del río, lo bastante tierra adentro como para quedar escondidos a los ojos de cualquiera que estuviera en el río o en el aire.
Ras volvió a tenderse y lanzó un gemido. Estaba muy débil. Pero pese al dolor de su cabeza sentía un poco de hambre.
Eeva agitó la mano ante su cabeza para asustar a una mosca.
—¿Dónde está la canoa?—preguntó Ras.
—Debajo de un árbol, aquí mismo. Me costó bastante arrastrarte hasta aquí y traerla. Y, además, tenía que borrar las huellas. Fue un trabajo bastante duro, y yo estaba muy asustada. Oí el rugido de un leopardo en algún sitio, cerca de aquí.
Ras sabía que Eeva le estaba contando todo aquello porque deseaba oírle decir lo bien que se había portado. Ras se lo dijo, y Eeva sonrió y le cogió la mano. 9
—Estoy terriblemente desanimada—dijo—. Y me siento tan cansada! Además, estaba muy preocupada por ti. Si hubieras muerto...
No hacía falta que terminara la frase. Y, además, se había echado a llorar.
Ras esperó hasta que ella hubo terminado de llorar y le apretó la mano.
—Tan pronto como pueda meterme dentro algo de comida estar‚ lo bastante fuerte para remar—dijo—, y después podremos volver hacia el norte.
Entonces oyeron un sonido chasqueante, débil al principio, después tan fuerte que parecía estar directamente encima de ellos. Se tendieron de espaldas bajo un arbusto y miraron hacia arriba, atisbando el azul del cielo por entre el verdor de las hojas. No llegaron a ver al helicóptero en ningún momento, pero sabían que debía estar cerca. Después de que pasara un minuto el rugido fue disminuyendo y acabó desvaneciéndose hacia el sur.
—Tendremos que esperar hasta la noche antes de intentar llegar al pantano—dijo Ras—. Pero aquí podemos cazar algo; la jungla es tan densa que nos ocultar.
Eeva no pareció animarse mucho al oírle. Estaba pálida y delgada, y todo su cuerpo se estremecía debido a los nervios y el frío de la noche, que aún no había cedido ante el sol.
La expresión de Eeva le indicó a Ras que no deseaba que la dejara sola, pero ella no dijo nada al respecto. Sabía que necesitaban conseguir comida, y que Ras tenía más posibilidades de obtener algún tipo de alimento que ella. Incluso en su estado actual, Ras podía desenvolverse mucho mejor que ella en este mundo..., su mundo.
Ras le dijo que buscara insectos, roedores y pequeñas serpientes o cualquier cosa que resultara comestible debajo de las rocas y los troncos caídos. Eeva necesitaba tener alguna ocupación mientras Ras estaba fuera y, aparte de eso, Ras le advirtió de que no debía considerar esa tarea como una simple forma de matar el tiempo. Era muy posible que a su regreso fuera ella quien hubiese encontrado la mayor cantidad de comida. Eeva se estremeció y dijo que, siendo antropóloga, había comido algunas cosas repugnantes, pero que no le habían gustado. Sin embargo, ahora tenía tanta hambre que casi estaba dispuesta a disfrutar comiendo escarabajos y gusanos, sin cocinar y vivos..., casi. Se quedó debajo de un árbol y le vio alejarse. Ras miró una sola vez hacia atrás, y en esa única ojeada captó todo su ser: el cabello revuelto, amarillo y sucio, el rostro manchado con los ojos que parecían más grandes debido a los arcos que la fatiga había pintado debajo de ellos, el torso casi desnudo y despellejado, los pantalones medio rotos a través de los que asomaba un poco de piel blanca, un poco de piel quemada por el sol y otro poco de piel cubierta de tierra, así como el aura de soledad y dependencia de él que la rodeaba.
Después asustó a las moscas que intentaban posarse en la herida de su cabeza y se internó en el laberinto verde. Pero no durante mucho tiempo. Cuando apenas llevaba unos minutos comprendió dentro de él que en este lugar no conseguiría capturar ninguna presa a no ser por casualidad. Ahora no tenía ni las fuerzas ni la paciencia necesarias para andar buscando durante largo tiempo y, una vez que hubiera encontrado algo, para esperar, acercarse cautelosamente y lanzarse él mismo o su cuchillo en el último segundo. Intentó conseguir que algunos monos curiosos se aproximaran lo bastante como para arrojarles el cuchillo, pero los monos se negaron a dejarse atraer, pese a que Ras hizo toda clase de extravagancias y piruetas para conseguir que se acercaran.
Volvió hacia el río a través‚s de la jungla, y en una ocasión se detuvo unos instantes para identificar un ruido extraño. Se dio cuenta de que era Eeva, moviéndose por entre la espesura, cerca del punto donde la había dejado. Siguió avanzando, y acabó acuclillándose detrás de un arbusto y contemplando el barro de la orilla del río, que bajaba en una suave pendiente hacia las aguas. De no ser porque la temporada ya había terminado, habría ido a buscar algunos huevos de cocodrilo enterrados en el fango.
El único ser vivo que podía ver era un martín pescador posado en la rama de un árbol de la orilla opuesta, cerca del agua.
—¡Oh, mamago, mamago, mamago! —dijo Ras, en voz baja y suave. Era la palabra wantso para designar al cocodrilo, y Ras tenía la esperanza de que el martín pescador abandonara su rama para dirigirse hacia las carnosas orejas de uno de esos animales, llevándole hasta quien había emitido la llamada. Pero cuando hubo pasado media hora y no apareció saurio alguno empezó a utilizar la palabra sharrikt. Éste era territorio sharrikt, y era de suponer que los cocodrilos responderían mejor a un lenguaje familiar—. ¡Tishshush! ¡Tishshush! ¡Tishshush!—dijo entonces. Pasado un rato, abandonó su escondite y se acercó al agua. Metió la mano en ella, cogió un poco y la derramó sobre la herida de su cabeza. Cuando hubo conseguido que la sangre volviera a fluir, inclinó su cabeza hacia el agua y dejó caer unas gotas de sangre en ella. La sangre se disolvió rápidamente, pero Ras sabía que estaba siendo llevada corriente abajo, y que incluso diluida de esa forma sería lo bastante fuerte como para no pasar desapercibida a la nariz de ningún cocodrilo en un radio de un kilómetro o quizá todavía más. Después de unos cuantos minutos alzó su cabeza y dejó que el sol le secara el cabello y la herida. Las moscas zumbaban alrededor de su cabeza igual que si estuviera muerto o agonizando y, cuando descubrieron que Ras no intentaba asustarlas, se posaron en la herida como si Ras fuera un cadáver. Se tendió de bruces con la cabeza ladeada para poder ver corriente abajo, y su mano derecha mantuvo apretado el cuchillo junto a su muslo derecho. Los aguijonazos de las moscas en la carne herida estaban empezando a parecerle insoportables, y ya pensaba
en rendirse cuando vio que el agua del recodo se hinchaba empujada por una masa marrón, hendiéndose y deslizándose en dos direcciones distintas. Primero vio los dos agujeros del hocico, como dos órbitas vacías, y luego vinieron los nudos de hueso, como dos agujeros a los que les faltaban los ojos, con un gran espacio entre ellos, y un instante después Ras no pudo ver más que la roma silueta de aquel hocico, casi cuadrado, que hendía el agua viniendo directamente hacia él.
Ras lo observó por entre sus párpados a medio cerrar y, conociendo bien a los cocodrilos, no se sorprendió cuando el cocodrilo se esfumó repentinamente, igual que si se hubiera disuelto en el agua. Si la inteligencia era un firmamento y el cráneo de un hombre albergaba muchas estrellas, el cr
áneo de un cocodrilo era una bóveda oscura y opaca que contenía tan sólo unas pocas y minúsculas estrellas que ardían con una fría llama. Pero había las suficientes como para arrojar cierta luz, y el cocodrilo no era lo bastante estúpido como para lanzarse en línea recta sobre lo que parecía un cadáver tendido en la orilla. Se acercaría cautelosamente, por debajo del agua, emergiendo de repente en un lugar tan próximo al humano que éste sería cogido por sorpresa incluso si estaba haciéndose el muerto, y muy pronto dejaría de estar fingiendo. O eso le pareció a Ras.
Cambió de posición lo suficiente como para poder ver al cocodrilo cuando emergiera del agua, sabiendo que si no podía verlo en las aguas amarronadas en aquellos momentos el cocodrilo tampoco podría verlo a él. Por eso no se sobresaltó cuando el agua empezó a hervir a un par de metros, convirtiéndose en un surtidor y saliendo disparada en dos columnas que se deslizaron por la cabeza y la espalda del cocodrilo. No se movió hasta que el largo hocico y los numerosos dientes se encontraron a menos de un metro de él. Los dientes avanzaban con rapidez; el viejo Mamago parecía tan lento como la manteca en una fría mañana de invierno, pero no era tan lento cuando su cuerpo estaba caliente, y en aquel momento el sol brillaba con fuerza. El cocodrilo salió del agua como si el río rechazara repentinamente una parte enferma de su ser, como si estuviera vomitando algo aborrecible y repugnante. Por entre la rendija de sus
párpados Ras vio el marrón oscuro de su joroba asomar por entre el marrón más claro de las aguas. Después vino el grito del cocodrilo y, casi al mismo tiempo, una sombra cayó sobre él. Siguiendo la cola de esa sombra venía la masa principal del reptil. El agua desplazada por el animal cayó con un frío chapoteo sobre su brazo y su cabeza. Las fauces, que habían estado a unos pocos centímetros por encima
de él, fueron bajando a medida que el animal las hundía en el fango con la intención de colocarlas de tal forma que pudiera pillar el brazo o el hombro de Ras entre sus mandíbulas.
Y entonces Ras se movió. Rodó sobre sí mismo, muy poco; las mandíbulas se cerraron con un tintineo casi metálico. El ojo izquierdo estaba al mismo nivel que la cabeza de Ras, su ojo carente de párpados, hendido por una pupila tan fría como la carne del vientre de un pez, pasó junto a él. Volvió a rodar sobre sí mismo, ahora hacia el cocodrilo, porque no tenía intención alguna de permitir que la cola le rompiera los huesos. La pata de cinco dedos siseó al pasar junto a su nariz y se hundió en el barro, levantando un surtidor que llegó hasta el mentón de Ras. El cocodrilo volvió a gritar mientras empezaba a dar la vuelta, apartándose de él, y un instante después se lanzó a la carga. Sus movimientos de serpiente quizás hubieran sido diseñados para actuar como un freno pero, fuera cual fuese la razón para esas contorsiones, el cocodrilo avanzó rápidamente por el barro, cavando un surco con su cuerpo y otros cuatro surcos, más pequeños, con las dos patas de cada lado.
Mientras las patas delanteras seguían avanzando, Ras continuó con su giro y adelantó su brazo derecho, el que sostenía el cuchillo, pasándolo por encima de la espalda del animal. Clavó el cuchillo, y un instante después se vio arrastrado hacia delante. Su otro brazo subió rápidamente y se colocó allí donde se unían la pata y el cuerpo. Aquella presa le permitió izarse hasta el punto en que podía pasar su pierna derecha por encima del cocodrilo. A esas alturas, el cocodrilo ya había conseguido detener su avance.
Era posible que el animal no supiera dónde había ido a parar aquella carne-muerta-que-había-vuelto-a-la-vida, pero Ras no lo creía así. Aunque el cuero de la parte superior de un cocodrilo parece tan muerto e insensible como una armadura, tiene que ser capaz de percibir la presión. Pero era posible que la bestia no hubiera sentido que Ras estaba encima suyo porque, sencillamente, su cerebro no era capaz de concebir tal idea.
Fuera cual fuese la razón de su inmovilidad, el cocodrilo se quedó quieto durante lo que quizá fueran unos treinta segundos. Ras esperó igual que una mosca que acaba de posarse sobre una herida reciente pero que aguarda recibir el golpe de la mano. En esos momentos esperaba cualquier cosa, incluido un esfuerzo del cocodrilo por rodar sobre su espalda y aplastarle. Y lo que ocurriera entonces era asunto del azar o de la conducta establecida anteriormente por el animal, aunque quizá esa conducta no tuviera nada que ver en ello, pues para el cocodrilo aquella situación resultaba bastante nueva.
Y para Ras también lo era, pues sabía que deseaba lograr que la bestia se tendiera sobre su espalda para clavarle el cuchillo en la relativa blandura del vientre, pero por el momento no tenía ni idea de cómo iba a conseguirlo.
Ras podía oír su propia respiración, un débil jadeo, y el potente gruñir del cocodrilo, así como el yayaya del martín pescador, convertido ahora en un manchón azul oscuro recortado contra el azul claro del cielo, subiendo en una aguda tangente como una piedra disparada desde la honda del terror. Después oyó el chasquido de las alas, el ruido que podría haber oído hacía mucho tiempo de no ser por el estrépito que armaban el cocodrilo y el martín pescador.
El helicóptero apareció por el recodo del río con un rugido y un destello de sol. El cocodrilo gritó, alzándose sobre sus patas, y, no teniendo que tomar ya ninguna decisión, se dio la vuelta y corrió hacia el agua. Ras se aferró a él por razones que sólo después sería capaz de analizar. Podría haberse dejado caer, levantándose de un salto y corriendo hacia la espesura, pero entonces era casi seguro que los hombres del helicóptero le hubieran visto. Si permanecía sobre el lomo del animal quizá no le vieran. O, si le veían, quizá no dieran crédito a sus ojos. Los hombres de la máquina pensarían que se habían equivocado, que el sol les había gastado una broma. ¿Qué podía estar haciendo un hombre montado en el lomo de un cocodrilo?
Y el hambre y la terquedad de Ras eran aún más fuertes que todos aquellos factores. Si dejaba que el cocodrilo se le escapara no volvería, y tanto él como Eeva necesitaban comer.
El cocodrilo entró en el agua con una sacudida y un chapoteo que casi lograron hacerle caer, tanta era su fuerza. Se metió bajo la superficie del río y empezó a sumergirse sin perder ni un momento, pero, justo antes de que las aguas cayeran sobre su cabeza, Ras vio cómo la máquina se lanzaba hacia él. Y un instante después se encontró sujetándose al reptil como si ‚éste fuera el mejor de todos los camaradas, con un brazo alrededor de su cuello. Esta situación duró quizá unos diez segundos, después de los cuales Ras se deslizó por su cuerpo hasta el vientre y empezó a hundir su cuchillo en él. No era fácil, porque el agua suavizaba los golpes; tenía que vencer la resistencia del líquido y de aquel cuero parecido a una coraza. Pero el cuchillo logró entrar, una y otra vez, y la bestia empezó a girar sobre sí misma en un esfuerzo por librarse de él. Y acabó consiguiéndolo: pese a sus frenéticos intentos, Ras no logró seguir sujetándose a él, y se encontró a la deriva en un agua ennegrecida por la ausencia del sol y la sangre que brotaba de un reptil agonizante.
No creía las historias contadas por los wantso acerca de que el cocodrilo era capaz de oler a su presa por debajo del agua, pero sí debía ser capaz de oír debajo de ella, y por esa razón Ras empezó a nadar lentamente, no alejándose de la bestia, aunque no tenía forma alguna de saber en qué‚ dirección iba, sino hacia donde esperaba que se encontraría ésta. El temor estaba bastante cerca de él pero no había logrado tocarle, y el pánico se encontraba todavía más lejano. Estaba irritado porque había perdido su alimento, y no tenía intención de permitir que se le escapara. Sin embargo, tenía la sensación de que la bestia se le estaba aproximando por detrás o pensaba emerger de la negrura que tenía debajo o, quizá , incluso de la oscuridad que había sobre él. Tuvo que contenerse para no empezar a dar vueltas sobre sí mismo, con un brazo extendido igual que una antena para detectar al cocodrilo o, por lo menos, para percibir el movimiento del agua desplazada por su cuerpo. Seis brazadas, y las yemas de los dedos de su mano izquierda tocaron la rugosa piel de su flanco. Interrumpió la brazada para hacer que su mano volviera a sentir ese contacto, pero nada se opuso al avance de sus dedos. El animal se había ido a la derecha o a la izquie
rda, arriba o abajo. Un barrido a su alrededor y un desplazamiento hacia arriba o hacia abajo (no sabía muy bien cuál de las dos cosas) no consiguieron hacerle tocar más que agua.
Estaba empezando a necesitar aire. Unas cuantas brazadas más, y sintió dolor en los oídos; se dio la vuelta y avanzó en lo que esperaba resultara la dirección opuesta. Bastaría con una ligera inclinación y no estará situado directamente en ángulo recto con el fondo del río para que no tardara en ahogarse.
Tenía la impresión de que necesitaba respirar y, por lo tanto, morir, cuando vio cómo la negrura se iba volviendo de color marrón. Unas brazadas y unas pocas patadas más le hicieron pasar del marrón al amarillo y después a la blancura del sol, el brillante azul del cielo
y el áspero verdor de los árboles sobre el fango marrón amarillento, con una nube entre rojiza y marrón apareciendo lentamente en la superficie desde aquel mundo negro de las profundidades. El helicóptero había desaparecido detrás del recodo, y el ruido de sus alas se estaba haciendo más débil. El martín pescador se encontraba posado en una rama unos treinta metros río arriba, chillando indignado. El río olía a pescado, a reptil y a barro arcilloso, y bajo esos olores había el débil olor de la madera muerta y las hojas empapadas por el agua. Y había otro olor, apenas perceptible, el fantasma de una vaharada pestilente: olor a sangre de reptil y a excrementos de pájaro flotando sobre el agua. Aunque nadie le había hablado de ello, Ras siempre había pensado que los pájaros y los reptiles tenían algún tipo de relación muy estrecha. El monstruoso cocodrilo con su pesada armadura y el ágil martín pescador de hermosas plumas eran primos, y podían reclamar como abuelo común a alguna criatura de cuerpo rechoncho y sangre fría que había vivido en los días inmediatamente posteriores a la Creación. Ahora Ras estaba más seguro que nunca de aquella relación. Los excrementos de pájaro no podían pertenecer sólo al pájaro; pertenecían al cocodrilo por lo menos tanto como su sangre. Pero también eran del pájaro.