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Hollywood Station

Page 27

by Joseph Wambaugh


  – Me alegro de que los coches de policía y las ambulancias hayan dejado de tocar la sirena -dijo Olive-, me estaban dando dolor de cabeza.

  «Esta tía es como un perro, joder», pensó Farley. Olive tenía el oído supersensible, aunque no estuviera colocada. Era capaz de oír lo que se hablaba en la otra punta de un restaurante lleno de gente. Pensó que tenía que encontrar la forma de sacar partido a esa cualidad, la única que poseía.

  – Habrá pasado algo en una tienda del centro comercial -elijo Farley-. A lo mejor un judío cabrón cobró un precio justo de verdad. Eso provocaría la muerte súbita por impresión de un puñado de pringosos, lo cual atraería unas cuantas ambulancias.

  Estaba saliendo del aparcamiento en dirección este cuando un coche que iba hacia el sur torció también hacia el este en el cruce y se le adelantó, con lo cual, Farley tuvo que pisar el freno a fondo.

  – ¡Que te folien! -gritó Farley por la ventanilla a la señora mayor que conducía, además de decírselo en el lenguaje de los signos. No había avanzado ni media manzana cuando oyó un claxon detrás-. ¡La bofia! -exclamó mirando por el retrovisor-. ¡Maldita suerte la mía!

  – Te toca -dijo Benny Brewster a B.M. Driscoll.

  El mayor de los dos agentes se limpió la nariz con un kleenex, se subió las gafas, que se le resbalaban por la nariz, y dijo:

  – En realidad, no estoy como para trabajar esta noche. Tenía que haber avisado de que estaba enfermo.

  Entonces, salió del coche, se acercó a la ventanilla del conductor del vehículo parado y vio a Farley Ramsdale buscando el carnet de conducir en la billetera. Olive miró al policía que se situó a la derecha y vio a Benny Brewster, que la miraba a ella y ojeaba el interior del coche.

  – Hola, agente -dijo Olive.

  – Buenas noches -dijo Benny.

  – ¿Qué sucede? -preguntó Farley mientras B. M Driscoll revisaba su carnet de conducir.

  – Ha salido usted del aparcamiento sin ceder el paso, se ha unido al tráfico de la calle obligando a un coche a frenar en seco. Eso es una infracción de tráfico -dijo B.M. Driscoll.

  – Señor -dijo Benny a Farley-, ¿qué le parece si le enseña al agente el permiso de circulación del coche, también?

  – ¡Ay, mierda! -exclamó Farley-. Es que este coche no es mío. Es de mi amigo Sam Culhane. Mi coche está en su casa porque él me lo está arreglando.

  Cuando echó mano súbitamente a la guantera, Benny se tocó el arma. En la guantera no había nada más que una linterna y la llave del garaje de Sam.

  – Díselo al agente, Olive -dijo Farley-, dile que este coche es de Sam.

  – Sí, agente -dijo Olive-, Al nuestro le están arreglando el carburador. Sam lo tiene completamente desmontado encima de la mesa, como si fuera un rompecabezas.

  – Con eso ya vale -le dijo Farley. Luego se dirigió a B. M. Driscoll-. Tengo aquí el móvil, puede llamar a Sam, si quiere. Ya le marco yo el número. Este coche no está fichado, agente. Mierda, pero si vivo a diez manzanas de aquí, junto al cementerio de Hollywood.

  Benny Brewster miró a su compañero por encima del coche y dijo: «anfetamínicos» sin pronunciarlo en voz alta.

  Luego, mientras B.M. Driscoll volvía al coche patrulla a hacer una búsqueda sobre Farley Ramsdale y sobre el número de matrícula del coche, y a rellenar la multa de tráfico, Benny decidió incordiar un poco a los drogadictos.

  – ¿Y si los seguimos hasta su casa, sólo para comprobar que es usted quien dice este carnet, nos invitaría a pasar? -preguntó a Farley.

  – ¿Por qué no? -contestó Farley.

  – ¿No habrá nada en su casa que no quiera que encontremos?

  – Un momento -dijo Farley-. ¿Está diciendo que va a registrar mi casa?

  – ¿Cuántas veces ha estado en prisión por posesión de drogas? -preguntó Benny.

  – Yo he estado en la cárcel tres veces -contestó Olive-. Una vez, porque un tío que conocía me obligó a robar cosas en Sears.

  – Cállate de una puta vez, Olive -dijo Farley, y luego se dirigió a Benny-. Si no me pone la multa, le dejo registrarme a mí, el coche y a Olive, y puede venir a mi casa y le demostraré lo que quiera que le demuestre, pero no pienso permitirle que hurgue en mi cajón de la ropa interior.

  – En tu suelo de la ropa interior, querrás decir -puntualizó Olive-. Es que Farley -añadió dirigiéndose a Benny- siempre tira la ropa interior al suelo, y luego soy yo quien tiene que recogerla.

  – Olive, te ruego que te calles la boca -dijo Farley.

  Benny miró hacia el coche y vio que B.M. Driscoll volvía con el taco de las multas.

  – Ya es tarde -dijo-. Me parece que la multa ya está puesta.

  B.M. Driscoll miró a su compañero por encima del techo del coche y dijo:

  – El señor Ramsdale tiene algunas detenciones por posesión de droga y pequeños hurtos, ¿no es así, señor Ramsdale?

  – Cosas de críos -farfulló Farley firmando la multa.

  – Por no llevar el permiso de circulación no le pongo multa -dijo B.M. Driscoll-, pero diga a su amigo Samuel Culhane… ¿Dónde vive, por cierto?

  – En Kingsley -dijo Olive-, pero no me acuerdo del número.

  – Encaja -dijo B.M. Driscoll asintiendo hacia Benny-. Que pasen una buena noche, señor Ramsdale -se despidió.

  – ¿Ves lo que pasa cuando le das una placa a un negro? -preguntó Farley a Olive cuando reanudaron el camino hacia el local de tacos, donde podrían ligar un poco de hielo, que Farley necesitaba ya desesperadamente-. Ese watusi de mierda quería meterse a hurgar en mi casa.

  – A lo mejor teníamos que haberlos invitado, para que vean que eres propietario y que lo que pone en tu carnet de conducir es la verdad -dijo Olive-. Y poco habría importado que registraran la casa. Total, lo único que hay es una pipa de vidrio, Farley. Por eso estamos aquí en la calle. En casa no hay crystal, no hay nada de nada.

  Farley se quedó mirándola y casi se come una furgoneta que iba delante.

  – ¿Invitar a unos polis a registrar la casa? -dijo entonces-. Y supongo que les harías café.

  – Si lo tuviéramos -asintió ella-, y si ellos no nos ponían la multa. Siempre es mejor ser cordial con la policía. Si eres antipático sólo tendrás más problemas.

  – ¡Dios bendito! -exclamó Farley-. ¿Y entonces, qué? A lo mejor ibas y les decías a los dos que te los follarías, sólo por ser cordial. Bueno, espero que no, Olive, porque la amenaza de terrorismo es delito en primer grado.

  Capítulo 14

  Budgie y Fausto fueron los primeros del turno medio en abandonar la caza del Mazda rojo. Prácticamente todos los coches se habían dirigido al este, hacia territorio de bandas y vecindarios menos acomodados donde residía la mayor parte de la delincuencia callejera de Hollywood, aunque, por la descripción, los sospechosos podrían estar en cualquier parte. Los coches iban buscando a un hombre blanco o posiblemente hispano, de unos cuarenta y pico años, de estatura y peso medios y con el pelo oscuro. Llevaba una gorra de los Dodgers, gafas de sol, camiseta azul y pantalones vaqueros. Lo acompañaba una mujer blanca, de unos cuarenta años también, alta y bien formada, pelirroja, aunque dos mujeres latinas habían dicho que parecía una peluca barata. La mujer de la pistola llevaba un vestido estampado de algodón y alpargatas blancas. Las dos testigos comentaron el tamaño generoso de los senos.

  Viktor Chernenko pasó una descripción complementaria a la radiotelefonista durante la inspección del terreno, treinta minutos después del tiroteo, cuando la zona de alrededor del cajero automático fue precintada y quedó bajo control de agentes uniformados. Aunque Viktor sabía que ese caso lo llevaría la brigada especializada en bancos de la división de atracos con homicidio, estaba seguro de que los sospechosos eran los mismos que los del asalto a la joyería.

  Cuando Fausto recibió la llamada en el terminal, dijo a Budgie:

  – Bueno, a estas alturas ya estarán en su madriguera. Lo máximo que podemos esperar es dar con el Mazda robado. Seguro que lo han abandonado en cualquier sitio.

  La llama
da que les asignaron era por «intento de asesinato», que en Hollywood podía significar cualquier cosa. Al fin y al cabo, era el país de los sueños y las fantasías. Llegaron a una casa bastante cara, artística y con varios niveles, ubicada en Laurel Canyon, una zona donde no eran frecuentes los avisos de intento de asesinato. El hecho de que el aviso no llevara código asignado les hizo pensar que quien hubiera recogido la llamada en la centralita había juzgado que no era urgente.

  La persona que había llamado estaba esperando en un balcón de madera de secuoya con techo abovedado. Los saludó con la mano, una vez que aparcaron y empezaron a subir las escaleras de madera. Todavía faltaba una hora para el anochecer, de modo que no era necesario alumbrar el camino, pero los helechos, las palmeras y las aves del paraíso que flanqueaban las escaleras lo sumían en la sombra.

  Fausto, que se estaba quedando sin aire por la empinada subida, supuso que los jardineros debían de ganar un dineral.

  – Por aquí, agentes -dijo la persona que había llamado sujetando la puerta de entrada.

  Era un hombre de setenta y nueve años, con un albornoz de color marfil con solapas de satén y zapatillas de piel con monograma. Tenía trasplantes teñidos de castaño y un bigote canoso de los que llamaban «cepillo de dientes», al estilo Charlot. Se presentó como James R. Houston, pero añadió que sus amigos lo llamaban Jim.

  El interior de la casa hablaba de 1965: alfombras de pelo muy largo, sofá floreado verde lima, muebles daneses «modernos» en el comedor e incluso un cuadro de un payaso muy recargado con marco dorado, parecido a los que pintaba el difunto actor y cómico Red Skelton.

  – ¿Por casualidad es un Red Skelton? -preguntó Fausto, pero la respuesta fue negativa.

  – ¿Quién es Red Skelton? -preguntó Budgie, entonces.

  – Un famoso actor cómico de antaño -dijo el hombre-, y bastante buen pintor.

  El anfitrión insistió hasta que aceptaron un vaso de limonada de una jarra que había en la mesa del comedor.

  – Aunque no tengo el honor de poseer un payaso de Red Skelton -dijo el anfitrión a Fausto-, sí que trabajé con él en una película. Fue en 1955, me parece. Pero no me hagan mucho caso.

  Naturalmente, eso significaba que él era actor. Budgie Polk ya había aprendido que en el distrito de Hollywood, cuando un sospechoso o una víctima decía que era actor, la reacción automática del policía era preguntar: «¿Y qué hace usted cuando no actúa?».

  – Hace años que coqueteo con la propiedad inmobiliaria -dijo él, cuando ella se lo preguntó-. Mi mujer tiene algunas propiedades, y yo se las administro. Jackie Lee es mi segunda esposa. -Se detuvo un momento a pensar-. No, es la tercera. La primera murió, la segunda… bueno… -Hizo un gesto despectivo y añadió-: Los he llamado por mi vida presente, en realidad.

  – ¿Alguien quiere asesinarla? -preguntó Budgie abriendo la carpeta de informes.

  – No -dijo el hombre-, ella quiere asesinarme a mí.

  De pronto, la mano con la que sujetaba la limonada empezó a temblarle y los cubitos de hielo tintinearon.

  – ¿Dónde está ella ahora? -terció Fausto, con su larga experiencia en la delincuencia de Hollywood.

  – Se ha ido a San Francisco con su cuñada. Volverán el lunes por la mañana, y por eso me pareció seguro llamarles ahora para que vinieran aquí. Pensé que les gustaría buscar pistas como en…

  – La serie de televisión CSI -dijo Fausto. I Últimamente, todo era CSI. La policía de verdad simplemente no daba la talla.

  – Sí -dijo el hombre-, CSI.

  – ¿Y cómo intenta matarlo? -preguntó Fausto.

  – Quiere envenenarme.

  – ¿Cómo lo sabe? -preguntó Budgie.

  – Me duele el estómago cada vez que cocina ella. He empezado a salir a comer fuera con frecuencia porque estoy asustado.

  – Pero no tiene ninguna prueba tangible, ¿o sí? -preguntó Budgie-. Quizá ha guardado algo que se pueda analizar, como en CSI.

  – No -dijo él-, pero pasa constantemente. Es un intento gradual de asesinarme. Es una mujer muy inteligente y sofisticada.

  – ¿Tiene alguna otra prueba de sus intenciones homicidas? -preguntó Fausto.

  – Sí -dijo él-, pone una substancia tóxica en mis zapatos.

  – Continúe -dijo Budgie-. ¿Cómo lo sabe?

  – Siempre tengo los pies cansados. Y a veces me duelen las plantas sin motivo.

  – ¿Alguna cosa más? -preguntó Fausto mirando el reloj.

  – Sí, creo que también rocía mis sombreros con algo tóxico.

  – A ver si lo adivino -dijo Fausto-, ¿tiene dolores de cabeza?

  – ¿Cómo lo ha sabido?

  – El problema, tal como yo lo entiendo, es el siguiente, señor Houston -dijo Fausto-. Si la detenemos a ella, un picapleitos muy caro como los que se paga Michael Jackson echaría un vistazo a todas esas pruebas y diría: «su mujer cocina de pena, a usted le quedan pequeños los zapatos y también los sombreros». ¿Entiende lo que le quiero decir?

  – Sí, agente, lo entiendo.

  – Entonces, creo que lo que le conviene es olvidarse de esto de momento y volver a llamarnos cuando tenga más pruebas. Muchas más pruebas.

  – ¿Cree que vale la pena arriesgar la vida comiéndome su comida, sólo por tener más pruebas?

  – Le recomiendo dieta blanda -dijo Fausto-. No es fácil disimular el veneno en platos de dieta blanda. Adelante, disfrute del puré de patata y verdura y de un filete o un poco de pollo de vez en cuando, pero no pollo frito. No escoja platos con muchas especias y evite las salsas fuertes. Ahí es donde está el riesgo. Y cómprese unos zapatos, media talla mayores que de costumbre. ¿Toma usted alcohol con las comidas?

  – Tres martinis. Me los prepara mi mujer.

  – Redúzcalo a uno solo. Es muy difícil poner una dosis tóxica en un solo martini. Tómeselo después de la cena, pero no justo antes de irse a dormir. Y use sombrero sólo cuando salga al sol. Creo que estas medidas evitarán que funcione la trama asesina o disuadirán al asesino.

  – ¿Y volverán ustedes cuando tenga más pruebas?

  – Por descontado -dijo Fausto-. Será un placer.

  En casa de Farley Ramsdale, el placer brillaba por su ausencia. Habían pasado tres horas desde que Cosmo e Ilya metieran el coche en el pequeño garaje, pero Farley y Olive seguían sin aparecer. En un momento, Cosmo creyó que Ilya se había dormido, tumbada como estaba en el sofá, con los ojos cerrados.

  Pero cuando se levantó a mirar la oscura calle por la ventana, ella elijo:

  – Vete lejos de la ventana. Toda la policía de Hollywood busca a un hombre con camiseta azul y a una mujer con un pelo que sabrán que es peluca. No podemos pedir un taxi aquí. El taxista pensará en nosotros cuando oiga lo del atraco y llamará a la policía. Si viene la policía y habla con Farley, él sabrá que somos nosotros y se lo dirá a la policía.

  – Cállate, Ilya. ¡Necesito pensar!

  – No podemos ir en autobús. La policía puede vernos. No podemos decir a tus amigos que vienen a buscarnos, si no repartes el dinero con ellos, porque lo averiguarán. Estamos en una trampa.

  – ¡Cállate! -repitió Cosmo-. No estamos en la trampa. Tenemos el dinero. Ahora es de noche.

  – ¿Cómo vamos a casa, Cosmo? ¿Cómo?

  – A lo mejor el coche arranca ahora.

  – ¡No entraré en ese coche! -dijo Ilya-. Todos los policías buscan ese coche. ¡Todos los policías de Hollywood! ¡Todos los policías de Los Ángeles!

  – El coche tiene queda aquí -dijo él-. Ponemos el dinero en bolsas de la compra. En la cocina hay bolsas de papel.

  – Entiendo -dijo Ilya-. Nos vamos de esta casa porque no nos atrevemos a llamar un taxi que viene a buscarnos. ¿Pero luego lo llamamos desde mi móvil y el taxi nos va a buscar a un sitio de la calle, donde la sombra nos esconde? ¿Y decimos al taxi que nos deja a unas pocas calles de nuestro apartamento?

  – Sí. Eso es exactamente correcto.

  – Y cuando Farley y Olive llegan a casa y encuentran un coche en el garaje, y enseguida ponen la t
ele y ven lo del atraco y la muerte del guardia y cómo es el asesino, ¿crees que no sabrán quién fue? ¿Y no crees que llamarán a la policía y preguntarán si hay recompensa por el nombre de los asesinos? El coche está aquí. ¿No crees que será así, Cosmo?

  Cosmo se sentó entonces con la cabeza entre las manos. Llevaba tres horas pensando y no había alternativa. Había planeado matar a Farley y a Olive en el desguace, justo antes de que le dieran el dinero de los diamantes, pero ahora… Tendría que matarlos tan pronto como entraran en la casa. Sin embargo, no podía arriesgarse a hacerlo a tiros. Se acercó a Ilya y se arrodilló a su lado.

  – Ilya, los dos drogadictos, tienen mueren cuando entran en casa. No tenemos elección. Tenemos matamos a ellos. Con el cuchillo de la cocina, tal vez. Tienes ayuda a mí, Ilya.

  – No mataré a nadie más contigo, Cosmo -le dijo, sentándose-. A nadie más.

  – ¿Pero qué tenemos hacemos? -preguntó suplicante.

  – Cuéntales lo que hemos hecho. Hazlos socios. Dales la mitad del dinero. Haz que nos ayudan a empujar el maldito coche, llevarlo lejos de aquí a otro sitio o quemarlo. Luego, ellos nos llevan a casa. Y mientras pasa todo eso, nosotros esperamos que la policía no nos ve. Eso es lo que haremos, Cosmo. No mataremos a nadie más.

  – ¡Por favor, Ilya! ¡Piensa!

  – Si intentas matar a Farley y Olive, tendrás que matarme a mí. No puedes clavar el cuchillo a los tres, Cosmo. Yo dispararé si puedo.

  Y con esas palabras, sacó la pistola del bolso, se levantó y se acercó al desvencijado sillón que había ante el televisor, donde se sentó con el arma en el regazo.

  – Por favor, no hablas tonterías -dijo Cosmo-. Tengo llamo a Dmitri, pero no ahora. Hoy no. No hablo con Dmitri todavía. Antes tenemos vemos qué es todo.

  – Nos pillarán -dijo ella- o nos matarán.

  – Ilya -dijo, mirándola-. Hacemos el amor, Ilya. Estarás mucho mejor si hacemos el amor.

  – No te acerques a mí o aquí termina todo con pistolas, y no quieres disparar pistolas aquí, en esta calle tranquila, Cosmo. ¿O quieres matar a todos los vecinos, también, Cosmo?

 

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