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The Case of the Three Kings / El caso de los Reyes Magos

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by Alidis Vicente

III. Vigilar

  A. Entrar en modo detective y quedarme despierta toda la noche.

  B. Atrapar a los culpables.

  C. Llamarlos para una entrevista.

  IV. Revelar a los “reyes”

  A. Demostrarles a todos lo fabulosamente inteligente que eres.

  B. Haz que la Navidad sea el día festivo principal para que no te pierdas clases el próximo año.

  C. Jamás te quedes en un lugar sin aire acondicionado en Puerto Rico.

  Fui al primer piso a hablar con mis padres durante el desayuno. Todo el pensar e investigar me había abierto el apetito. La Bruja ya había empezado a comer, pero no se veía tan contenta como cuando pensó que iríamos a París. Me encantaría comprarle un boleto sin regreso a Puerto Rico. Me senté a la mesa, y mi mamá me sirvió waffles. Le pedí una taza extra grande de chocolate caliente. Necesitaba el azúcar.

  —¿Tienen preguntas sobre nuestro viaje, hijas? —preguntó mi padre. Era típico que hiciera preguntas para las que ya tenía respuestas. ¡Por supuesto que las teníamos!

  —Sí, me gustaría que me explicaras exactamente qué sucede el Día de Reyes —dije.

  Tomé un sorbo de mi chocolate caliente. Por poco me quemo toda la lengua. ¿Estaba mi madre tratando de distraerme con un plan maestro que involucrara chamuscar mis papilas gustativas? Esa pregunta tendría que esperar para otro día. Me quedé viendo a mi padre, esperaba una respuesta.

  —Bueno, es un día festivo muy importante en Puerto Rico y muchos países latinoamericanos. Los niños ponen grama en cajas, y . . .

  —Sí, sí, sí, leí todo sobre eso. Quiero saber exactamente qué sucede —demandé.

  Mis padres se vieron el uno al otro un momento. Me escondían algo. Me lo podía oler.

  —No esperan que crea que los camellos vuelan por todo el mundo con los Reyes Magos en el lomo, comiendo grama y entregando regalos, ¿verdad? ¡Los camellos son unos de los animales más lentos del mundo! No podrían hacer eso. Además, ¡ni hay camellos en Puerto Rico! —exclamé.

  Intenté mantener mi profesionalismo mientras interrogaba a mis padres, pero los waffles de coquito de mi mamá me estaban tentando con su aroma. No podía resistir la tentación. Empecé a meterlos en mi boca mientras esperaba una explicación.

  —Los niños de todo el mundo, inclusive tú, han creído en un hombre que viaja en un trineo jalado por renos voladores por mucho tiempo. Si puedes creer en eso, ¿por qué no puedes creer en esto? —dijo mi madre.

  Era buena. Siempre le daba vuelta a mis preguntas. La peor parte era que esta vez, tenía razón. Fingí que tenía la boca demasiado llena como para decir algo inteligente.

  Después de unos minutos, pude responder. —¿Así es que estos Reyes Magos sólo visitan a los niños en ciertas partes del mundo? ¿Qué tal el resto de la tierra? ¿Dónde han estado toda mi vida?

  —Visitan a los que creen en ellos —respondió mi madre—. Y no me parece que tú creas.

  Sorbé del chocolate caliente otra vez. Se había enfriado un poco desde el último sorbo —peor, mi lengua aún estaba poco adormecida.

  —¿Esto se trata de regalos, verdad? No quieres que recibamos más regalos, por eso nos has negado este día festivo. Espero que esos reyes traigan camellos extras porque me deben diez años de regalos.

  La Bruja decidió entrar en la conversación. Nos había estado ignorando hasta ahora mientras comía y subía fotos de su boleto de avión al Internet para que sus amigos las vieran. —Flaca, ¿por qué eres tan fastidiosa? ¿A quién le importa lo que pase? Lo único que te debe preocupar es el broncearte. Aparte de las pecas, eres prácticamente invisible en la nieve.

  —Tienes razón. Soy muy blanca. La próxima vez que estemos afuera usaré mi invisibilidad para lanzarte la nieve amarilla que hace el perro.

  —Ya, ¡basta! ¡Dejen de pelear! —dijo mi papá. Siempre trataba de mantener la paz—. Vamos a tomarnos estas vacaciones, y todos tienen que sacarle provecho. El Día de Reyes es más que regalos y camellos. Es parte de la cultura y tradición de mi familia, y este año lo compartiremos con nuestra familia en Puerto Rico.

  ¿Cultura y tradición? Ya tenía suficiente de eso cuando mi mamá veía las telenovelas en español o me hacía comer las doce uvas en la noche del Año Nuevo.

  CAPÍTULO 3

  La Isla del Encanto

  Una semana después, me encontré bajando por el pasillo de la puerta de embarque en el aeropuerto mientras miraba fijamente un avión que bien podría llevarme con seguridad a mi destino o dejarme en otro lugar peligroso. Vi con detenimiento el exterior del avión un momento y puse mi mano en el metal frío antes de respirar profundo y entrar. El capitán del avión estaba parado en la entrada con una aeromoza.

  —¡Buenos días! Bienvenida a bordo —dijo la aeromoza.

  Estaba demasiado alegre para mi gusto y no era la persona con quien yo quería hablar.

  Vi al capitán y le pregunté —¿Ha volado este avión hoy?

  Inclinó la cabeza y me vio en silencio por un momento. La aeromoza le dio una mirada confusa.

  —¿Por qué lo preguntas? —dijo el capitán.

  Ay. ¿Por qué no me daba una respuesta simple? La gente siempre me responde las preguntas con preguntas. Me vuelve loca.

  —Bueno, si el avión ya voló hoy y ha ido y vuelto sin problemas, entonces es probable que me lleve sin dificultad a mi destino —dije.

  Mi mamá me puso el brazo sobre los hombros e intentó empujarme, pero me quité su brazo de encima y no caminé. —Discúlpenla. Tiene un poco de miedo de volar —susurró.

  —¡No tengo miedo! —protesté—. Necesito saber, eso es todo, por razones de seguridad.

  El capitán asintió y sonrió. —Nadie me había hecho esa pregunta antes. Piensas de manera inteligente. Buen punto. Y, sí, el avión ya voló hoy.

  —Gracias —dije—. Ah, asegúrese de no quedarse dormido.

  —Lo haré —dijo el capitán. Me giñó el ojo, la aeromoza nos mostró nuestros asientos.

  Me senté en la fila 14, en el asiento C. La Bruja insistió en sentarse en el asiento de la ventanilla, y por primera veces, no le discutí. No quería tener nada que ver con la ventanilla de un avión. Mi madre se sentó entre las dos, y mi padre se sentó en la misma fila al otro lado del pasillo. Me apreté el cinturón y repasé la lista de cosas que tenía que empacar para asegurarme que no había olvidado algo.

  DEBO LLEVAR:

  • Gafas de sol

  • Pava

  • Espejuelos del Abuelo

  • Muchos shorts y muchas playeras

  • Repelente para mosquitos

  • Artículos de detective

  • 10 tubos de protector solar (aplicar cada 90 minutos por cinco días)

  • Libros sobre “Cómo sobrevivir en la naturaleza”

  Sí, lo tenía todo. Cuando terminé de repasar mi lista, las aeromozas empezaron a darnos las instrucciones de seguridad. Las observé con detenimiento y seguí sus instrucciones con la guía en el bolsillo detrás del asiento enfrente de mí. Localicé cada salida de mi plan, los chalecos salvavidas y las máscaras de oxígeno. Mientras tomaba todos estas medidas preventivas, me fijé que nadie más en el avión estaba poniendo atención a las aeromozas. Los hombres estaban leyendo o durmiendo. Los jóvenes se entretenían con algún tipo de dispositivo electrónico. Las mamás estaban ocupadas tratando de mantener a los bebés callados. ¡¿Cómo sabría alguien qué hacer en caso de una emergencia?! Bueno, por lo menos yo sabría qué hacer. Toda mi ruta de escape estaba planeada. Sería la primera en correr por el pasillo lista para deslizarme por el tobogán inflable al lado del avión si era necesario.

  El avión se elevó un poco después, y sentí que mi estómago chocó contra mi cerebro. Mis manos se agarraron del asiento, y mi cabeza se quedó pegada en el respaldo. Enfoqué la vista en el anuncio de salida enfrente de mí, y en las caras de las aeromozas que estaban trabajando mientras caminaban por el pasillo. Si lucían alegres, entonces todo estaba bien. Y yo sabía cómo leer las expresiones faciales por mi trabajo como detective, así es que p
odía saber que no fingían estar alegres. Me quedé en esa posición durante casi cuatro horas sin moverme hasta que las llantas del avión finalmente tocaron el suelo de la pista de aterrizaje en San Juan, Puerto Rico. En cuanto se detuvo el avión, algo raro pasó. Todos en el avión empezaron a aplaudir, y me uní a ellos. Probablemente aplaudí más fuerte que todos. Habíamos llegado . . . ¡en una pieza! Válgame, ¡me salvé!

  —Bienvenidos a San Juan, Puerto Rico —dijo el capitán por la bocina—. La temperatura afuera está en los 86 grados Fahrenheit con cielos parcialmente nublados. Mi equipo y yo les agradecemos por volar con nosotros hoy. Qué tengan una magnífica estadía en la Isla del Encanto.

  No tenía idea por qué este lugar se llamaba la Isla del Encanto, pero estaba segura que no me encantaría mucho ni caería bajo ningún hechizo. Tenía que investigar a unos reyes magos.

  Esperamos una eternidad para recibir nuestro equipaje con los pasajeros de distintos vuelos. Todos estábamos parados alrededor de la cinta transportadora de equipaje codeándonos para tener espacio y sacar nuestras cosas. Cuando sacamos nuestras maletas, yo abrí la mía inmediatamente. Tenía que asegurarme de que todos mis artículos de detective y materiales confidenciales estaban en orden —no fuera que alguien hubiera tomado mis cosas. Todo estaba exactamente como lo dejé.

  No fue hasta que subimos nuestro equipaje en el carro alquilado en el aeropuerto que pregunté a qué hora estaríamos en la casa de Mamita.

  —Ah, qué bueno que lo mencionas . . . —respondió mi padre—. Les recomiendo que tomen una siesta. Estaremos allá en dos horas y media.

  —¡¿Qué!? —exclamé. Acababa de pasar por un tortuoso y peligroso vuelo de cuatro horas y ahora querían que me sentara al lado de mi hermana en un carrito pequeñito por más de dos horas. Las cosas no podían estar peor. Pero pronto me daría cuenta que sí.

  —No está tan mal, Flaca. Mira a tu alrededor. Disfruta del paisaje. Es un viaje muy lindo —dijo mi mamá.

  Miré a mi alrededor como dijo. Absorbí el paisaje. Manchas de sudor se estaban formando debajo de mis axilas. El calor me daba bofetadas en la cara como una cobija caliente de la que no podía escapar. Y por lo que había dicho la Bruja sabía que no había aire acondicionado adonde íbamos. Mis padres dijeron que yo ya había estado en la casa de Mamita cuando era más pequeña, pero no recordaba nada ni a nadie. Iba a una tierra extraña y estaba completamente insegura de lo que enfrentaría o dónde me quedaría. Durante el largo viaje en auto, podría hablar con la Bruja y preguntarle más sobre la casa de Mamita, pero no confiaba en la información que diera. Me subí al carro, me puse la pava sobre los ojos con esperas que llegáramos pronto.

  Después de dos largas y terribles horas, mi padre dijo —Nenas, ya casi llegamos. Sólo falta subir.

  Miré por la ventanilla y vi montañas por todos lados. Había una montaña especialmente grande enfrente de nosotros.

  —¿Subir adónde? —pregunté.

  La Bruja empujó mi cara contra la ventanilla. —Allá. —Señaló la cima de la montaña y me dio una mirada malévola.

  No estaba bromeando. Mi padre empezó a subir por la montaña con su carro. Entre más alto subíamos, más sinuosa la carretera. Sentí que me empezaba a marear y bajé la ventanilla para tomar aire. Pero el viento estaba demasiado caliente, así es que me hice aire con la pava. El camino se estaba estrechando más y más. Nuestro carro apenas si cabía. Mi papá empezó a dar bocinazos.

  —¿Por qué el bocinazo? No hay nadie enfrente de ti —dije.

  —No lo estoy haciendo por la gente enfrente de mí. Es por la gente que está bajando de la montaña para que sepan que voy subiendo. No nos verán por las curvas.

  —Espera, ¿qué? ¿Este camino es para dos carros? Pero no vamos a caber. Vamos a chocar y caer por la . . .

  —Orilla —dijo la Bruja.

  Me asomé por la ventanilla. No había nada al otro lado, justo como en el avión. No había barandilla protectora en la carretera, ni casas, ni edificios. Sólo acantilados. Escondí la cara en medio del asiento trasero y me cubrí la cabeza con la pava otra vez.

  —No te preocupes, Flaca. Llegamos en unos minutos —dijo mi mamá.

  Aguanté la respiración todo el camino hasta la casa de Mamita y me dije que cuando volviéramos al aeropuerto, bajaría la montaña con una venda en los ojos.

  Cuando finalmente llegábamos, mi padre entró por un camino de tierra. Todos nos saludaban en el camino. Mi padre tocó la bocina y saludó. La gente caminaba tranquilamente, sin ninguna prisa.

  —¿Conoces a esa gente? —pregunté.

  —A algunos. Pero si están en esta calle probablemente son nuestros parientes. Toda esta tierra es de nuestra familia —dijo mi padre.

  Las casas eran diferentes de las que yo acostumbraba ver. Eran coloridas. Como de color china, rosado y morado. Y estaban echas de cemento, muchas con techos de zinc. Las ventanas no se abrían como en las casas en donde yo vivía. Tenían telas metálicas y postigos en las ventanas que se abrían hacia arriba. Qué raro. La ropa se colgaba a secar en los tendederos. Nunca había visto algo así, excepto en las películas antiguas. También había niños persiguiendo perros y gallinas en la calle. Algunos no llevaban zapatos. La tierra seguramente estaba hirviendo de calor. ¿Cómo es que no se quemaban los pies? Eso era algo que valía la pena investigar.

  El carro alquilado llegó a una casa blanca de cemento. Detrás de ella había otras dos casas. Había árboles, gallinas en todo derredor y, al final de un pastizal, vacas. Había una persona asomándose por una ventana de la casa blanca. No podía distinguir su cara, sólo un par de ojos que no nos veían a nosotros. Veían a través de nosotros, al terreno.

  Bajamos del carro con nuestras cosas y caminamos hacia la puerta trasera para entrar a la casa. Otra vez, no había barandilla. ¿Qué le pasaba a esta gente? Precipicios en picada y escaleras peligrosas. ¡El índice de accidentes tenía que estar por encima de los techos!

  Mamita estaba sentada en su mecedora. Su cabello era blanco y cortado al estilo del corte de un niño. Toda su piel colgaba. Mucho. Dobleces y más dobleces de piel curtida y colgante. Me pregunté si se sabría su edad si le contara los dobleces, tú sabes, como los anillos dentro del tronco de un árbol. Nadie sabía su edad exacta, pero pensé que tendría casi 100. Tenía los ojos súper azules como ninguna otra persona en mi familia. Y cuando sonreía, tenía unos dientes perfectamente blancos y cuadrados. Sabía que no eran de verdad. Probablemente eran como la dentadura de mi abuelo en casa. Mamita se levantó de la mecedora y tomó su bastón. Podría ser una anciana, pero tenía mucha energía.

  Todos nos abrazamos y todos empezaron a hablar en español. Ahora es el momento adecuado para contarte que no hablo un montón de español. Entiendo todo, pero a veces es difícil conversar, especialmente cuando todos están hablando a 100 millas por hora. Así es que, debes saber que el resto de las conversaciones de estas vacaciones se hicieron en español.

  —Mira a mi Flaca —dijo Mamita. Me vio de arriba abajo y me miró fijamente.

  No estaba segura si eso era bueno o malo. Sentí como que podía ver a través de mi piel. Qué estaría pensando, sintiendo. Me inquietaba.

  Nos encaminó a la recámara. Tenía un ventilador alto, dos cómodas y dos camas. La parte más rara es que las camas estaban cubiertas con mallas. Por supuesto que sabía para qué las necesitaban.

  —¿Qué es eso? —dije, señalando las mallas.

  Mamita se rio. —Mosquiteros —dijo.

  —¿Qué es un mosquitero?

  —Es una malla que se cuelga por encima de la cama para que no te piquen los mosquitos —dijo mi mamá.

  Ya, qué maravilla. La plaga de mosquitos en esta isla era tan grave que necesitábamos una malla para protegernos de ellos durante la noche. O tal vez era para hacerte quedar en cama y que no anduvieras fisgoneando en la noche antes del Día de Reyes. ¿Y el ventilador? ¿De qué iba a servirme un ventilador sino para soplarme aire caliente en la cara? Dormir iba ser imposible.

  —Muy bien, ¿cuál es mi cama? —preguntó la Bruja.
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br />   —Ésa es tu cama —dijo mi padre, apuntando a la cama de la esquina. Luego, apuntó a la otra cama y dijo— y ésa es nuestra cama.

  —Parece que Flaca va a dormir en el sillón —dijo la Bruja.

  —No, ambas van a compartir una cama —dijo mi mamá.

  Tanto la Bruja como yo estábamos tristes con eso. Si hubiéramos estado en otro lugar, como en un hotel con aire acondicionado o hasta en una cabaña en el bosque, yo habría dormido en el sofá. Pero había visto lagartijas correr por las paredes y el piso de la sala. No había caso de que me hicieran dormir en un lugar que no fuera bajo un mosquitero.

  Esa noche, me duché con agua fría (lo cual no era tan malo ya que hacía mucho calor) y me metí en una esquina de la cama para no tener que estar muy cerca de mi hermana. No importaba cuánto ella lo negara, mi hermana roncaba más fuerte que una orquesta. Iba a ser una noche larga. Lo único que me hacía sentir mejor era que sólo faltaban cuatro días para regresar a casa.

  CAPÍTULO 4

  Quedarse en el zoológico

  Más o menos a las 5 de la mañana del siguiente día, me despertó uno de los ruidos más alarmantes que he escuchado en mi vida. Había dormido muy poco. En Puerto Rico había tanto ruido por la noche. Era como si estuviera durmiendo en un zoológico, rodeada de víboras de cascabel y lo que mi mamá me dijo era la canción de una ranita de árbol conocida como el coquí. Cuando por fin logré quedarme dormida, un ruido petrificante me hizo saltar de la cama. Era como un chillido o grito. ¡Tal vez alguien estaba buscando ayuda! Salté y me puse las chancletas. Justo cuando iba a sacar la linterna de detective, empezó el ruido otra vez.

  —¡¿Qué es eso?! —grité.

  La Bruja se quejó. Mi padre siguió durmiendo.

  —Son los gallos, Flaca. Vuelve a la cama —bostezó mi madre.

  —¿Cómo voy a dormir otra vez? ¡Esa cosa está gritando cerca de la ventana!

  El malvado animal cacareó una y otra vez. No paró hasta que salió el sol. Quería salir y cerrarle el pico con cinta adhesiva. Como era obvio que no me iba a volver a dormir, decidí explorar la casa con la linterna. Tenía que tener una buena idea de cómo eran las noches por estos lados . . . cómo sería la noche antes del Día de Reyes. Quería ver si encontraba cosas inusuales tiradas por ahí, como lo había escrito en mi bosquejo. Ya no estaba en mi territorio. Si iba a averiguar lo que estaba detrás de este nuevo día festivo, tenía que tener una idea clara del tipo de medioambiente con el que estaba bregando.

 

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