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Hollywood Station

Page 24

by Joseph Wambaugh


  Cuando Hollywood Nate ya se había tomado su latte de Starbucks y estaba de mejor humor, recibieron el aviso de ir a Hollywood con Cahuenga, donde una pareja de vagabundos sin techo había entablado un combate vespertino. Ninguno de los dos vejetes podía hacer mucho daño al otro, a menos que sacaran armas, pero la pelea era en Hollywood Boulevard y los comerciantes de la zona no lo toleraban. El proyecto «Restauramos Hollywood» estaba en pleno apogeo, todo el mundo soñaba con que llegaran muchos turistas más y así, algún día, el viejo y sórdido Hollywood resplandecería como Westwood o Beverly Hills, o como Santa Bárbara, pero sin el mar cerca.

  Los combatientes habían ido a pelarse a una calleja, detrás de una librería de adultos, y se habían agotado el uno al otro al cabo de seis inseguros puñetazos. En ese momento, estaban en la etapa de distanciamiento, a unos tres metros el uno del otro, cambiándose maldiciones y amenazándose con los puños. Wesley aparcó la tienda en Cahuenga, al norte del boulevard, y se acercaron a los desarrapados y viejos luchadores callejeros.

  – El delgado es Trombone Teddy. Era un jazzman famoso por sus licks, hace un cargamento de whisky. Al delgado de verdad hace años que lo veo por aquí, pero creo que no he hablado nunca con él.

  El delgado de verdad, un palo de hombre de edad indeterminada, pero probablemente más joven que Trombone Teddy, llevaba un sucio fedora negro, una corbata verde más sucia todavía sobre una camisa gris aún más sucia y pantalones descoloridos. Calzaba unos zapatos que habían sido de piel, pero ahora eran sobre todo de cinta aislante, y se pasaba las noches arrastrando los pies por el paseo, rabiando contra todo el que no le dejaba en la mano uno o dos dólares.

  No valía la pena preocuparse por quién haría contacto y quién cubriría, con esos dos indigentes, y como Hollywood Nate quería zanjar el asunto, se interpuso sin más.

  – Por Dios, Teddy -dijo-, ¿qué demonios hace peleando en Hollywood Boulevard?

  – Ha sido él, agente -dijo Teddy, jadeando todavía por el esfuerzo-. Empezó él.

  – ¡Que te jodan! -dijo su antagonista con la debilidad que da beber de esas petacas de oporto barato que suelen llevar.

  – Contrólese -dijo Nate mirando al tipo y a su carrito del súper, repleto de desechos, trastos y cachivaches. Bajo ningún concepto quería detenerlo y tener que inventariar tanta basura.

  – ¿Cómo se llama? -preguntó Wesley al vejete más delgado.

  – ¿Y a ti qué te importa?

  – No nos obligue a detenerlo -dijo Nate-. Conteste al agente.

  – Filmore U. Bracken.

  – ¿Qué quiere decir la U? -preguntó Wesley con una sonrisa, probando un enfoque positivo.

  – Te lo voy a decir clarito -contestó Filmore-, Unami Erda.

  – ¿Unami Erda? -dijo Wesley-. Qué nombre tan raro.

  – «Una mierda» -puntualizó Nate-. Vale, Filmore, usted nos acompaña.

  – Upton -dijo Filmore cuando Nate sacó del bolsillo unos guantes de goma.

  – De acuerdo, última oportunidad -concedió Nate antes de ponérselos-. ¿Está de acuerdo en marcharse de aquí, dejar a Teddy en paz y lo pasado, pasado?

  – Claro -dijo Filmore U. Bracken acercándose a Teddy con la mano tendida.

  Teddy vaciló, miró a Nate y tendió la mano también. Filmore U. Bracken se la cogió con la derecha y le endiñó un gancho de izquierda que, por patético que fuera, tumbó a Trombone Teddy de posaderas.

  – ¡Ja! -se jactó Filmore admirando su propio puño.

  Entonces, los dos policías se pusieron los guantes y esposaron a Filmore por las huesudas muñecas, pero cuando iban a llevarlo al coche, el indigente dijo:

  – ¿Y mis cosas, qué?

  – Ahí no hay más que basura -dijo Hollywood Nate.

  – ¡Ahí está mi yunque! -chilló Filmore.

  Wesley Dmbb se acercó al carrito, revolvió por encima cautelosamente y, debajo de las latas, calcetines y calzoncillos limpios, robados probablemente en alguna lavandería, había un yunque.

  – Parece que pesa mucho -dijo Wesley.

  – ¡Ese yunque es mi vida! -gritó el prisionero.

  – En Hollywood no le hace falta un yunque. ¿Cuántos caballos ve por aquí?

  – ¡Es mío! -chilló el prisionero, y entonces, un hombre gordo y asmático salió como un pato por la puerta de atrás de la librería de adultos.

  – Agente -dijo-, ese tipo lleva todo el día armando jaleo en el paseo; molesta a mis clientes y les escupe si no le dan dinero.

  – ¡Que te jodan a ti también, gordo, degenerado! -replicó el prisionero.

  – Tengo que pedirle un favor -dijo Nate al propietario-. ¿Podría guardar en su almacén el carrito de este hombre hasta que salga de la cárcel?

  – ¿Y cuánto tardará?

  – Depende de si lo multamos sólo por borracho o si añadimos cargos por la agresión que acabamos de presenciar.

  – No quiero denunciarlo -dijo Trombone Teddy.

  – ¡Cállese, Teddy! -dijo Hollywood Nate.

  – Sí, señor -dijo Teddy.

  – ¡No estoy tan borracho como él! -protestó el prisionero señalando a Teddy con el dedo.

  Tenía razón y todos lo sabían. Teddy se tambaleaba, pero no por el puñetazo del otro vejete.

  – De acuerdo, escuchen -dijo Nate, dispuesto a administrar justicia de boulevard-, Filmore, aquí presente, se irá a desintoxicación un par de horas y luego volverá a recoger sus propiedades. ¿Qué les parece?

  A todo el mundo le pareció bien y el dueño de la librería se llevó el carrito al almacén de la parte trasera.

  – Gracias, agente -dijo Trombone Teddy a Wesley Drubb mientras Nate se llevaba al prisionero al coche-. Ese maricón es un mal actor, un borrachuzo de lo peor.

  – A su servicio, ya sabe -dijo Wesley.

  – A lo mejor puede usted hacer algo con esto -dijo Teddy ofreciendo a Wesley una tarjeta que llevaba en la mano.

  – Gracias -dijo Wesley. Era una tarjeta comercial de un restaurante chino, The House of Chang -un día a iré a probarlo.

  – Déle la vuelta -dijo Teddy-, tiene apuntada una matrícula.

  – ¿Y? -dijo Wesley tras dar la vuelta a la tarjeta y ver un número de matrícula que parecía de California.

  – Es un Pinto azul -dijo Teddy-. Lo llevaban dos drogadictos, un hombre y una mujer. Ella lo llamaba Freddy, me parece, o Morley, quizá. No me acuerdo bien. Los vi pescando en un buzón de correos de Gower, del lado sur del boulevard. Robaron el correo. Eso es delito federal, ¿no?

  – Un minuto, Teddy -dijo Wesley.

  Se acercó a su compañero, que había metido a Filmore U.

  Bracken en el asiento trasero del coche, y le enseñó la tarjeta.

  – Teddy me ha dado este número de matrícula. Es de una pareja de drogadictos que roban en los buzones. El tipo se llama Freddy o Morley.

  – Todos los drogadictos roban en los buzones -dijo Hollywood Nate- y en todas partes donde sea posible.

  A Wesley le parecía que no podía pasar el soplo por alto sin más y deshacerse del número de matrícula. Pero no quería actuar como si todavía fuera un novato, de modo que fue a devolver la tarjeta a Teddy.

  – ¿Por qué no la entrega en la oficina de Correos? Allí tienen gente que se dedica a investigar estos casos.

  – De momento me la quedo -dijo Teddy, evidentemente decepcionado.

  De camino a comisaría, Nate conducía y pensaba en la secretaria que trabajaba en la agencia de selección de extras donde había ido el martes anterior. Le había puesto muy buena cara y le había dado su número de teléfono. Pensó que Wesley y él podían llevarse algo de comer a la comisaría; así se sentaría a solas en algún sitio y hablaría un rato con ella por el móvil.

  – ¿Te apetecen hamburguesas esta noche, compañero? -preguntó a Wesley.

  – Claro -dijo Wesley-, eres tú el fanático de la salud que no quiere comerlas.

  Entonces, pensando en la monada de secretaria y en lo que podrían hacer juntos la próxima noche que él librara, e incluso en la mano que podría
echarle con su jefa, la representante de actores, lo invadió un auténtico bienestar, que él llamaba «hollycidad».

  – ¿Y usted, Filmore? -dijo-, ¿Le apetece una hamburguesa?

  – ¡Coño, claro! -exclamó el indigente-. ¿Cómo no?

  Compraron cuatro hamburguesas sin bajarse del coche, dos para Wesley, y patatas fritas, y se encaminaron a comisaría.

  – Éste es el trato -dijo Nate al prisionero cuando llegaron allí-. No sólo le regalo la hamburguesa y las patatas fritas, también un pase para salir gratis de la cárcel. Va a quedarse sentado treinta minutos en la pecera comiéndose la hamburguesa, y hasta le traeré una Coca-Cola. Luego, cuando mi compañero le haga la ficha para futuras referencias, lo dejaré marchar y usted volverá al paseo a buscar el carrito y se largará a casa, viva donde viva.

  – ¿No tengo que ir al calabozo ni a desintoxicación?

  – Exacto. Tengo una llamada muy importante que hacer, así que no puedo perder el tiempo a lo tonto con usted. ¿Acepta?

  – ¡Coño, claro! -dijo Filmore.

  – ¿Qué es todo eso que ha quedado en el asiento? -preguntó Wesley a Filmore cuando el prisionero se apeó del coche en el aparcamiento-. ¿Arena de la playa?

  – No, es psoriasis -contestó Filmore U. Bracken.

  – ¡Qué barbaridad! -exclamó Wesley.

  B.M. Driscoll y Benny Brewster respondieron al aviso del edificio de apartamentos Stanley, al norte de Fountain. Media manzana más allá, terminaba la jurisdicción del sheriff del distrito Hollywood Oeste; cuando todo hubo pasado, Benny Brewster, al caer en la cuenta de ese detalle, pensó que ojalá hubiera sucedido media manzana más al sur.

  La administradora del apartamento respondió al timbrazo y les pidió que entraran. No era una propiedad barata. En realidad, B.M. Driscoll estaba pensando que no le importaría vivir allí si pudiera sufragarse la renta. La mujer llevaba una americana de sport con falda y parecía que acabase de salir del trabajo. El pelo, con mechas plateadas, estaba cortado a estilo masculino y, en general, era lo que se suele decir de las mujeres de su edad, una mujer «de bandera».

  – Soy Cora Sheldon -dijo- y los he llamado por la nueva inquilina del número catorce. Se llama Eileen Leffer. Se instaló el mes pasado, venía de Oxnard, y tiene dos niños pequeños -hizo una pausa y siguió leyendo lo que decía en el contrato de alquiler-. Un niño de seis años llamado Terry y una niña de siete llamada Sylvia. Dijo que era modelo y parecía muy respetable; prometió traernos referencias pero hasta el momento no lo ha hecho. Creo que ahí pasa algo.

  – ¿Algo como qué? -preguntó Benny.

  – Trabajo de día, pero nunca veo ni oigo a los niños. El propietario del edificio sólo alquilaba los apartamentos amueblados a adultos, de modo que los niños son una novedad para mí. No me he casado, pero creo que a los niños normales se les tiene que oír de vez en cuando, en cambio a estos dos, nada. Tengo la impresión de que no van al colegio. Ni siquiera los oigo ni los veo los fines de semana, cuando estoy en casa.

  – ¿Ha investigado usted? -preguntó B.M. Driscoll-. Es decir, ¿ha llamado a la puerta para invitarla cordialmente a café?

  – Dos veces, pero no me contestaron. Estoy preocupada. Tengo una llave, pero me da miedo abrir la puerta y entrar.

  – No hay duda razonable para que entremos nosotros -dijo Benny-. ¿Cuándo fue la última vez que llamó?

  – Anoche, a las ocho.

  – Deme la llave -dijo B.M. Driscoll-, y venga con nosotros. Si no hay nadie en casa, saldremos de puntillas otra vez y aquí no ha pasado nada. No haríamos esto si no fuera por la presencia de niños.

  Llegaron al número catorce y Benny llamó a la puerta. No hubo respuesta. Insistió golpeando con el mango de la linterna. Tampoco hubo respuesta.

  Cora Sheldon no paraba de mordisquearse los labios; B.M. Driscoll encajó la llave en la cerradura, abrió y encendió la luz de la sala. La sala estaba desordenada, había revistas tiradas por todas partes y un par de botellas de vodka en el suelo. La cocina olía a basura y, cuando se asomaron, vieron el fregadero lleno de platos sucios. La cocina de gas estaba hecha un asco de restos de algo blanco que había rebosado al hervir.

  B.M. Driscoll encendió la luz del pasillo y echó un vistazo al cuarto de baño, que estaba más desordenado que la cocina. Benny miró en el dormitorio principal, donde la cama estaba sin hacer y había un sujetador y unos leotardos finos en el suelo, y dio media vuelta con un encogimiento de hombros. La puerta del otro dormitorio estaba cerrada.

  – En el otro dormitorio hay dos camitas iguales -dijo Cora Sheldon-, debería de ser el de los niños.

  B.M. Driscoll se acercó a la puerta, la abrió y encendió la luz. Estaba muchísimo peor que el dormitorio principal. Había platos con mantequilla de cacahuete y galletas saladas en el suelo y el tocador. El suelo ante el televisor estaba regado de latas vacías de soda y cajas de cereales de desayuno.

  – Bueno, no es una gran ama de casa -dijo-, pero ¿aparte de eso?

  – Compañero -dijo Benny señalando la cama; se acercó al lecho y enfocó con la linterna unas manchas oscuras de vino-. Parece sangre.

  – ¡Ay, Dios mío! -dijo Cora Sheldon. B.M. Driscoll miró debajo de la cama y Benny abrió el armario, que estaba ya entreabierto.

  Allí los encontraron; los niños estaban sentados debajo de la ropa colgada de su madre. El niño de seis años lloraba y su hermana de siete lo rodeaba con un brazo. Los dos tenían los ojos azules, pero el niño era rubio y la niña, castaña. Ninguno de los dos se había lavado bien desde hacía unos días y ambos estaban aterrorizados. El niño iba en pantalones cortos, camiseta manchada de comida y descalzo. La niña llevaba un vestido de algodón con encaje, también manchado de comida, y zapatillas de lona de color rosa.

  – No vamos a haceros daño, salid -dijo Benny.

  – ¡Ay, Dios mío! -repitió Cora Sheldon.

  – ¿Dónde está vuestra mamá? -preguntó B.M. Driscoll.

  – Se fue con Steve -dijo la niña.

  – ¿Steve vive aquí? -preguntó Benny.

  – Yo no se lo he alquilado a ningún… -terció Cora Sheldon entonces, pero Benny la hizo callar con un gesto de la mano.

  – A veces -contestó la niña.

  – ¿Hace mucho tiempo que se han marchado? -preguntó B. M. Driscoll.

  – Me parece que sí -dijo la niña.

  – ¿Dos días? ¿Tres? ¿Más días?

  – No sé -dijo la niña.

  – De acuerdo, salid de ahí, vamos a ver qué tal estáis.

  – ¿Te ha hecho daño alguien? -preguntó Benny a la niña tras mirar detenidamente la mancha de la cama. La niña asintió sin palabras y empezó a llorar al salir, dolorida, del armario-. ¿Quién? -preguntó Benny-. ¿Quién te ha hecho daño?

  – Steve -dijo la niña.

  – ¿Cómo? -preguntó Benny-. ¿Cómo te hizo daño?

  – Aquí -dijo ella; se levantó un poco el vestido de algodón y ellos vieron sangre seca en ambas piernas, que había goteado desde los muslos, y manchas oscuras que parecían de sangre en los calcetines blancos con puntilla que llevaba puestos.

  – ¡Salga, por favor! -dijo Benny a Cora Sheldon al tiempo que cogía a un niño de cada mano; se los llevó al salón y cerró la puerta del dormitorio como protegiendo el escenario del delito.

  B.M. Driscoll sacó el transmisor para informar a los investigadores de que tenían trabajo que hacer, y que necesitaban transporte para dos niños a los que había que llevar al hospital.

  – Espere en su apartamento, señora Sheldon -dijo Benny.

  – ¡Ali! -exclamó la mujer mirando a los niños, y empezó a llorar camino de la puerta.

  Cuando se hubo ido, la niña se volvió a su hermano menor y le dijo:

  – No llores, Terry, mamá volverá enseguida.

  Era casi medianoche cuando Flotsam y Jetsam estaban en comisaría buscando a un sargento que firmara un informe de robo. Una drag queen había denunciado que, mientras iba por el boulevard por motivos completamente legales, un coche con dos tipos dentro se detuvo, uno de los t
ipos salió, le dio un tirón y le robó el bolso, donde llevaba cincuenta dólares en metálico y una «fantástica» peluca nueva que valía trescientos cincuenta. Además, antes de largarse, el tipo le dio un puñetazo.

  Jetsam estaba llamando para comprobar qué clase de antecedentes tenía la drag queen, si había sido detenida muchas veces por prostitución, por ejemplo, cuando el agente del mostrador pidió a Flotsam que le vigilase el garito mientras iba arriba un momento a atender una evacuación inaplazable.

  Flotsam accedió, y allí estaba cuando Filmore U. Bracken entró en el vestíbulo arrastrando los pies, muy enfadado y ofendido.

  – Tronco -dijo Flotsam después de mirar al indigente de arriba abajo-, debe de estar muy mal, para entrar en una comisaría por voluntad propia.

  – Quiero poner una denuncia -dijo el sujeto.

  – ¿Qué clase de denuncia?

  – Quiero denunciar a un policía.

  – ¿Qué ha hecho?

  – Reconozco que me invitó a una hamburguesa.

  – Sí, claro, comprendo que lo haya sacado de sus casillas -dijo Flotsam-. Tenía que haber sido filet mignon, ¿verdad?

  – Me trajo aquí a comer la hamburguesa y dejó mis pertenencias a cargo de un degenerado gordo y grande, en una librería guarra de Hollywood Boulevard.

  – ¿Qué librería guarra era?

  – Se la puedo enseñar. La cuestión es que el degenerado ése no ha cuidado mis cosas, como prometió, y ahora todo ha desaparecido. ¡Todo lo que llevaba en el carro!

  – Tenga la bondad de decirme qué había en el carro.

  – Mi yunque.

  – ¿Un yunque?

  – Sí, es toda mi vida.

  – Caramba -dijo Flotsam-. ¿Es usted herrero? La policía montada quizá le dé trabajo.

  – Quiero ver al jefe y poner una queja.

  – ¿Cómo se llama usted?

  – Filmore Upton Bracken.

  – Espere aquí un minuto, señor Bracken -dijo Flotsam-. Voy a comentárselo al sargento.

  Mientras Jetsam esperaba a que el Oráculo diera el visto bueno y firmara el informe del delito, Flotsam fue a consultar las guías telefónicas y buscó rápidamente el bufete de asesoría legal de Harold G. Lowenstein, un abogado famoso y odiado en los círculos policiales de Los Ángeles que vivía a costa de denunciar a policías y a la ciudad que los contrataba. Siempre había alguien que decía lo que le haría a Harold G. Lowenstein si alguna vez lo pillaba conduciendo borracho.

 

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