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Border of a Dream: Selected Poems of Antonio Machado (Spanish Edition)

Page 15

by Antonio Machado


  vestía con negro traje

  de peludo terciopelo,

  ajustado a la cintura

  por ancho cinto de cuero.

  Gruesa cadena formaba

  un bucle de oro en su pecho.

  Era un hombre alto y robusto,

  con ojos grandes y negros

  llenos de melancolía;

  la tez de color moreno,

  y sobre la frente comba

  enmarañados cabellos;

  el hijo que saca porte

  señor de padre labriego,

  a quien fortuna le debe

  amor, pode y dinero.

  De los tres Alvargonzález

  era Miguel el más bello;

  porque al mayor afeaba

  el muy poblado entrecejo

  bajo la frente mezquina,

  y al segundo, los inquietos

  ojos que mirar no saben

  de frente, torvos y fieros.

  5

  Los tres hermanos contemplan

  el triste hogar en silencio;

  y con la noche cerrada

  arrecia el frío y el viento.

  —Hermanos, ¿no tenéis leña?

  —dice Miguel.

  —No tenemos

  —responde el mayor.

  Un hombre,

  milagrosamente, ha abierto

  la gruesa puerta cerrada

  con doble barra de hierro.

  El hombre que ha entrado tiene

  el rostro del padre muerto.

  Un halo de luz dorada

  orla sus blancos cabellos.

  Lleva un haz de leña al hombro

  y empuña un hacha de hierro.

  El indiano

  1

  De aquellos campos malditos,

  Miguel a sus dos hermanos

  compró una parte, que mucho

  caudal de América trajo,

  y aun en tierra mala, el oro

  luce mejor que enterrado,

  y más en mano de pobres

  que oculto en orza de barro.

  Diose a trabajar la tierra

  con fe y tesón el indiano,

  y a laborar los mayores

  sus pegujales tornaron.

  Ya con macizas espigas,

  preñadas de rubios granos,

  a los campos de Miguel

  tornó el fecundo verano;

  y ya de aldea en aldea

  se cuenta como un milagro,

  que los asesinos tienen

  la maldición en sus campos.

  Ya el pueblo canta una copla

  que narra el crimen pasado:

  “A la orilla de la fuente

  lo asesinaron.

  ¡Qué mala muerte le dieron

  los hijos malos!

  En la laguna sin fondo

  al padre muerto arrojaron.

  No duerme bajo la tierra

  el que la tierra ha labrado.”

  2

  Miguel, con sus dos lebreles

  y armado de su escopeta,

  hacia el azul de los montes,

  enuna tarde serena,

  caminaba entre los verdes

  chopos de la carretera,

  y oyó una voz que cantaba:

  “No tiene tumba en la tierra.

  Entre los pinos del valle

  del Revinuesa,

  al padre muerto llevaron

  hasta la Laguna Negra.”

  La casa

  1

  La casa de Alvargonzález

  era una casona vieja,

  con cuatro estrechas ventanas,

  separada de la aldea

  cien pasos y enre dos olmos

  que, gigantes centinelas,

  sombra le dan en verano,

  y en el otoño hojas secas.

  Es casa de labradores,

  gente aunque rica plebeya,

  donde el hogar humeante

  con sus escaños de piedra

  se ve sin entrar, si tiene

  abierta al campo la puerta.

  Al arrimo del rescoldo

  del hogar borbollonean

  dos pucherillos de barro,

  que a dos familias sustentan.

  A diestra mano, la cuadra

  y el corral; a la siniestra,

  huerto y abejar, y, al fondo,

  una gastada escalera,

  que va a las habitaciones

  partidas en dos viviendas.

  Los Alvargonzález moran

  con sus mujeres en ellas.

  A ambas parejas que hubieron,

  sin que lograrse pudieran,

  dos hijos, sobrado espacio

  les da la casa paterna.

  En una estancia que tiene

  luz al huerto, hay una mesa

  con gruesa tabla de roble,

  dos sillones de vaqueta,

  colgado en el muro, un negro

  ábaco de enormes cuentas,

  y unas espuelas mohosas

  sobre un arcón de madera.

  Era una estancia olvidada

  donde hoy Miguel se aposenta.

  Y era allí donde los padres

  veían en primavera

  el huerto en flor, y en el cielo

  de mayo, azul, la cigüeña

  —cuando las rosas se abren

  y los zarzales blanquean—

  que enseñaba a sus hijuelos

  a usar de las alas lentas.

  Y en las noches del verano,

  cuando la calor desvela,

  desde la ventana al dulce

  ruiseñor cantar oyeran.

  Fue allí donde Alvargonzález,

  del orgullo de su huerta

  y del amor a los suyos,

  sacó sueños de grandeza.

  Cuando en brazos de la madre

  vio la figura risueña

  del primer hijo, bruñida

  de rubio sol la cabeza,

  del niño que levantaba

  las codiciosas, pequeñas

  manos a las rojas guindas

  y a las moradas ciruelas,

  o aquella tarde de otoño,

  dorada, plácida y buena,

  él pensó que ser podría

  feliz el hombre en la tierra.

  Hoy canta el pueblo una copla

  que va de aldea en aldea:

  “¡Oh casa de Alvargonzález,

  qué malos días te esperan;

  casa de los asesinos,

  que nadie llame a tu puerta!”

  2

  Esa una tarde de otoño.

  En la alameda dorada

  no quedan ya ruiseñores;

  enmudeció la cigarra.

  Las últimas golondrinas,

  que no emprendieron la marcha,

  morirán, y las cigüeñas

  de sus nidos de retamas,

  en torres y campanarios,

  huyeron.

  Sobre la casa

  de Alvargonzález, los olmos

  sus hojas que el viento arranca

  van dejando. Todavía

  las tres redondas acacias,

  en el atrio de la iglesia,

  conservan verdes sus ramas,

  y las castañas de Indias

  a intervalos se desgajan

  cuviertas de sus erizos;

  tiene el rosal rosas grana

  otra vez, y en las praderas

  brilla la alegre otoñada.

  En laderas y en alcores,

  en ribazos y en cañadas,

  el verde nuevo y la hierba,

  aún del estío quemada,

  alternan; los serrijones

  pelados, las lomas calvas,

  se cornonan de plomizas

  nubes apelotonadas;

  y bajo el pinar gigante

  entre las marchitas zarzas

  y amarillentos helechos,

  corren las crecidas aguas

  a engrosar el padre río

  por canchales y barrancas.

  Abunda en la tierra un gris

  de plomo y azul de plata,
/>
  con manchas de roja herrumbre,

  todo envuelto en luz violada.

  ¡Oh tierras de Alvargonzález,

  en el corazón de España,

  tierras pobres, tierras tristes,

  tan tristes que tienen alma!

  Páramo que curza el lobo

  aullando a la luna clara

  de bosque a bosque, baldíos

  llenos de peñas rodadas,

  donde roída de buitres

  brilla una osamenta blanca;

  pobres campos solitarios

  sin caminos ni posadas,

  ¡oh pobres campos malditos,

  pobres campos de me patria!

  La tierra

  1

  Una mañana de otoño,

  cuando la tierra se labra,

  Juan y el indiano aparejan

  las dos yuntas de la casa.

  Martín se quedó en el huerto

  arrancando hierbas malas.

  2

  Una mañana do otoño,

  cuando los campos se aran,

  sobre un otero, que tiene

  el cielo de la mañana

  por fondo, la parda yunta

  de Juan lentamente avanza.

  Cardos lampazos y abrojos,

  avena loca y cizaña,

  llenan la tierra maldita,

  tenaz a pico y a ascarda.

  Del corvo arado de roble

  la hundida reja trabaja

  con cano esfuerzo; parece,

  que al par que hiende la entraña

  del campo y hace camino

  se cierra otra vez la zanja.

  “Cuando el asesino labre

  será su labor pesada;

  antes que un surco en la tierra

  tendrá una arruga en su cara.”

  3

  Martín que estaba en la huerta

  cavando, sobre su azada

  quedó apoyado un momento;

  frío sudor le bañaba

  el rostro.

  Por el Oriente,

  la luna llena, manchada

  de un arrebol purpurino,

  lucía tras de la tapia

  del huerto.

  Martín tenía

  la sangre de horror helada.

  La azada que hundió en la tierra

  teñida de sangre estaba.

  4

  En la tierra en que ha nacido

  supo afincar el indiano;

  por mujer a una doncella

  rica y hermosa ha tomado.

  La hacienda de Alvargonzález

  ya es suya, que sus hermanos

  todo le vendieron: casa,

  huerto, colmenar y campo.

  Los asesinos

  1

  Juan y Martín, los mayores

  de Alvargonzález, un día

  pesada marcha emprendieron

  con el alba, Duero arriba.

  La estrella de la mañana

  en el alto azul ardía.

  Se iba tiñendo de rosa

  la espesa y blanca neblina

  de los valles y barrancos,

  y algunas nubes plomizas

  a Urbión, donde el Duero nace,

  como un turbante ponían.

  Se acercaban a la fuente.

  El agua clara corría,

  sonando cual si contara

  una vieja historia, dicha

  mil veces y que tuviera

  mil veces que repetirla.

  Ague que corre en el campo

  dice en su monotonía:

  Yo sé el crimen, ¿no es un crimen,

  cerca del agua, la vida?

  Al pasar los dos hermanos

  relataba el agua limpia:

  “A la vera de la fuente

  Alvargonzález dormía.”

  2

  —Anoche, cuando volvía

  a casa—Juan a su hermano

  dijo—, a la luz de la luna

  era la huerta un milagro.

  Lejos, entre los rosales,

  divisé un hombre inclinado

  hacia la tierra; brillaba

  una hoz de plata en su mano.

  Después irguióse y, volviendo

  el rostro, dio algunos pasos

  por el huerto, sin mirarme,

  y a poco lo vi encorvado

  otra vez sobre la tierra.

  Tenía el cabello blanco.

  La luz llena brillaba,

  y era la huerta un milagro.

  3

  Pasado habían el puerto

  de Santa Inés, ya mediada

  la tarde, una tarde triste

  de noviembre, fría y parda.

  Hacia la Laguna Negra

  silenciosos caminaban.

  4

  Cuando la tarde caía,

  entre las vetustas hayas,

  y los pinos centenarios,

  un rojo sol se filtraba.

  Era un paraje de bosque

  y peñas aborrascadas;

  aquí bocas que bostezan

  o monstruos de fierras garras;

  allí una informe joroba,

  allá una grotesca panza,

  torvos hocicos de fieras

  y dentaduras melladas,

  rocas y rocas, y troncos

  y troncos, ramas y ramas.

  En el hondón de barranco

  la noche, el miedo y el agua.

  5

  Un lobo surgió, sus ojos

  lucían como dos ascuas.

  Era la noche, una noche

  húmeda, oscura y cerrada.

  Los dos hermanos quisieron

  volver. La selva ululaba.

  Cien ojos fieros ardían

  en la selva, a sus espaldas.

  6

  Llegaron los asesinos

  hasta la Laguna Negra,

  agua transparente y muda

  que enorme muro de piedra,

  donde los buitres anidan

  y el eco duerme, rodea;

  agua clara donde beben

  las águilas de la sierra,

  donde el jabalí del monte

  y el ciervo y el corzo abrevan;

  agua pura y silenciosa

  que copia cosas eternas;

  agua impasible que guarda

  en su seno las estrellas.

  ¡Padre!, gritaron; al fondo

  de la laguna serena

  cayeron, y el eco ¡padre!

  repitió de peña en peña.

  The Land of Alvargonzález

  to the poet Juan Ramón Jiménez

  1

  As a youth Alvargonzález,

  owner of a midsize hacienda

  (comfortable in other lands

  but here enjoying opulence)

  falls for a young woman

  at the fair of Berlanga.

  The very year he meets her

  he takes her as his wife.

  Lavish is the marriage,

  as those who saw remember;

  for the wedding celebration

  he takes charge of his village,

  bringing in bagpipes and timbrels,

  bandoras, flutes and guitars,

  night fireworks from Valencia

  and leaping dances from Aragón.

  2

  Alvar lives in happiness.

  He tends the orchard and fields,

  and engenders three sons,

  in farmlands a wealth.

  When they are grown he chooses

  one to cultivate the orchards,

  the second to care for sheep,

  and the youngest for the church.

  3

  These laborers of the field

  carry the blood of Cain.

  Next to the farmhouse fireplace

  blood calls envy into battle.

  He marries off the older sons.

  Even before children are born

  the wives are busy raging

  in a cauldron of discord.

  The greed of the countryside

  sees inheritance in death.
<
br />   There is no joy. Sons brood

  on what they hope to gain.

  The youngest finds loose girls

  far livelier than Latin texts,

  and will not dress his head

  with learning. One good day

  he hangs up his cassock

  and wanders to distant lands.

  The mother sobs; the father

  gives him birthright and blessing.

  4

  Now austere Alvargonzález

  has a forehead of wrinkles.

  The blue shadow on his face

  begins to silver his beard.

  One autumn morning

  he walks alone into the fields;

  he doesn’t take the greyhounds,

  his cunning hunting dogs.

  He trails sad and pensive

  though the gold poplar grove;

  he walks a great distance

  to come on a bright spring.

  He lies on the ground, spreads

  a blanket over a stone,

  and at the edge of the water

  sleeps by the chattering brook.

  The Dream

  1

  And Alvargonzález,

  like Jacob, sees a ladder

  rising from earth to heaven

  and he hears a voice calling,

  but the fates spin on.

  Amid the tufted threads

  twirling—some white, some gold—

  lies a lock of black wool.

  2

  Three children are playing

  at the farmhouse door.

  Between the older brothers

  hops a black-winged crow.

  The mother sews, watching them,

  stops, smiles, at times sings:

  “Sons, what are you doing?”

  They stare back in silence.

  “Climb the mountain, my sons,

  and come before nightfall

  with an armful of brushwood

  and make me a good fire.”

  3

  The men pile the firewood

 

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