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A Tale of the Dispossessed

Page 11

by Laura Restrepo


  —¡Pero qué grandísimo disparate!—gritaba con su acento irrepetible—. Cómo se te ocurre, muchacho, ¡traerme aquí una Virgen robada!

  —No la robé, madre—aseguraba él, pero era inútil.

  —¿Acaso no sabes que aquí no puedo tener armas, ni drogas, ni nada ilegal, porque sería servirle en bandeja al general Oquendo el pretexto que está esperando? ¿No crees que ya es suficiente problema esconderte a ti, a quien persiguen por mar y tierra por tanta diablura que hiciste en la huelga?

  —Si no hice nada, madre.

  —¡Saquen esa Virgen, antes de que Oquendo nos allane con la buena excusa de que administramos una cueva de ladrones!

  —Pero, madre, usted que es hospitalaria con todos, ¿cómo va a echar a la Virgen a la calle? ¿No ve que desde niño la vengo cargando sobre los hombros? ¿No ve que no es robada, sino salvada por mi gente del saqueo y del incendio?

  Siete por Tres la liberó del costal, desamarró la piola y no acababa de desenvolver el plástico cuando se produjo un pequeño milagro, porque la sonrisa de la Virgen morena desarmó a la monja, que quedó prendada de esa dulzura tan grácil, de esa coquetería tan gitana con que la imagen meneaba las faldas y entornaba las manos, como si en cualquier momento fuera a ascender bailando al cielo.

  Le buscamos escondite por todo el albergue; ensayamos a enterrarla debajo de los tomates de la huerta, a encaramarla en las vigas del tejado, a ocultarla detrás de los lavaderos o entre los bultos de grano que almacenábamos en la alacena.

  —Ahí no, ¿no ven que la daña la humedad? —Nada satisfacía a la madre Françoise—. Ahí tampoco, que la mordisquean los cerdos. ¡Ahí sí que menos! Se la come el jején. Dame acá, que ya sé dónde la voy a colocar.

  —¡Pero qué hace, madrecita!—protestaba Siete por Tres.

  —Tú calla, que tienes la culpa.

  Sin dar lugar a preguntas o reclamos, la monja hizo traer piedras, cemento y palustres y a todos los puso a construir, en la mitad del patio, un nicho alto, recio y aparatoso. Justo ahí entronizó a la Bailarina, apretada entre exvotos y flores de plástico, expuesta como en vitrina pero bien resguardada e inaccesible detrás de un cristal. Antes de encerrarla la disfrazó. Le organizó en color noche y plata una capa cortada al sesgo, de triple vuelo y con capucha forrada, que la cubría toda por completo con excepción de su bonita cara y del liviano pie que aplastaba a la Bestia. Alrededor del nicho sembró plantas y cercó.

  —Donde todos pueden verla es donde menos se ve—dijo, por fin complacida, la madre Françoise.

  —Ah, qué monjita ésta—le salió agridulce la sonrisa a Siete por Tres—. Me enrejó a mi Virgen.

  Desconcertado, caballero andante recién destituido de la causa de su dama, se sentó a los pies del nicho y se dejó flotar en una gelatina a medio camino entre el alivio y las ganas de llorar. Se alegraba de ver a su Virgen tan señora y tan airosa, rodeada de flores y homenajes, ella, que parecía acostumbrada a las fatigas del viaje y a la aspereza del costal. ¿Pero adónde podría ir él sin su compañía? Si seguía camino la dejaba atrás; si permanecía se le enfriaba la huella de Matilde Lina, que tiraba hacia delante. La disyuntiva lo hacía náufrago del tiempo y congelaba su impulso, y ése fue, tal vez, el único día en que he visto a Siete por Tres realmente mal: triste y deslucido como un pájaro disecado.

  Mientras tanto Perpetua, a quien la vida había arrastrado hasta este mismo patio, tascaba su caja de dientes y contemplaba la escena sin creer lo que veía: sus ojitos gachos se posaban en la Virgen, la inspeccionaban, observaban al dueño con extrañeza, volvían a la Virgen, la recorrían de arriba abajo y de repente se iluminaron.

  —Señor—le dijo a Siete por Tres, tocándole con respeto el hombro—. Señor, ¿no es esta imagen Santa María Bailarina, patrona de un pueblo del mismo nombre que campeaba por los rumbos del Río Perdido, departamento del Huila?

  —No, señora, está confundida—negó él poniéndose de pie, paranoico tras tanto episodio persecutorio.

  —Qué raro—insistió Perpetua—, hace rato la estoy mirando y hubiera jurado que es la misma. No creo que haya dos iguales; ni siquiera parecidas . . .

  —Le digo que no. Hasta donde entiendo de la materia, esta santa es Santa Brígida.

  —¿Santa Brígida virgen, o Santa Brígida viuda?

  —Santa Brígida no más, y si no le molesta tengo que marcharme—reviró Siete por Tres, convencido a estas alturas de que la anciana era un infiltrado de la inteligencia militar que lo interrogaba para delatarlo.

  Horas más tarde, mientras Siete por Tres, en calzoncillos, se duchaba con manguera, los ojitos gachos de Perpetua, que no paraban de escudriñarlo, se toparon con un sexto dedo que regresó inconfundible a su memoria despejándole todas las dudas.

  —¿Siete por Tres? ¿Estás vivo? ¿Me recuerdas? Soy Perpetua. La señora Perpetua, ¿te acuerdas? La madre de los niños Morales . . . ¿Cierto que ella es la Bailarina, nuestra Patrona? Hasta el fin del mundo la reconocería . . . Y tú, ¿cierto que eres Siete por Tres, el ahijado de Matilde Lina?

  A todas éstas la madre Françoise, en cuatro patas y valiéndose de un alambre, se ocupaba de un sifón atascado sin sospechar siquiera que al construirle nicho a la Virgen de madera había colocado la piedra fundacional de lo que seguramente algún día, dentro de quién sabe cuántos años, habrá de ser Santamaría Bailarina, la segunda y última, inmensa barriada sedentaria de esta ardiente ciudad de Tora, cuyos habitantes habrán olvidado el origen trashumante de sus progenitores y estarán tan habituados a la paz que la darán por descontada.

  TRECE

  —Aquí llegan los que escapan del infierno—le digo a Siete por Tres mientras recorremos el patio central, los baños colectivos y los galpones de los siete dormitorios, dispuestos en apretadas filas de camas camarote.

  Le presento a Elvia, una quindiana menuda y curtida que alimenta con trozos de fruta a sus azulejos, que son todo lo que conserva de lo que fue su finca, cerca de La Tebaida.

  —También alcancé a sacar mis pollos—nos cuenta Elvia, con un azulejo parado en el hombro y otro en la cabeza—. Pero la caja en que venían se cayó de la canoa y se ahogaron en el río. No se sabe quién chilló más, si los pollos o yo.

  —A los perros los abandonan porque ladran por el camino y los delatan—le comento a Siete por Tres, y le muestro cómo funcionan los hornos de pan—. En cambio es frecuente que se presenten aquí con sus pájaros.

  Sentadas en una banca están las únicas tres inquilinas de planta, doña Solita, su hija Solana y su nieta Marisol. Mucha gente viene y se aleja al socaire de la guerra, pero ellas permanecen sentadas en su banca, almidonadas y compuestas como tres muñecas en la vitrina de una juguetería. Alzo a Marisol, mi ahijada, una criatura de meses que nació aquí, en el albergue.

  —Nadie llega aquí para siempre; esto es sólo una estación de paso y no ofrece futuro. Durante cinco o seis meses les damos a los desplazados techo, refugio y comida, mientras se sobreponen a la tragedia y vuelven a ser personas.

  —¿Será posible volver a ser persona? —me pregunta Siete por Tres sin mirarme, porque conoce la respuesta mejor que yo.

  —No siempre. Sin embargo el albergue no puede alargar el plazo, así que deben seguir camino para enfrentar de nuevo la vida y empezar de cero. Pero ellas tres, ¿adónde van a ir? Doña Solita no puede trabajar porque tiene las manos impedidas por la artritis. Le mataron a los demás hijos y le dejaron embarazada a Solana, que sufre un severo retraso mental. ¿Dónde en el mundo pueden vivir esos tres ángeles del cielo, si no es aquí?

  —Si no es aquí—repite Siete por Tres, que tiene la maña de devolver la última frase que escucha, como un eco.

  —Al llegar acá—le digo—vi lo mismo que estás viendo ahora; mujeres en los lavaderos, hombres trabajando en la huerta, niños que escuchan la lectura de un libro: demasiado silenciosos, lentos y sonámbulos, con la mente en otra cosa mientras intentan llevar un remedo de vida normal. No encontré hostilidad en ellos, al contrario, una cierta mansedumbre derrotada que me oprimió el corazón. La madre Françoise me d
ijo que no debía engañarme. «Detrás de ese aire de derrota está vivísimo el rencor», me advirtió. «Huyen de la guerra pero la llevan adentro, porque no han podido perdonar.»

  Desde su primer día entre nosotros, Siete por Tres demostró que no sabía lo que era la inactividad y dejó ver que poseía una habilidad sorprendente para cualquier oficio, fuera resanar paredes, sacrificar cerdos, organizar brigadas de limpieza o manejar el camión; ninguna tarea le quedaba grande ni existía problema al que no le hiciera el intento.

  Por confesiones que se le escapan, sé que se ha ganado la vida en los muchos oficios que le van saliendo al paso, porque mientras más busca a Matilde Lina, más las oportunidades lo encuentran a él. Le pregunto por qué nunca come carne y me entero de que fue aseador de una carnicería de Sincelejo, donde en vez de sueldo le pagaban con hueso y bofe. Sabe suturar heridas, saca muelas y remienda huesos porque ejerció de enfermero en San Onofre; maneja bus porque reemplazó choferes por la ruta Libertadores; echó musculatura como bracero en el Magdalena; fue desguazador de autos en Pereira, recolector de papa en Subachoque, afilador de cuchillos en Barichara.

  Entre todas sus destrezas, hay una en particular que para nosotros resulta imprescindible: Siete por Tres sabe mediar cuando se arman pleitos. En el albergue estalla el conflicto con demasiada frecuencia porque es mucha la gente que se amontona adentro: gente que a veces no se conoce entre sí y que se ve obligada a convivir en poco espacio por largo tiempo, compartiéndolo todo, desde el excusado y la estufa hasta el llanto adulto, sofocado por la almohada, que se escucha de noche en los dormitorios. Para no hablar de la tensión y la desconfianza extremas que se generan cuando se aloja un grupo que simpatiza con la guerrilla y otro que viene huyendo de ella. Siete por Tres ha demostrado tener un talento nato para manejar situaciones inmanejables con delicadeza y autoridad, y se ha vuelto tan necesario para las monjas que la madre Françoise le ha dado el cargo de intendente. Con esto pretende además amarrarlo al albergue, porque Siete por Tres se aleja cada vez que soplan vientos de otros lados.

  Basta con que a sus oídos lleguen noticias de que a los bajos del Guainía está migrando gente en busca de oro, o que a Araracuara y al río Inírida acuden miles de todo el país a vivir de la siembra de la coca, para que enseguida su tormento, por un rato apaciguado, vuelva a estremecerlo y le infunda la certeza de que Matilde Lina debe andar por esos rumbos, refundida entre aquella gente.

  —Pero ¿hacia dónde te vas, si éste es el propio fin de la Tierra? ¿Hasta cuándo crees que puedes echar a caminar, si aquí terminan todos los caminos? —le pregunto yo, pero él pone oídos sordos y se calza sus zapatos del Campesino Colombiano como si fueran botas de siete leguas. Entonces volvemos a verlo tal como llegó el primer día, de sombrero de fieltro calado, pantalón de lienzo blanco y ruana calentana, y yo lo acompaño con el corazón en vilo, desde la ventana, mientras se pierde carretera abajo.

  Hasta ahora siempre ha vuelto al cabo de unas cuantas semanas, derrengado de cansancio y enfermo de decepción, pero con el morral repleto de naranjas y panelitas de leche que trae de regalo para su Ojos de Agua y para la madre Françoise, y con una caja de bocadillos de guayaba que reparte entre Perpetua, Solana, Solita y Marisol.

  Seguramente, si regresa es por no abandonar a su Virgen Bailarina, o por no fallarle a tanto ser, tan urgido de su ayuda, que lo espera aquí. Yo sé que no es cierto, pero cierro los ojos y me hago la ilusión de que quizás, quién quita, también vuelve un poco por mí.

  CATORCE

  No me pregunten cómo, pero la madre Françoise ha descubierto qué es lo que atormenta mi corazón.

  —No me parece cosa prudente enamorarse de uno de los desplazados—me soltó el otro día, así sin prolegómenos y sin que yo le hubiera comentado nada, dejando caer la frase como quien no quiere.

  —¿Así que no le parece cosa prudente, madre? —le espeté la pregunta, descargando en ella las malas pulgas que llevo encima desde que empezó este hedor—. ¿Y es que acaso alguna cosa de las que acá ocurren tiene algo que ver con la prudencia?

  Me mortifica la intromisión de la madre Françoise, porque prefiero mil veces no tener testigos de este amor sin fundamento ni respuesta. Pero me mortifica aún más el hedor a pezuña quemada, o por mejor decir me hace la vida imposible, porque además coincide con un momento límite en la seguridad del albergue, y con el hecho de que hace ya tres meses que Siete por Tres partió hacia la capital, a ponerse en contacto con cierto organismo que ofrece ayudarlo en la búsqueda de Matilde Lina. En todo este tiempo no hemos recibido noticia de él, ni notificación de posible regreso, y yo, que a la tensión externa le sumo la sospecha de que no volveré a verlo, ando estragada por la ansiedad. Me salva no sé qué instinto de compensación que debe regir a los fluidos corporales, y que hace que cuando llego al borde de mi propio aguante, baje la marea del desconsuelo y mi ánimo encalle en una silenciosa bahía de aguas apáticas.

  Tengo anotados los teléfonos de los contactos de Siete por Tres en la capital, pero hago de tripas corazón y me abstengo de llamar a averiguar por su suerte. ¿Él buscándola a ella y yo buscándolo a él? Al menos me queda orgullo suficiente para no hacerlo.

  El atosigante olor proviene de una fábrica de sebo que han instalado en un solar justo enfrente del albergue. Todas las mañanas sus obreros traen desde el matadero seis o siete carretilladas de pezuñas de res, que adentro queman a lo largo del día para extraer el sebo, con lo cual logran envenenar los alrededores con un humo nauseabundo. Se trata de un tufo inicial a pelo chamuscado que al rato se transforma en un aroma culinario a carne asada que a un desprevenido puede incluso abrirle el apetito. Poco después esa segunda tonalidad del olor se va volviendo sospechosamente dulce, como si aquella carne puesta al asador estuviera un tanto pasada, muy pasada, más bien putrefacta: el olor doméstico de lo comestible se convierte en fetidez de basurero, y las náuseas me empujan a salir corriendo. Supongo que las pezuñas están hechas de la misma materia de los cuernos y deduzco que no es casual que en español se diga huele a cacho quemado cuando se quiere aludir a un olor insoportable. Este que ahora nos invade pertenece a un reino indeciso entre la materia sana y la descompuesta, entre lo vivo y lo muerto, y a mí me ha dado por creer que no sólo emana de la fábrica de sebo, sino de nosotros mismos y de nuestras pertenencias. Mi piel, mis vestidos, el agua que intento llevarme a la boca, el papel que utilizo para escribir, están impregnados de este olor mórbido, pérfidamente orgánico, que como un mísero Lázaro que intenta resucitar y no acaba de lograrlo, me abraza, a todos nos abraza con su descarnada y atenazadora ambivalencia.

  De hecho, dentro de lo crítico que es siempre todo lo que acaece en el albergue, por estos días atravesamos por una situación particularmente crítica debido a las declaraciones recientes de Oquendo, comandante de la xxv Brigada con sede en Tora, según las cuales el nuestro es un refugio para terroristas y criminales, financiado desde el exterior y camuflado tras supuestas organizaciones de derechos humanos. Que le servimos de fachada a la subversión armada, ha denunciado el comandante, y advierte que ante semejante patraña las fuerzas del orden tienen las manos atadas. Es evidente que lo que busca es desatarse las manos para poder brincarse los códigos del derecho humanitario y proceder en contra nuestra, así que, parapetados tras la cuestionada protección simbólica de nuestros muros, esperamos a que en cualquier momento nos allane el ejército o nos caiga encima un escuadrón de la muerte.

  Tal vez si fumara me atiborraría de cigarrillos para sobreaguar durante estos días que resultan teatrales de puro angustiosos, pero como no fumo, me ha dado por leer con la compulsión de quien no quiere dejar lugar en su cabeza para ningún pensamiento propio. Pero todo lo que leo me habla de mí misma, como si hubiera sido escrito a propósito para impedirme escapar. No parece haber remedio, pues, ni escapatoria posible. Ni siquiera en la lectura. Tora con su guerra y sus afanes, y Siete por Tres, y Matilde Lina, y la madre Françoise y yo misma ocupamos irremediablemente todo intersticio del aire, hasta el punto de inundar con nuestro olor a chamusquina el paisaje entero y de
saturar con nuestras propias señas las entrelíneas de libros escritos en otras partes.

  A todas éstas, Siete por Tres parece haberse borrado del mapa; tal vez finalmente se haya reencontrado con Matilde Lina en esos terrenos del nunca jamás que ella regenta. A veces deseo con toda el alma que haya sido así, para que descubra que también ella mide mediana estatura y arrastra pequeñas miserias, como todos nosotros.

  —Apiádate, Dios mío—le ruego a una divinidad en la que nunca he creído ni creo—. No me obligues a amar a quien no me ama. Mándame si quieres las otras Siete Plagas, pero de ésa, y de este intolerable olor a mortecino que me envuelve, exonérame por caridad, amén.

  QUINCE

  Ya no existe la fábrica de sebo. Respiramos de nuevo a pulmón limpio y hasta nosotros regresan, verdes y picantes, todos los vahos de la lluvia y de la selva.

  La madre Françoise, taimada, perspicaz y diligente, se averiguó que al dueño, un hombre ya de edad que vive ahí mismo donde tenía la fábrica, lo abandonó su mujer, una joven mulata entrada en carnes que encendía los deseos de todo elemento masculino de los contornos, y se dio mañas para convencer al viejo de que debía echarle la culpa de su abandono a la fetidez.

  —Don Marco Aurelio—le dijo—, ¿cómo no se le iba a largar su adorada si usted la tenía viviendo en medio de esta hedentina? ¿Usted cree que una hermosura como ésa, una auténtica reina, va a aceptar que la obliguen a andar por ahí con el pelo y la ropa impregnados de grasa?

 

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