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A Tale of the Dispossessed

Page 10

by Laura Restrepo


  —Déjala dormir, hazle la caridad—le digo a Siete por Tres—. Eres tú quien la mantiene atada al tormento de su falsa vigilia. Deja que se desprenda en paz; no la acucies con la insistencia de tu memoria.

  —¿Y si está viva? —me pregunta—. Si aún está viva no la puedo enterrar, y si está muerta tengo que enterrarla. No puedo dejarla por ahí, vagando solitaria como un alma en pena. Viva o muerta, tengo que encontrarla.

  —¿Has pensado en la posibilidad de que eso no sea posible? —le digo con cautela, soltando despacio cada palabra.

  —¿Y si ella me anda buscando? ¿Si le pasa como a mí, que no tiene vida por estar pendiente de la mía? ¿Si sufre al saber que yo estoy sufriendo?

  —Entonces vámonos a bailar—le propuse la otra noche—. Aquí en tu país he aprendido que cuando las cosas no tienen solución, el mejor remedio es irse a bailar.

  Era un sábado fresco de diciembre y él estuvo de acuerdo, y en el camión de las monjas bajamos hasta un bailadero muy popular, llamado Quinto Patio, que queda en pleno centro de Tora. Se aproximaba la Navidad y en las calles estrechas, adornadas con ristras de luces de colores, las gentes de buena voluntad andaban compartiendo natilla y buñuelos, cantando villancicos con piticos y tamboras y rezando ante los pesebres la novena de aguinaldo. Ni la luna de azogue que nos abrasaba, ni el intenso olor nocturno a jazmín, ni el estruendo que desde las rocolas metía el Grupo Niche con su Cali pachanguero, ni siquiera el próximo advenimiento del Rey de los Cielos había logrado aplazar la matazón, y de tanto en tanto la guerra nos echaba en cara su porfía: unos tiros en una esquina, una explosión en la distancia y, bullendo por todos lados, esa loca euforia de estar vivo que caracteriza a esta tierra inefable.

  —No hay en el mundo un país más hermoso que éste—le decía yo esa noche a Siete por Tres, mientras le comprábamos a un ambulante tajadas de mango verde con sal.

  —No, no lo hay, ni más asesino tampoco.

  En la penumbra roja y acogedora del Quinto Patio, Siete por Tres y yo nos pusimos a bailar, al principio unos merengues tímidos y después unas salsas enardecidas que él, como buen colombiano, ejecutaba con agilidad mientras yo bregaba a seguirle el paso con la torpeza extranjera de mis pies.

  —Siete por Tres, hay una cosa que debo preguntarte ya mismo—le solté de repente, haciéndolo interrumpir su bailar sandunguero.

  —¡Jesús! Cuánta solemnidad. ¿Y qué será eso tan grave que inquieta a mis Ojos de Agua?

  —Dime qué pasó con los gatos.

  —¿¡Gatos!? De qué gatos me hablará esta señorita...

  —De aquellos gatos hambrientos que Matilde Lina y tú socorrían cuando les cayó la emboscada.

  —Ah, esos gatos. A esos gatos no les pasó nada.

  —¿Cómo lo sabes?

  —Porque a los gatos nunca les pasa nada.

  Más adentro en la noche, ya sobre la madrugada y abrigando entre pecho y espalda una botella de ron, a manera de despedida nos entregamos impenitentes a un bolerazo lento y ceñido, tal como debe ser. Escudados en lo irresistible del mece-mece y de una letra hiperbólica que hablaba de copas rotas y de frustradas libaciones de amor, Siete por Tres y yo, livianos y felices, medio borrachos ya, nos acercábamos sin buscarnos demasiado, sin que el uno apremiara ni el otro acabara de consentir.

  —¿Cuánto dura un bolero? —le pregunto a la señora Perpetua.

  —Los de antaño cinco minutos; los de ahora, tres no más.

  Tres minutos no más. Al otro día, que había amanecido siendo domingo pero que se arrastraba hacia una tarde tan anodina como la de cualquier martes, me topé con Siete por Tres frente a los hornos del pan. Andaba taciturno y arropado en distancias, y colgada al cuello llevaba de nuevo la sombra de Matilde Lina, desmayada y volátil como un écharpe de seda gris.

  NUEVE

  Ya se vivía la resaca del gran entusiasmo petrolero cuando Siete por Tres se vio involucrado, casi sin percatarse, en los hechos que habrían de traerlo hasta este albergue de caminantes, donde se convertiría en mi desvelo, casi tanto como Matilde Lina era el suyo. Montado como estaba en el sube y baja de sus acucias y sus despechos, no percibió el momento sutil en que el descontento, que en Tora se cocina a fuego lento, subió como leche hervida, rebasó todo canal de contención y estalló.

  —¡Tápese la boca con un pañuelo mojado y corra!—le advirtió alguien a Siete por Tres, quien observaba la barahúnda desde una tienda, pendiente tan sólo de algún rostro femenino que le recordara al que andaba buscando. No hizo caso porque no tenía pañuelo, ni velas en ese entierro, pero por si acaso puso a su Virgen a salvo en la oscurana de un zaguán. Segundos después se vino encima una invasión de soldados disfrazados de matorral, con hojarasca en el casco y ramajes a la espalda, llevando máscaras, mangueras y unos tanques que a él le recordaron los de fumigar.

  —¡Echan gases!—oyó gritar, al tiempo que lo abrazaba una mala nube que le pringó la piel, le cerró la garganta y le inflamó los ojos con algo mil veces peor que el ají.

  Eso es lo que él mismo cuenta, pero según los periódicos que aparecieron por aquellos días, uno de los incitadores de la alharaca había sido el propio Siete por Tres. Vaya uno a saber.

  Promediando las diversas versiones del siguiente episodio, he podido deducir que aún no se reponía Siete por Tres de la asfixia y del aturdimiento del gas lacrimógeno cuando alcanzó a ver, a través de la roja niebla del ardor, a un niño que atravesaba la calle con un portacomidas en la mano. A uno de los falsos matorrales le debió parecer que se trataba de bomba, o de coctel molotov.

  —Es almuerzo para mi papá—intentaba aclarar el niño, mientras esquivaba los golpes del soldado y protegía con los brazos aquello que parecía, en efecto, un portacomidas, pero que tal vez fuera, como sospechaba el militar enmalezado, un coctel molotov, porque ya se sabe que en tiempos de guerra sucia no se puede confiar en la tropa, pero tampoco en los niños.

  Dicen que todo sucedió a la vez: el soldado que agrede al niño, Siete por Tres que se encrespa de indignación y le encaja al soldado un puñetazo, la jauría de malleros que entra en acción y desencadena el zafarrancho.

  Cuando se decantaron los acontecimientos y las autoridades empezaron a investigar, aparecieron testigos que juraron que el agitador infiltrado y atacante del militar era un extranjero joven, armado, comunista, por más señas descalzo y con seis dedos en el pie derecho, profanador de templos y ladrón de imágenes sacras, entre ellas una Virgen esculpida por el célebre Legarda, que constituía una valiosa reliquia colonial.

  —La madre Françoise sospecha que eres guerrero, o terrorista . . . —puyaba yo a Siete por Tres, a ver qué le sonsacaba, cuando ya llevaba dos o tres meses alojado en el albergue y entre nosotros empezaba a afianzarse la confianza.

  —¡Ay, Ojos de Agua! Mi guerra es más cruel, porque la llevo por dentro—me contestaba él, eludiendo la respuesta. Fue por esos días cuando empezó a decirme Ojos de Agua. «Venga para acá, mi Ojos de Agua, que la noto alicaída y tristonga», me llama riéndose, o si no pregunta por ahí, «¿Dónde anda hoy mi Ojos de Agua, que no viene a saludarme?». Y también, «No me mire con esos ojos, niña, que me ahogo en ellos».

  —No hace falta que te ahogues—reviro yo—, me basta con que te des un buen baño. Aquí tienes champú para que te laves el pelo, y una camisa limpia, o acaso te estás creyendo que aún vives entre el monte.

  —Dios me ampare de su cantaleta, mi Ojos de Agua—me dice así, mi Ojos de Agua, como si fueran suyos mis ojos claros, como si fuera suyo todo lo que soy, y yo, al escucharlo, me entrego sin reservas a esa pertenencia. Aunque al mismo tiempo comprendo que esa forma de llamarme es constatación de distancia: ojos claros son ojos de otra raza, de otra clase social y otro color de piel; de otra educación, otra manera de agarrar los cubiertos en la mesa, distinta forma de dar la mano al saludar, de reírse de otras cosas; otra manera, dificultosa y fascinante: definitivamente otra. Cuando Siete por Tres me dice Ojos de Agua, yo entiendo también que entre mis ojos y los suyos se atraviesa un océano. Pero él sabe anteponerle un mi (mi Oj
os de Agua) y ese mi es una barquita: insuficiente, raquítica, azarosa, pero embarcación al fin, para intentar la travesía . . . Son lecturas que haces con el deseo cuando la única certeza que te ofrecen está hecha de frases inciertas.

  DIEZ

  Tras aquel brote de disturbios en Tora, Siete por Tres pasó del más evanescente anonimato a ser el tema del día. Tenía a los perros detrás, ávidos de crucificar a algún chivo expiatorio, y según me cuenta Eloísa Piña, presidenta de un comité cívico que se unió a la revuelta y a quien él recurrió en esa ocasión, no lo preocupaba tanto la urgencia de salvar su propio pellejo—que además traía sollamado por el gas—como la certeza de que Matilde Lina se hallaba refundida en medio de aquel tumulto, y la necesidad de encontrar un cambuche para esconder a su Virgen, de repente famosa, de buenas a primeras considerada tesoro colonial y reclamada como patrimonio artístico sustraído a la nación.

  —Váyase al nororiente de la ciudad y empiece a trepar loma—le aconsejó Eloísa Piña—. Encájese un gorro y use manga larga, para disimular el maltrato, y póngase zapatos para que no lo traicione el dedito suplementario. Atraviese el mar de barrios de invasión, sin parar ni abrir la boca, y siga, siga subiendo. Cuando ya no le quede una gota de aliento, estará llegando a los últimos ranchos de una barriada joven que llaman la Nueve de Abril. Aunque le aclaro que últimos, últimos ranchos jamás va a encontrar por allí, porque no terminan los recién llegados de construir el suyo cuando ya han llegado otros aún más recientes y están levantando el propio. En cualquier caso ahí sí descanse, en los despeñaderos de la Nueve de Abril, y pregunte por las monjitas francesas. Cualquiera lo sabe llevar. Ellas tienen un albergue donde no se atreven a irrumpir los milicos, los paracos ni los guerreantes, y allá acogen casos críticos como usted y los protegen, ¿cómo será? Yo digo que cobijados con el mero soplo del Espíritu Santo.

  Con el dinero que Eloísa Piña le prestó rezongando, dado que no avisoraba esperanzas de recuperarlo pronto, Siete por Tres se compró un par de zapatos negros de cordones y gruesa suela de caucho, de la famosa marca El Campesino Colombiano, y cruzaba la última calle del casco urbano con su Santa Bailarina a cuestas y sus pies refrenados por la rigidez de la carnaza sin desbravar, cuando lo detuvo una patrulla de la policía, en pleno uso de su prepotencia y su ulular.

  —¿Qué lleva ahí? —le preguntó un cabo, sospechando del bulto pesado que cargaba al hombro.

  —Leña—respondió sin abrir el costal, y atinó a hacer sonar a golpes de nudillo la madera de su santa protegida, de tal modo que el cabo, que no era de los que pierden el sueño por la suerte de las vírgenes no carnales, se dio por satisfecho en cuanto al contenido del fardo.

  —¡Descálcese el pie derecho!—fue la nueva orden que impartió, porque debía tener instrucciones de reconocer al maleante por la siguiente indicación reseñada: «Señales particulares, un dedo de más.»

  Siete por Tres sintió que descendía al último sótano del desconsuelo y desde allá abajo invocó a Matilde Lina: ¿Cómo te voy a seguir buscando, morena mía, si me encierran entre una celda con cadenas y candados?

  —¿Quiere que me descalce, mi cabo? —quiso hacerse el tonto.

  —¿Acaso no oye? ¡Que se descalce el pie derecho, he dicho!

  Siete por Tres se sentó en la acera con la parsimonia de los que aceptan que ya no hay nada que hacer. Se miró los zapatos nuevos con una tristeza insondable y se dispuso a desamarrar el cordón con la resignación del condenado a muerte que estira el pescuezo hacia el filo del hacha, pero en el último instante, casi por jugar, movido sólo por un destello de picardía, torero-payaso que intenta una última cabriola como quite a la cornada, sin decir una palabra ni alterar el gesto, se quitó el zapato del pie izquierdo.

  Uno, dos, tres, cuatro, cinco; cinco dedos contó burocráticamente el cabo, ni uno menos, ni uno más.

  —Váyase—ordenó, sin percatarse del cambalache.

  ONCE

  De nuevo con el alma entre el cuerpo y el color recuperado, como si acabara de resucitar, ya en control de los zapatos de carnaza, que parecían haberse ablandado con el susto y ahora respondían más dóciles a su paso apurado, Siete por Tres salió del centro de la Tora soliviantada y empezó a subir montaña, tal como le había indicado Eloísa Piña, por entre el rosario de barrios de invasión. Los veía desgajarse uno tras otro sin aprenderse los nombres, porque no acababa de preguntar cómo se llamaba alguno cuando ya había empezado el siguiente.

  —¡Cómo inventa la gente!—se asombraba de la capacidad de poner tanto nombre, a veces pura ilusión o ironía, como Las Delicias, Altos del Paraíso o Tierra Prometida; otras veces conmemorativos de ambiguas victorias del pueblo, como Veinte de Julio, Grito Comunero o Camilo Torres. Santa Teresita Niña, San Pedro Claver y María Goretti para recordar a los favoritos del santoral; Villa Nohra, La Doncella y El Mariluz en honor a la mujer; los demás repetidos, adjudicados en cadena cuando la imaginación no daba para más: Villa Areli Uno, Villa Areli Dos, Villa Areli Tres; Popular Uno, Popular Dos, Popular Tres.

  Cuando por fin olvidó el incidente del cabo, recobró la confianza y se animó a hacer un alto para mirar hacia abajo, se sorprendió al ver al fondo, anclada en el centro de la selva, esa catedral reverberante y metálica que era la refinería, con su intrincada maraña de tubos, de torres y de tanques, en pleno esplendor de su fuego interno y sus humos tóxicos.

  Pobre ciudad con corazón de acero, pensó Siete por Tres; poderoso corazón coronado por trece chimeneas pintadas de rojo y blanco, que lanzan contra el cielo llamaradas azules y eternas.

  —Sospecha uno que esas llamas ya requemaron el aire—le he escuchado decir más de una vez—y que dentro de poco no vamos a respirar. ¿Cómo no va a hacer calor, si vivimos montados en semejante estufa?

  Siguió subiendo hasta que la férrea solidez de la refinería se disolvió en espejismo, y de tanto tubo y tanto tanque no llegaron hasta sus ojos sino destellos de sol. En cambio, iba cobrando fuerza en sus oídos el ruido de un martilleo constante, incansable, prolongado como una obsesión. Lo producían las familias de advenedizos que por cada rancho que ya existía iban levantando otros dos: aquí clavaban tablas y pegaban ladrillos, allá ajustaban latas, más arriba se las arreglaban con palos y cartones. A medida que Siete por Tres ascendía encontraba ranchos más endebles, más inmateriales, hasta que los últimos le parecieron construidos en el aire, de sólo anhelo, de puro martillar.

  Suspendidas en la blancura calcinada del mediodía, dos mujeres cocinaban sobre una parrilla improvisada en la calle de tierra, y un viejo descalzo trasteaba un colchón. Un perro amarillo se ensañó ladrándole a sus zapatos nuevos y un grupo de niños dejó de patear un balón de trapo para mirarlo pasar.

  Siete por Tres supo que había atravesado el espejo para penetrar en el envés de la realidad, donde se extiende en silencio, a la sombra de la raquítica patria oficial, el inconmensurable continente clandestino de los parias.

  «Aquí está Matilde Lina», pensó. «Aquí está, aunque no esté.»

  DOCE

  Cuando Siete por Tres hizo su primera aparición en el albergue, transcurría una de esas tardes recargadas y húmedas de agosto en las que el planeta se niega a girar. Los golpes en la puerta a duras penas disiparon el letargo que flotaba sobre el patio, y al levantarme a abrir resentí el peso de mis pies, abotagados de calor. Poco se veía del recién llegado, envuelto como estaba en su ruana calentana, con un costal a cuestas y un sombrero de fieltro calado hasta las cejas. Lo hice seguir y le ofrecí un asiento que rechazó, dudoso entre permanecer o dar media vuelta y salir por donde acababa de entrar. Fue entonces cuando le pregunté el nombre, lo dejé buscando a Matilde Lina en los libros de registro y me fui a llamar a la madre Françoise, quien por ese entonces era directora general de este refugio de desterrados al que yo le dedico mis días.

  Al regresar, me alegró ver todavía allí la extraña figura de Siete por Tres. Hubiera jurado que aquel hombre seguiría camino, pero no había sido así. Permanecía de pie ante el escritorio que hacía las veces de recepción
, había dejado ya de revisar la lista y se aferraba a su costal como si temiera que se lo fueran a arrebatar. Parecía cansado y enfermo, y pensé: Estará cocinado debajo de tanta ropa. Lo mismo debió pensar la madre Françoise porque le dijo que si quería una limonada, con tanto calor . . .

  Él respondió con un no agradecido y se volvió a callar.

  —¿Qué llevas en ese costal? —le preguntó la madre, como por dar pie a alguna conversación.

  —Leña—respondió, pero me pareció que mentía.

  Pasó largo rato antes de que la madre Françoise lograra convencerlo de que comiera algo y se quitara la ruana, y al ver que tenía la piel ardida me pidió que le diera aspirinas y le hiciera curaciones con picrato de butesín. Al principio sólo permitió que le untara la pomada en las ampollas de la cara y de los brazos, pero tal vez el roce de mis dedos le alivió la congoja y le aflojó la desconfianza, porque se abrió la camisa y me mostró las quemaduras que le floreaban la piel del pecho y del cuello.

  —¿Con qué fue?

  —Insolación—me dijo, y supe que otra vez mentía. Es lo común: a este albergue viene a refugiarse toda suerte de perseguidos, a quienes les va la vida en no decir una verdad. Así que tienes que aprender a distinguir entre mentiras dañinas y verdades no dichas.

  —Señorita, usted me está dejando mejor engrasado que transmisión de camión—me dijo risueño, cuando se vio cubierto por la espesa pomada amarilla.

  Un par de días después, ya reposado y repuesto, andaba ayudando por la huerta y la cocina, y hasta se ofreció para dar una mano con la contabilidad de la administración. Fue en medio de una columna de egresos cuando nos confesó, a la madre y a mí, que entre el costal llevaba ni más ni menos que a la famosa Bailarina de los tiempos coloniales, tan buscada por las autoridades en toda Tora y sus alrededores. Como ya habíamos oído de ella por la radio y por la prensa, la madre Françoise se agarró la cabeza a dos manos y empezó a dar unos alaridos que sólo sorprendieron a los que no conocían los excesos de su temperamento francés.

 

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