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Hollywood Station

Page 25

by Joseph Wambaugh


  Flotsam marcó entonces el número del teléfono público del vestíbulo pensando que la idea no funcionaría, pero al cabo del octavo timbrazo, contestaron.

  – Diga -dijo Filmore Upton Bracken.

  – ¿Señor Bracken? -dijo Flotsam, imitando lo mejor que sabía a Anthony Hopkins en el papel de mayordomo-. ¿Hablo con el señor Filmore Upton Bracken?

  – Sí, ¿quién es usted?

  – Aquí el teléfono rojo de urgencias del bufete de abogados del señor don Harold G. Lowenstein, señor Bracken. Un agente de policía de Los Ángeles acaba de telefonear desde la comisaría Hollywood y nos ha dicho que es posible que usted necesite nuestros servicios.

  – ¿Sí? ¿Es usted abogado?

  – Yo sólo soy ayudante técnico, señor Bracken -contestó Flotsam-. Pero el señor Lowenstein tiene un gran interés en todos los casos de mala conducta en agentes de la ley. ¿Podría usted presentarse mañana en nuestras oficinas a las once de la mañana para hablar del asunto?

  – Puede apostar que sí. Un momento, voy a coger un lápiz de ahí.

  Desapareció un instante, pero Flotsam le oyó gritar: «¡Eh! ¡Necesito un lápiz, coño!». Volvió al cabo de un momento y dijo: «Dispare, hermano».

  Flotsam le dio la dirección del bufete de Harold G. Lowenstein en Sunset Strip, incluido el número de suite, y le dijo:

  – Señor Bracken, el agente que acaba de llamarnos por lo de su caso dijo que, probablemente, se encontraba usted sin medios disponibles en estos momentos; pero no se deje intimidar si nuestros empleados intentan disuadirlo desde sus protegidos parapetos. El señor Lowenstein querrá verle a usted personalmente, de modo que no se conforme con negativas de recepcionistas insolentes.

  – A quien intente impedírmelo le daré una patada en el culo -dijo Filmore.

  – Esa es la idea, señor Bracken -dijo Flotsam, pero el acento se le iba decantando hacia el estilo Sean Connery, lejos ya de Anthony Hopkins.

  – Estaré allí a las once -dijo Filmore, y se quedó esperando en el vestíbulo hasta que Flotsam volvió.

  – Señor Bracken -le dijo-, el sargento le recibirá ahora.

  – El sargento que se joda -respondió Filmore de puntillas, para poner los ojos a la altura de los de ese agente tan alto-. Que hable con mi abogado, voy a denunciaros a todos, mamones. Y al final, seré el puto dueño de este sitio y a lo mejor, si tienes suerte, un día te invito a una hamburguesa. Gilipollas.

  Dicho lo cual, Filmore Upton Bracken salió por la puerta arrastrando los pies, más ancho que Hollywood Boulevard.

  Cuando B.M. Driscoll y Benny Brewster terminaron el turno, a primeras horas de la mañana, se encontraron con Flotsam y Jetsam en el vestuario, compartiendo con Hollywood Nate y Wesley Drubb las aventuras de Filmore Upton Bracken.

  – Por cierto, chicos -dijo Nate a Flotsam y Jetsam cuando las carcajadas cesaron-, estáis invitados a una fiesta de cumpleaños. Mi querida amiga más reciente lo celebra en su casa, en Westwood. Puede que vayan dos o tres titis de la industria del espectáculo, a las que podréis conocer.

  – ¿No va nadie de la tribu? -preguntó Flotsam-. No te ofendas, pero no puedo soportar más de dos judíos a la vez. En cuanto se juntan tres o más hebreos de Hollywood, empiezan a endilgar chapitas políticas a todo objeto animado e inanimado que se les ponga por delante, y eso incluye mi pobre culo.

  – Cerdo surfero, ¡mira que llegas a ser antisemita, joder! -dijo Nate.

  – ¿Vas a invitar a Budgie? -preguntó Flotsam.

  – Probablemente -dijo Nate.

  – De acuerdo, iremos. Mi compañero la admira de lejos.

  Dejaron de bromear cuando entraron B.M. Driscoll y Benny Brewster con cara de desaliento total. Los dos empezaron a desvestirse rápidamente en silencio.

  – ¿Qué os pasa, tíos? -preguntó Jetsam-. ¿Quitan Wrestlemania de la programación?

  – Si no lo sabes, mejor para ti -dijo B.M. Driscoll, casi arrancándose los botones de la camisa del uniforme como si quisiera quitársela a desgarrones-. Chungo de verdad. Niños pequeños.

  – Pues animaos, chicos -dijo Flotsam-, ¿es que no prestáis atención al Oráculo? Este trabajo es divertido. Divertíos.

  – «Two shots of happy…»-saltó Jetsam de pronto con su imitación de Bono-, «one shot of saaad».

  – Esta noche, de «happy» nada, tío -dijo Benny Brewster quitándose el chaleco antibalas y embutiéndolo de cualquier manera en la taquilla-, sólo tristeza. Auténtica tristeza.

  Capítulo 13

  – Discúlpeme, Andrea, por favor -dijo Viktor Chernenko a última hora de la mañana. Sólo había seis investigadores en la sala de la brigada, los demás estaban en la calle o en los tribunales o, en el caso concreto de la comisaría Hollywood, es que no había más debido a la escasez de personal y las restricciones presupuestarias.

  – ¿Sí, Viktor? -dijo Andi sonriendo por encima de una taza de café, con las manos todavía en el teclado del ordenador.

  – Pienso que hoy está muy preciosa, Andrea -dijo Viktor con su habitual sonrisa cohibida-. Creo que reconozco su más bonito jersey amarillo de Bananas Republic, donde mi esposa Maria compra.

  – Sí, allí lo compré.

  Sin más palabras, Viktor volvió a su cubículo. Así solía comportarse. Cuando necesitaba algo, podía pasarse medio día dando rodeos antes de pedirlo directamente. Por otra parte, nadie le hacía tantos cumplidos como Viktor cuando necesitaba a una agente de investigación para alguna cosa.

  Andi se alegró de que Brant Hinkle siguiera formando equipo con él, y precisamente por eso, seguro que aceptaba lo que Viktor le pidiera cuando dejara de dar rodeos. Desde que Brant había llegado, sus posibilidades no habían hecho más que aumentar, en su opinión. Ya había comprobado sus datos y sabía que acababa de cumplir cincuenta y tres, que sólo se había casado y divorciado una vez, un caso raro entre policías últimamente, que tenía dos hijas adultas y casadas y, por su número de serie, debía de llevar cuatro años más que ella en activo. En resumen, era un partido posible. Además, sabía que él también tenía interés por la forma en que la miraba, aunque de momento no había dado ningún paso.

  Pasaron veinte minutos más; estaba a punto de salir a la calle, a visitar a un par de testigos del llamado intento de homicidio, caso en el que un novio y chulo a la vez había abofeteado a una prostituta y había disparado dos tiros en la dirección en que ella huía. Seguro que, a esas alturas, la prostituta habría cambiado de opinión, o la habrían obligado, y todo sería perdonado. Pero Andi tenía que cubrir el expediente de todas formas, sólo por si la asesinaba la noche siguiente.

  – Andrea -dijo Viktor acercándose a su mesa por segunda vez.

  – Dígame, Viktor.

  – ¿Sería tan amable de ayudarnos a Brant y a mí? Tenemos una misión para una mujer y, como ve, hoy usted es la única mujer aquí.

  – ¿Cuánto calcula que puede durar?

  – Unas pocas horas, y tendría el honor de invitarla a comer.

  Andi miró a Brant Hinkle, que estaba hablando por teléfono y llevaba unas pequeñas medias gafas; escribió algo en un bloc de notas.

  – De acuerdo, Viktor -le dijo-. Mi prostituta maltratada puede esperar.

  Viktor se dirigió hacia el oeste, a Glendale, con Andi en el asiento de al lado y Brant atrás. Iba muy pendiente de todo y pidió disculpas porque el aire acondicionado del coche no funcionaba.

  – Es decir -resumió Andi-, que lo único que tengo que hacer es seguir al ruso desde su trabajo en la tienda de repuestos de automoción hasta el lugar donde vaya a comer.

  – Nos han dicho que siempre va a pie a un establecimiento de comida rápida, pero hay varios en la zona.

  – El informante de Viktor dice que el tipo, Lidorov, es muy sensible a los seguidores, pero seguramente no esperará que lo siga una mujer.

  – ¿Y lo único que tengo que hacer es recoger una muestra de ADN?

  – Eso es lo único -dijo Viktor-. Mi informante a veces es de fiar, a veces no.

  – La comparación de ADN tampoco es una prueba muy fia
ble -dijo ella volviéndose en el asiento a mirar a Brant, el cual enarcó las cejas como diciendo: «Viktor es obsesivo, ya sabes».

  – Andrea -contestó Viktor-, cuando hice el seguimiento y encontré la colilla de cigarrillo en la joyería, detrás del armario, sé en mi corazón que la dejó allí el sospechoso.

  – Aunque la víctima estaba tan aterrorizada que no recordaba con seguridad si el tipo había dejado la colilla o se la había llevado -añadió Brant con reservas.

  – Me da una sensación interesante -dijo Viktor-. Y este ruso de Glendale tiene dos condenas por asalto a mano armada en joyerías.

  – Le he oído comentar que ni siquiera está convencido de que el ladrón del doscientos once a la joyería sea ruso -dijo Andi.

  – El acento que el dueño del establecimiento oyó al hombre -dijo Viktor- era distinto al de la mujer. Pero todo el mundo es mafia rusa para la gente de Hollywood. Precisamente Glendale tiene una gran población armenia. Muchos van al Gulag, y ahí es donde he encontrado la pista. Los delincuentes de toda la antigua URSS van al Gulag a comer y a beber, incluidos los delincuentes de la antigua Armenia soviética. Pero de momento tenemos a este ruso, que fue ladrón de joyerías en su vida pasada.

  – No es gran cosa en que apoyarse -dijo Andi.

  – No tenemos nada más -dijo Viktor-, sólo que creo que de un robo de correo en un buzón concreto de Gower es de donde la información sobre los diamantes se obtuvo. Si sólo pudiera tener una pista sobre el ladrón de correo…

  – No podemos poner vigilancia en cada buzón de la zona, Viktor -dijo Brant.

  – No, Brant, no podemos -dijo Viktor-. Por eso me gustaría probar esta cosa hoy, aunque sé que es una posibilidad muy alejada.

  Aparcaron en la siguiente manzana y Viktor procedió a observar diligentemente la entrada de la tienda de repuestos con unos prismáticos, mientras Andi se daba media vuelta en el asiento y empezaba a hablar con Brant de si le gustaba Hollywood, hasta el momento, y en qué lugar se encontraba en la lista para teniente.

  A Brant le sorprendió que Andi tuviera un hijo en el ejército, destinado a Afganistán, y dijo:

  – No crea que se lo digo a todas las señoras, pero, en serio, no aparenta edad suficiente.

  – Tengo edad más que suficiente -dijo ella con la esperanza de no haberse sonrojado. Si no se controlaba, no tardaría en empezar a pestañear como una posesa.

  – Me parece que las cosas están bastante tranquilas en Afganistán, últimamente -dijo.

  – El año pasado estuvo en Irak -dijo ella-. No me gusta pensar en aquellos meses, lo pasé mal.

  Brant no contestó nada, pero agradeció tener dos hijas que vivían sin riesgos. No se imaginaba qué se sentiría con un hijo único en el infierno. Sobre todo siendo policía, con una personalidad enérgica y directa que de nada servía en esas situaciones. ¿Sentirse inútil y asustado todo el tiempo? Le parecía que el asunto debía de ser mucho más difícil cuando los padres eran policías.

  – Es Lidorov -anunció Viktor bajando los prismáticos y mirando una foto policial que tenía en el regazo-. Lleva camisa negra y pantalones vaqueros, el pelo que parece de charol, bigote gris y de altura mediana. Se dirige hacia el gran centro comercial, a media manzana de la tienda de repuestos de automoción.

  Andi se apeó en el lado este del centro comercial y entró en las instalaciones un minuto después que Lidorov. Al principio creyó que lo había perdido, pero lo vio de nuevo dirigiéndose al patio de los restaurantes.

  Lidorov se detuvo ante una charcutería griega donde dos hombres latinos hacían gyros, luego pasó a un italiano de comida para llevar donde otro joven latino levantaba en el aire hábilmente una pizza. Por fin se decidió por un chino de comida rápida y pidió algo, que le sirvieron en un recipiente de cartón, además de un refresco en vaso de plástico. Le atendió un latino, también.

  Andi lo observaba desde el italiano y se preguntaba si los palillos serían mejores o peores que los tenedores para recoger muestras de ADN. Pero Lidorov negó con un gesto cuando le ofrecieron los palillos y cogió un tenedor de plástico en su lugar. Se sentó en una de las tres mesillas que había enfrente de la barra a comer del recipiente de cartón y beber del vaso de plástico, sin quitar la vista de encima a toda mujer joven que pasara por allí.

  Cuando el hombre se levantó, ella estaba preparada para recogerle la mesa y quedarse con el tenedor y la pajita. Pero no tuvo ocasión. El hombre cogió el vaso y recipiente de cartón con los restos de comida y se dirigió a la salida bebiendo por la pajita. Andi supuso que el tenedor estaba en el recipiente, de modo que, ¿qué hacía ahora?

  Lidorov salió al exterior, se desperezó un poco y pasó de largo tan campante ante dos papeleras donde podía haber depositado perfectamente la caja y el vaso.

  «¡La basura, maldito seas!», pensó Andi siguiéndolo hasta donde se atrevió. Sin embargo, como había pocos transeúntes en la acera, cruzó a la otra y allí esperó a que la recogieran.

  – Lo siento, Viktor -dijo, ya dentro del coche-, se ha llevado la comida a la tienda.

  – Está bien, Andrea -dijo Viktor.

  – ¡Vaya! -exclamó Brant mirando por los prismáticos-. ¡No es un incívico que tira la basura en cualquier parte!

  Dos minutos después, aparcaron al este de la pequeña zona comercial donde se encontraba la tienda de repuestos de automoción. En el aparcamiento, cerca de la pared, había un contenedor de basura muy grande colocado sobre una laja de cemento; tenía la tapa abierta y los tres detectives se quedaron mirándolo.

  Viktor y Brant, que medían más de un metro ochenta, se auparon un poco por sobre el borde, levantando los pies del asfalto, a mirar el interior.

  – ¿Quiere que le diga la noticia que es buena o la que no es tan buena? -preguntó Viktor a Andi, una vez en el suelo de nuevo.

  – La buena -dijo Andi.

  – Parece que se han llevado la basura esta mañana. Está prácticamente vacío. Veo la caja de cartón del chino, el vaso y la pajita.

  – ¿Y la mala?

  – No hay más forma de alcanzarlo que meterse dentro -dijo Brant.

  – Bien, supongo que uno de ustedes, víctimas de la moda, va a tener que mancharse el traje -dijo Andi.

  – Andrea -dijo Viktor-, estoy tan sin plena forma que de verdad no creo que pueda hacerlo. Estoy pensando que si pongo mi abrigo encima del borde aquí, para que no se estropee ese precioso jersey de Bananas, usted podría asomarse por el borde aquí, estirarse y coger el tenedor y la pajita, ¿no?

  – ¿Y cómo lo hago para no caerme dentro de cabeza?

  – Nosotros la sujetaremos cada uno por una pierna.

  – ¡Ah! ¿A usted también le parece buena idea?

  – Se lo juro, Andi -dijo Brant-, no creo que yo fuera capaz de hacerlo ni con una escalera. Y si seguimos merodeando por aquí mucho rato más, perderemos el elemento sorpresa. Aunque encontremos coincidencias, él se habrá marchado con tiempo, incluso puede volverse a Rusia.

  – ¡Qué héroes! -dijo Andi quitándose los tacones-. Menos mal que llevo pantalones largos.

  Con un hombre sujetándole cada pie descalzo, Andi fue izada al borde del contenedor y se dobló sobre el abrigo de Viktor; a regañadientes, se dejó bajar de cabeza hasta alcanzar la caja de cartón y el vaso.

  – Sáquenme de aquí. ¡Huele que apesta! -dijo.

  – Mi abrigo tiene que ir a la tintorería -dijo Viktor, de vuelta en el coche y con el tenedor y la pajita en un sobre grande de pruebas-. ¿Qué tal su jersey, Andrea?

  – Un tirante del sujetador descosido y el estómago y los muslos con rasponazos; por lo demás, estoy bien. Más vale que la comida valga la pena, Viktor.

  Y valió la pena. Viktor los llevó a un restaurante ruso de Melrose caprichosamente decorado, donde pidieron borsch, pan negro, blinis y té caliente en vaso, e incluso tuvieron música de violines rusos gracias al sistema de sonido. Viktor ejerció de anfitrión perfecto en todo momento.

  – A veces, aquí preparan platos ucranianos -comentó mientras tomaban té.

  – Me parece
que esta tarde me salto el Pilates -dijo Andi-. Muchachos, me han estirado ustedes hasta el último músculo del cuerpo.

  – Hablando de músculos, usted los tiene mucho mejor desarrollados que yo -dijo Brant-. Tiene unas piernas estupendas. Quiero decir que me parecieron fuertes, cuando la sujeté.

  Otra vez esa mirada. Andi estaba segura de que, después del pequeño ejercicio de hoy, Brant daría un paso. Quizá cuando volvieran a comisaría y Viktor estuviera ocupado con otra cosa.

  – Procuraré mantenerme en forma, por si me necesitan para otra inmersión en contenedor -dijo ella-. Tendrían que convertirlo en especialidad de las olimpiadas del cuerpo.

  – Andi -dijo Brant cuando Viktor se fue al cuarto de baño-, no sé si se le gustaría venir conmigo a cenar un día a un restaurante nuevo rabiosamente moderno que se llama Jade, sobre el que he leído algo.

  «¡Por fin!», pensó Andi.

  – Me gustaría cenar con usted, pero ese sitio es caro -dijo ella-. He leído el artículo.

  – ¡Al cuerno! -exclamó él-. Hace mucho que mis hijas no necesitan la pensión y mi ex hace diez años que volvió a casarse, es decir, soy independiente y vivo con holgura. Pero, ahora que lo pienso, a lo mejor soy demasiado mayor para un sitio como Jade.

  – Aparenta menos años que yo -dijo ella.

  – Que Dios la bendiga, hija mía -dijo Brant-, Entonces, ¿quedamos?

  – Sí, podemos intentarlo el jueves para evitar el gentío de los fines de semana. ¿Cómo tendré que vestirme?

  – Estará estupenda con cualquier cosa que se ponga -dijo él, y bajó los ojos con timidez nada más decirlo.

  «¡Esos ojos verdes!» -pensó Andi-. «Este hombre, o me lleva al cielo o me hunde en la miseria.» El corazón le latía con fuerza cuando Viktor volvió a la mesa.

  – Una cosa es segura -les dijo Viktor mientras entregaba la tarjeta de crédito al camarero-, aunque Lidorov no sea nuestro ladrón, será muy bueno tener su perfil de ADN. Es un ladrón violento, y ya se sabe, aunque la mona se vista con piel de oveja…

 

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